domingo, 18 de junio de 2017

El desafío.

   Desde los años 80, diferentes medios jurídicos han venido advirtiendo que la Constitución española, presenta una evidente falta de legislación en lo que se refiere a qué ha de ocurrir si un Ayuntamiento, una diputación provincial o una autonomía decide legislar más allá de lo que la Constitución le permite. Ahora está muy de moda citar el artículo 155 como el garante de que las autonomías se sometan al orden imperante, pero el artículo 155, tal y como está redactado, parece referirse más que a la legislación emanada de un parlamento autonómico a la negativa de éste a aplicar leyes aprobadas por el parlamento nacional. El propio hecho de que el alcance de este artículo sea discutible, muestra la falta de salvaguardias claras de las que hemos comenzado hablando. Como digo, han pasado no menos de 30 años desde las primeras denuncias de este hecho y ninguno de los sucesivos gobiernos, con mayorías absolutas o no, ha tratado de remediar la situación. Ya tuvimos un ejemplo claro de lo que podía ocurrir en la Marbella de Jesús Gil (y de los que vinieron después de él), donde los políticos hicieron, literalmente, lo que les dio la gana, sin que ninguna instancia, teóricamente superior, interviniera para impedirlo. Todos conocemos Ayuntamientos cuya corporación democráticamente elegida y la que le sucedió, están encausadas por corrupción y no pasa nada ni nadie hace siquiera el intento de disolverla. ¿Por qué? La razón fundamental radica en que, estando las cosas como están, todos los partidos políticos pueden sacar tajada mientras esperan, disfrutando plácidamente del producto de su pillaje, que les alcance esa tortuga artrítica llamada justicia.
   Desde el advenimiento de la democracia se halla pendiente una cosa llamada el estatuto del funcionario. Al igual que hay un estatuto del trabajador, que señala las líneas rojas que ninguna legislación ni pacto laboral puede sobrepasar, resulta deseable un estatuto de los trabajadores del Estado, que deje claras las líneas rojas que, bajo ningún concepto se pueden sobrepasar. Pues bien, ese estatuto sigue pendiente. El motivo principal es que debería dilucidar cuáles son las relaciones entre los funcionarios y sus superiores jerárquicos designados por la autoridad política. En particular, ese estatuto debería establecer cuándo y bajo qué condiciones, el funcionario puede negarse a cumplir una orden de sus superiores políticos. Parece lógico que, por mucho que trabaje para el Estado (y precisamente por trabajar para el Estado), el funcionario debe tener la capacidad de decirle “no” a una orden procedente de un cargo político cuando ésta contravenga los intereses del Estado o, al menos, la legislación internacional a la que dice someterse la Constitución o, por lo menos, las leyes vigentes. Se me dirá que el funcionario tiene el deber de denunciar cualquiera de estas situaciones, pero aquí volvemos a lo mismo. Un cargo político dispuesto a dictar órdenes contrarias a las leyes no tendrá reparo alguno en represaliar a cualquiera que se niegue a cumplir sus órdenes y sí, la justicia acabará por castigarlo, pero le alcanzará mucho más tarde que a su subordinado, pues mientras el cargo político puede protegerse en la presunción de inocencia, el funcionario queda obligado al cumplimiento de cualquier orden bajo la amenaza de ese motivo de expulsión del cuerpo que es la “dejación de funciones”. De hecho, llegado el momento, el funcionario tendrá que demostrar que recibió órdenes en el sentido de quebrantar la ley, algo que en este país resulta extremadamente difícil porque la administración funciona, sistemáticamente, bajo mandato oral. Si alguien tuviera la paciencia de leer todos los escritos administrativos cursados desde superiores jerárquicos a instancias por debajo de ellos, podría observar que toda esa gigantesca montaña de papeles, incluye informes, requerimientos, resoluciones y demás, pero ni una sola orden. Nadie en este país da órdenes por escrito. Una vez más cabe preguntar por qué y una vez más la respuesta es que la actuación política en este país se mantiene sistemáticamente en los bordes de la ley si no traspasándola y nadie está realmente interesado en cambiar eso.
   Hay un delito recogido en la legislación española que es el delito de prevaricación y que consiste en faltar conscientemente a los deberes del cargo que se ostenta o bien en cometer una injusticia con conciencia plena de que se está llevando a cabo una acción injusta. La naturaleza del delito, por tanto, no implica el perjuicio de nadie. De hecho, un cargo público puede actuar para favorecer a una persona y, sin embargo, precisamente por ello, cometer delito de prevaricación. Por tanto, el delito de prevaricación lleva implícita la necesidad de que los fiscales actúen contra él de oficio, es decir, sin que medie denuncia de parte alguna. En esto, precisamente, consiste el equilibrio de poderes en que se basa la democracia, a saber, que el poder jurídico vigile la actuación de los poderes legislativo y ejecutivo para que no sobrepasen sus competencias. ¿Actúan de oficio los fiscales contra la prevaricación? Ya se cuidarán de hacerlo. Lo normal en este país es que el delito de prevaricación entre en juego cuando ya han sido suficientemente probados otros delitos y, una vez más, encontramos las razones antedichas, a saber, que de aplicar rigurosamente tal figura jurídica, la mitad de la clase política española estaría ya inhabilitada.
   En los últimos tiempos El País viene dedicando una sección que llama “el desafío secesionista” a las decisiones del gobierno catalán. ¿Dónde habrían llegado las autoridades de Cataluña si la Constitución dejara claros los límites de acción de los gobiernos autonómicos y las consecuencias de sobrepasarlos? ¿Dónde habrían llegado Mas, Junqueras, Puigdemont y los demás si existiera un estatuto del funcionario? ¿Dónde estarían si los fiscales tuvieran costumbre de actuar de oficio contra todo lo que oliese a prevaricación? Sí, ciertamente, España tiene un desafío, pero no se halla en las alucinaciones del gobierno catalán, es el desafío de llegar a ser algún día, de verdad, un Estado de derecho.

domingo, 11 de junio de 2017

El descontrol del control.

   El pasado 22 de marzo, un sujeto recorrió el puente de Westminster a más de 100 Km/h atropellando a cuantas personas pudo para empotrarse posteriormente contra la verja del Parlamento. Cuando la policía salió a su encuentro, apuñaló a uno de los agentes y fue abatido por otro. El asesino adoptó por nombre Khalid Masood tras convertirse al Islam, habiendo nacido como Adrian Russell Ajao. Casado y con tres hijos, había sido fichado por la policía y condenado en varias ocasiones por agresión, tenencia de armas y delitos de orden público. La última condena databa de 2003. Había sido investigado por la inteligencia británica y por el MI5 en relación con sus contactos con sectores extremadamente violentos del islamismo radical, pero se lo dejó tranquilo por considerarlo un elemento periférico carente de mayor peligro. Como es habitual, en cuanto se enteró por las noticias de que el gobierno británico trataría lo ocurrido como un atentado terrorista, el ISIS lo reivindicó como una acción propia.
   El 22 de mayo, a la salida del concierto de la otrora estrella infantil Ariana Grande, un terrorista suicida hace explotar una carga con metralla matando a 22 personas e hiriendo a 59. Este atentado sigue un modelo de actuación sobre aglomeraciones ampliamente utilizado por el terrorismo suní contra chiíes en Oriente Próximo y contra la población en general por Boko Haram en Nigeria entre otros. Los medios de comunicación publican que el autor, Salman Abedi, llamó a su madre para “pedirle perdón” antes del atentado. Su familia había regresado a Libia de donde era originaria, pero Salman, excusándose con un viaje a La Meca, volvió a Manchester, la ciudad de su infancia, para cometer el atentado. Testigos que aseguraban conocerle relataron que tuvo problemas para adaptarse al estilo de vida occidental, sus relaciones familiares resultaron tortuosas y sus padres trataron varias veces de llevárselo a Libia. El motivo lo cuentan otros testigos, Abedi no escondía su “apoyo al terrorismo” y con frecuencia señalaba lo positivo que resultaba “ser un atacante suicida”. Sus declaraciones no debieron parecer la típica baladronada adolescente porque hasta dos personas parecen haber llamado a la línea de la policía para advertir de sus puntos de vista. En sus últimos tiempos en Manchester le dio por rezar a gritos en mitad de la calle. Gracias a las filtraciones de los servicios de información norteamericanos sabemos que el dispositivo que utilizó para activar la bomba no era el típico interruptor, sino que más bien parecía una ficha con circuitos, algo compatible con la idea de que fue accionada a distancia, siendo Abedi una simple mula de carga. La propia elaboración del explosivo, así como la selección de la correspondiente metralla, muestra una naturaleza elaborada que responde a una red más bien amplia, asentada y estructurada. De hecho la policía ha detenido a más de 20 personas en relación con este atentado. El ISIS lo reivindicó en cuanto los periódicos de todo el mundo hubieron recogido la noticia.
   El 3 de junio, sábado por la noche, un grupo de tres terroristas, cruza el puente de Londres atropellando a todo el que puede. Tras dejar inutilizado el vehículo se dirigen a Borough Market atacando con cuchillos a los clientes de restaurantes y viandantes. Uno de ellos es Ignacio Echeverría, joven español nacido en el Ferrol. Licenciado en derecho, hablaba cuatro idiomas y trabajó en varios bancos españoles nada menos que vigilando la posible naturaleza delictiva de transacciones financieras internacionales. Tenía ideas propias, cierta tendencia a defenderlas frente a cualquiera y no era de los que reía los chistes de los jefes. Obviamente con tales credenciales terminó donde únicamente puede terminar alguien así en este país, en la cola del paro. Decidió probar fortuna en Londres. El todopoderoso HSBC lo contrató en cuanto llamó a su puerta. Armado con un patinete (sic) se lanzó contra los terroristas cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Su arrojo le costó la vida. Unos minutos después la policía llegó al lugar de los hechos, tras disparar 50 tiros, acabó con los terroristas. En cuanto el gobierno británico hizo público que trataría el incidente como un atentado y pese a los contactos de varios de los atacantes con Al-Qaeda, el ISIS lo reivindicó como propio.
   Los terroristas fueron identificados como Youssef Zaghba, Khuram Shazad Butt y Rachid Redouane. Youssef Zaghba, nacido en Marruecos, era hijo de una ciudadana italiana convertida al Islam. En 2016 fue detenido en el aeropuerto de Bolonia. Había comprado un billete sólo de ida para Turquía y viajaba sin equipaje, apenas con algo de ropa en una mochila y un móvil lleno de vídeos de decapitaciones. La policía italiana, sospechó que de Turquía pretendía viajar a Siria como tantos otros y no le perdió la pista a partir de entonces. Avisaron a las autoridades británicas de que Zaghba pasaba a su territorio. 
   Khuram Sazad Butt, figuraba en el círculo de Anjem Choduray, predicador que cumple condena por incitación al terrorismo. Expulsado de dos mezquitas por sus reiterados enfrentamientos con los imanes, había sido denunciado varias veces en la línea telefónica de la policía británica por sus ideas radicales. Una de las llamadas hacía referencia a una charla que mantuvo en un parque con un grupo de jovenzuelos ante los que sostuvo que “estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por Alá, incluso matar a mi madre”. Acostumbraba a ofrecer caramelos a los niños a cambio de adoctrinarlos. Un mes antes del atentado la policía debió tener indicios suficientes de que algo estaba ocurriendo porque sometió a un estrecho marcaje a los habitantes del barrio donde vivía, obviamente, a todos ellos, en tanto que comunidad, para que todo el que pudiera se radicalizara aún más.
   Rachid Redouane había luchado contra Gadafi en una milicia que acabó afiliándose al yihadismo y enviando reclutas a Siria. Sus contactos con Abedi no están claros pero en Londres residía en el mismo barrio que Sazad Butt, además de haber pertenecido también al círculo de Choduray. Un equipo de las fuerzas especiales de la policía irrumpió en la casa de Redouane en Irlanda y detuvo a su esposa, de la que ya se había separado. En su declaración ante la policía, reconoció que Reduane le pegaba y que prohibía a su hija ver la televisión para que no se volviera gay.
   Recordemos, en Gran Bretaña hay una cámara de seguridad por cada sesenta habitantes. Según fuentes oficiales, existen ahora mismo abiertas 500 investigaciones no relacionadas con estos hechos que involucran al menos a 3.000 personas. El pasado año la cifra de investigados por sus relaciones con el terrorismo superaron ampliamente los 20.000 individuos. Los últimos gobiernos conservadores recortaron el presupuesto de la policía en más de 600 millones de libras. Por otra parte, Gran Bretaña es un miembro destacado de la alianza Cinco Ojos (FVEY), lo cual significa acceso ilimitado a todas las comunicaciones de sus nacionales interceptadas por la NSA. ¿Qué significa 600 millones de libras menos para investigar a 20.000 personas por año? Muy fácil, significa sacar a policías de las calles y sustituir su labor por la vigilancia electrónica, muchísimo menos controlable desde un punto de vista jurídico. 20.000 personas por año ven violada la intimidad de sus comunicaciones para que terroristas como Masood, Abedi, Zaghba, Shazad y Redouane puedan seguir exhibiendo su radicalismo en calles y parques sin que nadie los vigile. ¿Cómo se podrían haber evitado estos atentados? Ya lo ha dicho Sadiq Khan el alcalde de Londres y su guante ha sido recogido por la Sra. May: hace falta más dinero para policías, hace falta interceptar más comunicaciones, hay que investigar a 30, 40, 50.000 personas por año, hay que seguir violando sistemáticamente la intimidad de los ciudadanos, nadie se quejará ahora que tiene metido el miedo en el cuerpo. En definitiva, se necesita más, más control de la población.
   ¿De verdad que promover que unos vecinos denuncien a otros, un clima de sospecha generalizado, la estigmatización del Islam, de barrios enteros de las grandes ciudades, evita atentados? ¿De verdad que controlar nuestros viajes, nuestros desplazamientos, nuestros paseos, evita atentados? ¿De verdad que inmiscuirse en nuestras llamadas telefónicas, en nuestros mensajes electrónicos, en nuestras comunicaciones, evita atentados? ¿De verdad que tenernos a todos fichados, clasificados, etiquetados, evita atentados? ¿No será justo al revés, que los atentados constituyen la excusa perfecta para tenernos a todos vigilados minuciosamente? Infiltrar a los movimientos terroristas fue una táctica que derrotó al anarquismo violento del siglo XIX, al IRA y a ETA, entre muchos otros. ¿Cuántos movimientos terroristas ha conseguido derrotar veinte años de vigilancia electrónica?

domingo, 4 de junio de 2017

Reflexiones sobre la muerte (1)

“Lo imposible es no componer siquiera una sola vez la Odisea. Nadie es alguien, un hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. 
Este pasaje de “El inmortal” de Borges constituye la más brillante apología de la finitud humana que conozco. Efectivamente, si tuviéramos la potestad de vivir eternamente, todos acabaríamos viviendo la misma vida, alcanzaríamos los cielos y los infiernos, la postración y la felicidad, la genialidad y la miseria, pero, al cabo, podría decirse de nosotros que no habíamos vivido, al menos no habríamos vivido nuestra vida, viviríamos la eterna e infinita vida de todos, la que todos los seres humanos experimentarían. La muerte, el disponer de un tiempo limitado, nos permite tener una vida diferente a la de los demás, individual, concreta, permite hacer de la vida de nuestro género mi vida, la que yo invento y decido. Gracias a que mi tiempo tiene una duración limitada, lo que yo escribo, lo que yo construyo, lo que yo alcanzo, por poco que valga, sólo yo lo he logrado. Mi vida resulta irrepetible, única. Mi muerte, mi horrible, mi espantosa muerte, esa muerte que nos perturba, de la que huimos y contra la que nos peleamos con todas nuestras rutinas, ocupaciones y entretenimientos, lejos de constituir un obstáculo para nuestros proyectos, les confiere una ventaja.
   Tal vez Borges lo supiera, tal vez no, pero hay varios puntos de su razonamiento que vienen avalados por la biología. Propiamente no puede decirse que los procariotas mueran. Existe, naturalmente, la muerte accidental. Para una bacteria toparse con un antibiótico resulta letal y, por supuesto, tienen sus correspondientes depredadores. Pero si se la deja en un ambiente con alimento puede perdurar indefinidamente sin que se produzca muerte por envejecimiento, por decirlo así, una muerte intrínseca. En realidad la cosa resulta más compleja. Cada cierto tiempo, en condiciones ideales cada 24 horas como mucho, las bacterias se dividen, así que lo que podríamos llamar “muerte” se identifica en ellas con el nacimiento, muere un individuo concreto y nacen dos de él. Por lo mismo, podemos eliminar el término “muerte” del lenguaje para describir las bacterias. Igualmente debemos abandonar nuestro concepto de individualidad. Aunque una bacteria concreta se halle delimitada por su correspondiente pared bacteriana, ningún otro componente celular, quiero decir, ningún otro componente interior, intrínseco, la diferencia del resto de bacterias de una colonia. Con frecuencia practican lo que se llama conjugación, por la cual cuando una de ellas posee unos genes que le confieren alguna ventaja adaptativa, se los pasa al resto de miembros de la cepa, por lo que, al poco tiempo, todas vuelven a resultar idénticas.
   La diferencia entre los procariotas y los eucariotas consiste en que éstos poseen un núcleo claramente delimitado en el que se encierra el material genético. Los eucariotas unicelulares conservan la ausencia de muerte por envejecimiento presente en los procariotas, pero el tránsito que condujo a la aparición de los eucariotas pluricelulares conllevó el surgimiento de lo que habitualmente consideramos como “muerte”. Las células que componen los organismos envejecen y por más que se las rodee de alimento y de condiciones de vida ideales, acaban por morir. Si efectivamente, puede considerarse a los eucariotas pluricelulares como organismos más avanzados que los procariotas y si aquéllos poseen una característica consistente en morir, entonces, sólo podemos extraer la conclusión de que la muerte constituye una ventaja adaptativa, ha resultado seleccionada por la naturaleza igual que todas las demás características que poseemos. ¿En qué consiste semejante ventaja evolutiva? ¿qué ventaja tiene morirse? Desde un punto de vista individual, obviamente, ninguna. Pero la madre naturaleza toma muy poco en consideración a los individuos, únicamente la especie tiene relevancia para ella. Una especie constituida por individuos pluricelulares que no viniesen programados para su desaparición al cabo de un cierto tiempo, evolucionarían de un modo extremadamente lento a partir del momento en que tuviesen el más mínimo privilegio evolutivo para escapar de sus depredadores u obtener comida. Como consecuencia, tendríamos una población muy amplia y en continuo crecimiento que desaparecería toda ella de un golpe en cuanto hubiese un cambio ambiental de cierta importancia, por ejemplo, el provocado por la rápida desaparición de su medio alimenticio. Sustituir individuos carentes de muerte por envejecimiento por una sucesión de generaciones garantizaría así una continua carrera adaptativa a los cambios ambientales pues cada mejora que pudiese producirse en una generación, por significativa que pudiera considerarse, resultaría rápidamente menoscabada por la nueva generación de depredadores, parásitos y especies competidoras. Si quiere lo expreso de otra manera, la muerte garantiza la diversidad. Y aquí hay un aspecto fundamental de la muerte que debemos subrayar si queremos entender lo ventajoso que supuso su invención, a saber, que considerarla como el acabamiento de nuestra conciencia individual constituye un error de perspectiva. Bien al contrario, la muerte debe entenderse como la condición de posibilidad misma de nuestra conciencia individual.

domingo, 28 de mayo de 2017

Minimalismo (y 2)

   “Nada de ilusiones, nada de alusiones”, decía Donald Judd.  Pretender que una central de control ferroviario, una tienda o una fábrica centelleen como obras de arte, que “expresen” algo más allá de su simple presencia, que “emocionen”, implica el deseo por alterar su materialidad, por esconder su realidad, por ocultar lo que verdaderamente las constituye. No hay nada que añadir al contenido de un museo, igual que no hay nada que añadir a la partitura original de un músico y que no hay nada que añadir al texto de un filósofo. Dicen lo que dicen y no hay más. Hacerlos decir lo que no dicen, buscar significados ocultos, interpretar, siempre implica un deseo por ocultar la realidad. Un buen director de orquesta añade anotaciones a la obra para acercarla a los gustos del público o a las posibilidades de sus músicos, pero los grandes directores de orquesta se limitan a borrar las anotaciones que han realizado los que vinieron antes de él para restaurar a las partituras el brillo original. El minimalismo podría caracterizarse como la anti-hermenéutica. Y otro tanto cabe decir del minimalismo existencial. Si hemos de llevar a cabo nuestras vidas con menos de 100 cosas, debemos dejar fuera de nuestras mochilas las ilusiones con las que habitualmente cargamos y que tanto nos pesan. Ya no tendremos sitio para la ilusión de que si aguantamos al inaguantable de nuestro jefe obtendremos un ascenso, ni para esa otra que afirma que ganaremos más tiempo para nosotros dedicando más tiempo a nuestro trabajo, ni para la no menos famosa de que tenemos que encontrarle un sentido a nuestras vidas. Ya no enunciaremos más de lo que viene contenido en nuestros enunciados, en consecuencia, a menos que nosotros enunciemos el sentido de nuestras vidas, careceremos de él.
   Se ha solido calificar al minimalismo de antihumanista. Puede considerarse una crítica certera si se entiende por humanismo el que no supo defendernos de los campos de concentración, el que tapó con bonitas palabras hechos inquietantes, el que ascendió con el capitalismo y la burguesía. No menos certera pero mucho más interesante puede considerarse la crítica que advierte de la desaparición del cuerpo humano en el minimalismo. En efecto, el espacio minimalista ya no se configura a partir del cuerpo y sus dimensiones, hay una reconfiguración formal del espacio desde la cual habrá de entenderse todo lo que el cuerpo humano hace. En particular, no puede partirse del prejuicio de la existencia de un espacio interior, individual, subjetivo, separado por muros de un exterior, del que debe ocultarse, huir o esconderse. La frontera interior/exterior, que tan amablemente nos ponen ahí para que aprendamos a pensarnos en sus términos, desaparece, sustituida la mayor parte de las veces por cristales fáciles de romper. 
   Sin embargo, aquí, una vez más, surge la paradoja que late en todo minimalismo. Por una parte, el cuerpo humano sólo puede captarse espiritualizado, consiste en lo que supera el umbral consciente cuando tropezamos con un ventanuco que no se encuentra a nuestra altura, cuando atravesamos un pórtico sobredimensionado, cuando oímos el retumbar de nuestras pisadas en una sala de exposiciones casi vacía. Multitud de autores minimalistas buscan expresamente en su trabajo conseguir la reflexión, la meditación, un cierto tratamiento de la parte no material del hombre. Por otra, existe una furiosa reivindicación de lo material como forma primaria de cualquier expresión estética, una eliminación, por ilusoria, de cualquier cosa que no aparezca materialmente enunciada, un rechazo a la idea de que una obra contenga algo así como un espíritu. Podría decirse que el minimalismo pretende, en definitiva, el encuentro con la parte inmaterial del hombre mediante su reducción a la materia, asombrosa pretensión ésta que debería fracasar en todos y cada uno de sus intentos. Resulta, por tanto, sorprendente que en tal pretensión se halle uno de sus más reiterados éxitos. Su austeridad, el prescindir de todo aquello de lo que se puede prescindir, constituye con frecuencia la entrada hacia un cierto género de espiritualidad, reivindicada en multitud de obras minimalistas de todos los géneros. ¿Cómo puede ocurrir? En realidad ya hemos respondido a esta pregunta. Si queremos que en el proceso de reducción no se pierdan los caracteres propios de lo humano, debemos abandonar la idea de que la reducción nos conduzca a algo simple, mecánico, determinista. Para que la reducción tenga sentido, para que constituya una verdadera explicitación de lo humano y no su supresión, debemos sobresignificar los materiales a los que quedará reducido todo. Por tanto, cualquier género de reducción que pretenda hallar como producto último de su destilación aquello que nos define como seres humanos, no podrá llevarnos de lo complejo a lo simple sino, precisamente, al modo en que la complejidad queda encerrada en lo simple. Ahora podemos entender hasta qué punto resulta esperpéntico intentar reducir la mente humana al cableado de unos circuitos electrónicos. Nuestro cuerpo no abunda en silicio, mercurio o plomo, como ocurre con los ordenadores, lo conforman mayoritariamente átomos de carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno y éstos, amigos míos, constituyen los materiales con los que se forjan los sueños. 

domingo, 21 de mayo de 2017

Minimalismo (1)

  A comienzos de los años 60, una serie de artistas comenzaron a sentirse incómodos con las corrientes dominantes en sus disciplinas. Tomaron como bandera de enganche el lema de Mies van der Rohe “menos es más” y convirtieron en programa los retazos que habían aparecido con la obra de Eric Satie  y Kazimir Malevich. El minimalismo tuvo desarrollos en pintura (Robert Mangold, Agnes Martin y Robert Ryman), escultura (Carl Andre, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt y Robert Morris), arquitectura (John Pawson, Souto de Moura, Tadao Ando, Hiroshi Naito o Rudi Riccioti), música (Terry Riley, La Monte Young, Steve Reich, Philip Glass, John Adams, Michael Nyman) y últimamente ha aparecido un minimalismo existencial. Frente a la catarata, la avalancha, la saturación de imágenes, informaciones, eslóganes, lemas, productos, significados y opiniones, el minimalismo proponía la reducción, la eliminación de lo superfluo. Su búsqueda entronca con cierta manera de entender la fenomenología de Husserl, considerando la puesta entre paréntesis, la vuelta a las cosas mismas, la reducción, como el aspecto esencial su metodología. Frente a la lectura hermenéutica de la fenomenología que desembocó en la inflación de los símbolos y sus interpretaciones, el minimalismo consideraba a aquélla una cierta forma de positivismo, de búsqueda de la experiencia en su sentido primigenio, liberada de cualquier sedimento teorético sobreimpuesto. Aquí radica su aspecto peor entendido. El minimalismo nunca ha consistido en una escuela, ni en una corriente y ni siquiera en un estilo de vida. Constituye una búsqueda, la búsqueda de una solución a la paradoja que anida en su núcleo más profundo. En efecto, con frecuencia suele usarse el adjetivo “simple” para describir al minimalismo. Sin embargo, el minimalismo puede caracterizarse por muchas cosas menos por su simplicidad. Para nada puede considerarse simple encontrar la forma mínima, aquella que con un mínimo de recursos, permita un máximo de expresión. Piense en lo que significa vivir minimalmente o, como lo propone Antonio G. vivir con menos de 100 cosas. ¿Cuántos cálculos tendría que hacer? ¿cuántos intentos tendría que realizar? ¿cuántos esfuerzos le supondría? Ciertamente, el minimalismo se ha caracterizado por su simplicidad formal, pero tal simplicidad resulta mera apariencia, escondiendo la enorme complejidad de conseguir lo simple.
   Consecuencia de la anterior surge otra paradoja. Por un lado, la obra minimalista carece de efectos de composición y de ornamentación, con frecuencia presenta una geometría rectilínea e, inevitablemente, si quiere generar algún tipo de ritmo, debe acudir a la repetición. Dicho de otro modo, cualquier obra minimalista reúne las características formales de una máquina. Hay en todo minimalismo una cierta atracción fatal por la tecnología. Y, sin embargo, resulta difícilmente integrable en los procesos maquínicos por su carácter absolutamente contrario a la economía imperante. Se opone, en efecto, al principio fundamental de nuestra economía de mercado: la acumulación material de bienes. Pero, además, la austeridad en los presupuestos exige la utilización de materias primas nobles o producto de la última tecnología, cuando no de acabados absolutamente perfectos como sólo puede conseguirse mediante la intervención de artesanos. Si, efectivamente, “menos es más”, si deben utilizarse formas mínimas pero con un máximo de capacidad expresiva, entonces ésta debe recaer sobre los propios materiales. Piénselo, si en lugar de tener dos docenas de pares de zapatos hubiera de quedarse con un solo par, ¿no se compraría los mejores que pudiera encontrar, los que, a la vez, resultasen cómodos, resistentes, elegantes, capaces de decir algo de Ud? ¿Cuánto le costarían? ¿Cuánto tardaría en encontrarlos?
   Con esto llegamos a un aspecto clave del minimalismo, el aspecto con el que peor lidiaron quienes lo tomaron como eje de sus creaciones. En los escritos de Judd pueden encontrarse con frecuencia tres tipos de declaraciones. Por una parte, suele afirmar, casi citando a Husserl, que el minimalismo consiste una reducción hasta llegar a “lo esencial”. Por otra parte, dado que los materiales no se esconden, no se camuflan, no pretenden parecer otra cosa, el orden en que se disponen deviene el aspecto central de toda obra. Pese a ello, Judd considera que no puede predicarse del orden su carácter esencial, el orden tiene que aparecer simplemente como orden, no como esencia o como razón. Ante la ausencia de referencialidad, ante el silencio, ante la renuncia como acto de enunciación, la esencia buscada por el minimalismo se convierte en un punto de fuga, en un límite. Porque cuando la esencia aparece explícitamente, cuando se hace una silla carente de adornos, de ornamentación, de composición, una silla cuya naturaleza consiste únicamente en su carácter de silla, entonces, según Judd, ya no nos hallamos en el mundo del arte, nos encontramos en el mundo del diseño, mundo que siempre tuvo mucho cuidado de separar del primero.
   El problema, una vez más, consiste en buscar lo que las cosas “son”, cuando, realmente, las cosas no “son” nada. Nosotros las hacemos “ser” desde el momento en que las predicamos, les atribuimos categorías, las enunciamos. El “ser” de las cosas consiste únicamente en su devenir, precisamente aquello que jamás resulta abarcado por nuestro dichoso verbo. La reducción por tanto, no puede alcanzar esencia alguna, a menos que admitamos que ésta resulta de nuestra propia invención. Las obras de Judd, como todas las demás, se hallan sometidas al paso implacable del tiempo, ése que acaba convirtiéndolas en algo diferente del original salido de las manos de su autor pues tienen ya tantas restauraciones, tantas reparaciones, tantas reconstrucciones, que no queda ni una sola pincelada en ellas de las dadas por quien las firmó. Podremos entender muy fácilmente lo que trato de decir si nos enfocamos hacia el minimalismo existencial. Una de sus reglas básicas consiste en abandonar el apego a las posesiones materiales. Si hemos de vivir con menos de cien cosas, no sólo nos hallaremos en la obligación de dar o tirar buena parte de lo que tenemos, también habremos de irnos deshaciendo de lo que vamos adquiriendo conforme cambien nuestros intereses. Literalmente se trata de no tener más cosas de las que caben en una mochila. Si quieren se lo digo de otro modo: hay que vivir como si nos hallásemos siempre a las puertas de un viaje si no embarcados en él. La idea de permanencia, de duración en un mismo sitio, de sedentarismo, el propio concepto de esencia, resulta entonces intrínsecamente contradictorio con cualquier pretensión minimal. Producir la máxima expresión con los elementos mínimos implica seguir diciéndole cosas a los que han de venir, pero eso resulta imposible de conseguir si se aspira a expresar siempre la misma esencia. Como lo ha puesto de manifiesto la crítica de autores como Tadao Ando o Eduardo Souto de Mora a la construcción de edificios iguales en cualquier parte del mundo, una arquitectura verdaderamente minimal debe aspirar a la desaparición o, al menos, al cambio, a que su entorno la fagocite. Ahora podemos entender el sentido de toda esa arquitectura de minismalismo high-tech construida para dotar de una imagen reconocible a una ciudad, para configurar definitivamente su urbanismo, para convertirse ella misma en icono. Ciertamente, constituye una expresión máxima, la máxima expresión de un disparate.

domingo, 14 de mayo de 2017

Ahora que Macron ha ganado.

   Emmanuele Macron es el hombre que quiso estudiar filosofía antes de dedicarse a la política, es el presidente de la república francesa más joven desde Napoleón, es el héroe victorioso que, en solitario y sin más armas que su talento, derrotó a la malvada hidra de mil cabezas, es la persona que ha provocado un terremoto de tal magnitud que el sistema tradicional de partidos en Francia se desmorona. Tuvo la suficiente visión como para saber que había llegado su momento cuando nadie apostaba por él. Representa el europeísmo, la moderación, la vuelta de las buenas maneras. Pero ahora que Macron ha ganado, ahora que el europeísmo respira aliviado, ahora que sólo nos queda restañar las heridas del Brexit, recuerdo las declaraciones de Heinz-Christian Strache, líder del ultraderechista FPÖ, cuando su secuaz, Norbert Hofer, perdió, por 31.000 votos, las elecciones presidenciales austriacas en diciembre pasado: “Hofer quería un cambio positivo y el sistema se ha impuesto”. Macron, como Hillary Clinton, como Mark Rutte, es, ante todo, un hijo del “sistema”. Ingresó en el Partido Socialista Francés con 24 años y en la administración pública tras pasar por la ENA como toda la élite política del país vecino. No tardó mucho en abandonar su cargo en el Estado para fichar nada menos que por la banca Rothschild. Allí, aprovechando los conocimientos y los contactos de la familia de su mujer, medió entre lucifer y el demonio, es decir, entre Nestlé y Pfizer, en una bonita operación financiera que lo hizo millonario. A partir de ese momento las puertas del Elíseo estuvieron abiertas para él, primero con Sarkozy y después con Hollande. A ministro llegó de la mano del otrora presidenciable Manuel Valls. 
   Para nadie constituye un secreto que es el preferido de Hollande, de los empresarios, de los Rothschild en particular y de los banqueros en general. Su europeísmo no va más allá de la defensa del mercado único, su liberalismo no pasa de lo económico, su centrismo es la consecuencia lógica de que derecha e izquierda apenas están separados por cuestiones de matices y su ideario político queda definido por su ambición personal. Está construyendo un partido a su medida con neófitos que irán ascendiendo o no según sea su lealtad al líder. Macron no es de derechas ni de izquierdas, es de lo que convenga o, mejor aún, es de Macron. Personifica ejemplarmente, la facilidad con que hoy se puede ser progresista mientras se hace caja. Sabe quiénes son sus amigos y los defenderá y, desde luego, no son los ciudadanos que le han votado. En definitiva, es el candidato de la continuidad, de lo mismo de siempre. Como en Holanda, como en Austria, una vez más, se ha demostrado que si la ultraderecha no existiera, habría que inventarla, es la mejor manera de que nada cambie con la excusa de “nosotros o el caos”. Y a quienes eligen el caos, ya se sabe lo que les espera: Donald Trump.
   Marie Le Pen, como Hofer, pretendía acabar con “la trama”, cambiar las cosas, aniquilar “la casta”, pero “el sistema” la dejó en la cuneta. ¿Cuál es “el sistema” contra el que luchó Hofer, Strache, Wilders, Le Pen? ¿cuál es “el sistema” que quiere cambiar Trump? En qué se ha convertido la lucha contra “el sistema” puede verse claramente si nos vamos a lo que se supone que es el otro extremo del arco político. “El sistema” es aquello contra lo que no sólo lucha la extrema derecha. Lo señaló Jean-Luc Mélenchon con su (no) recomendación de voto. También él estaba contra “el sistema” encarnado por Macron. “El sistema” a derribar no consiste en que todos los pobres sean iguales ante la ley, consiste en que haya una legislación, la europea, por encima de la nacional, dificultando que los gobiernos hagan leyes en función de las necesidades de sus amiguetes. “El sistema” no consiste en que siendo el mercado libre nadie más lo sea, consiste en que el mercado tenga derecho a esclavizar únicamente a los que tienen un determinado pasaporte y no al primero que llegue a solicitar el puesto de trabajo. “El sistema” no consiste en que quien posee el poder económico posea también el poder político, consiste en que el poder económico esté en manos de corporaciones multinacionales y no de macrocorporaciones nacionales. “El sistema” no consiste en que los campesinos de África se mueran de hambre porque no pueden competir con nuestros productos subvencionados, consiste la prohibición de subvencionar todos nuestros productos. Y, por supuesto, “el sistema”, no consiste en que el Estado (y quienes lo controlan) pueda hacer lo que quiera con sus ciudadanos, consiste en que aún existan algunos límites en su actuación. Ése es "el sistema" con el que quieren terminar desde los extremos políticos y ése es el sistema que Macron ha venido a salvar. Ahora que ha ganado, sólo nos queda, pues, seguir esperando que un día aparezca alguien dispuesto a que las cosas vayan a mejor.

domingo, 7 de mayo de 2017

Por qué me automedico.

   - Buenas tardes, doctor.
   - Buenas tardes, siéntese y cuénteme qué le ocurre.
  - Pues verá, doctor, hace unos catorce días comenzó a molestarme la garganta, eso derivó en un resfriado que me ha durado unos diez días del que me estoy recuperando, pero vuelvo a sentirme la garganta irritada.
   - Nombre y apellidos.
   - Luna Alcoba, Manuel.
   - Veamos, estuvo aquí en febrero por dolor de garganta, malestar general y mocos abundantes.
   - ¿Febrero? No recuerdo. Es posible, la verdad es que se trata del quinto resfriado que he tenido en este año.
   - Puede ser una alergia.
   - Sí, bueno, verá doctor, no es la primera vez en mi vida que tengo más de tres resfriados en un año. En otras ocasiones ya me han hecho pruebas de alergia y nunca me salió nada.
   - ¿Tiene mal cuerpo?
   - Pues no, la verdad es que con este resfriado no me ha llegado a ocurrir.
   - ¿Picor de ojos, de garganta?
   - No. La garganta me molesta y en ocasiones siento punzadas en el oído izquierdo.
   - ¿Tiene moco abundante en forma de agüilla?
   - No, los mocos que tengo son espesos, se podría cazar moscas con ellos.
   - Bien, le vamos a hacer un análisis de sangre a ver qué sale. Si los leucocitos están alterados será una alergia. Vamos a ver esa garganta. Póngase ahí.
   “¡Ah, es verdad! - pensé entonces - Me ha mandado un análisis de sangre sin ni siquiera mirarme la garganta”.
   Me miró la garganta y los oídos.
   - Pues tiene la garganta bastante irritada.
   “No, si es que tenía que haber empezado explicándole eso”, pensé.
   - Bueno, le voy a mandar una emulsión que contiene paracetamol para el mal cuerpo y un antihistamínico para el agüilla de la nariz.
   “¿Y contra el embarazo no me va a mandar nada? Como tampoco lo tengo...”
   - También le mando unas gotas para la nariz que sirven para la otitis media que puede estar padeciendo. Se me hace el análisis de sangre y vuelve por aquí en unos días.
   - Pues muchas gracias, doctor.
   En la farmacia descubrí que nada de lo que me había recetado lo cubría el seguro, 35€ del ala me dejé allí. Al llegar a casa leo los prospectos de lo que me ha mandado. En efecto, una emulsión “con sabor a chocolate”, según consta en la caja y “unas gotas para la nariz” que resulta ser un inhalador indicado contra la rinitis alérgica. 35€ tirados a la basura porque, desde luego, no me iba a tomar nada de aquello. Rebuscando por el botiquín de casa me encontré una caja de antibióticos sin usar. Apenas me tomé la primera dosis mi garganta mejoró. Al cabo de tres días había recuperado su estado natural de ser.
   La próxima vez iré a un curandero muy bueno que me han recomendado. No es que yo crea en los curanderos, pero, por lo menos te escuchan.
   Menos mal que era un médico de pago.