domingo, 2 de abril de 2017

El experimento frustracion (y 3. Pegarle a no importa quien)

   Otro experimento que aparecía con frecuencia en los libros sobre conductismo constituía, en realidad, una certera carga de profundidad contra él. En su primera fase se entrena a un sujeto, una paloma, por ejemplo, para realizar una conducta, digamos, darle a un botón. Se le recompensará con alimento cada vez que lo haga, pongamos por caso, cinco veces. La paloma se acostumbra a golpear cinco veces el botón para que le salga su comida. A continuación se la coloca en una caja de Skinner ligeramente diferente de la anterior. En ella, además del dispositivo con el botón y el comedero, habrá un congénere inmovilizado. La paloma que aprendió a golpear el botón se somete entonces a un programa de extinción de la conducta o, dicho en plata, no se le va a dar comida por mucho que golpee el botón. ¿Qué ocurre entonces?  Lo que ocurre lo describieron hace 51 años, Nathan Azrin, Donald Hake y R. Hutchinson, del Hospital Anna State de Illinois, en “Extincion-induce aggression” (Journal of Experimental Analuysis of Behavior, vol. 9, págs. 191-204). Nuestra paloma sometida a un programa de extinción golpea el botoncito cinco veces y cuando observa que no cae comida golpea al sujeto inmovilizado. Vuelve al botón y vuelve a agredir al sujeto inmovilizado y así sucesivamente. En realidad, Azrin, Hake y Hutchinson utilizaron una paloma simulada, porque Roberts y Kiess, dos años antes (Roberts, W. W. and Kiess, H. 0. "Motivational properties of hypothalamic aggression in cats", en J. comp. physiol. Psychol., 1964, 58, 187-193) habían demostrado que estos ataques llevaban a la muerte del individuo inmovilizado. Hasta tres meses después de haber aprendido la conducta de picotear el botón para obtener comida, el programa de extinción generaba agresiones. Tal y como lo enfocan Azrin, Hake y Hutchinson, el intento explicativo llevado a cabo por Skinner para fundamentar estos hechos en el experimento superstición carecía de solidez, entre otras cosas porque ellos utilizaron pichones criados en aislamiento, observándose la misma conducta. El condicionamiento operante encontraba aquí, pues, otro de sus límites. 
   Los autores del artículo consideraron que dos parámetros determinaban la naturaleza de la agresión: la brusquedad del programa de extinción y la capacidad del otro individuo para repeler la agresión. Cuanto más abrupto resulte el paso de obtener recompensa por el comportamiento a no obtenerla, mayor resulta la tasa de agresiones y lo mismo ocurre cuando la capacidad para repeler las agresiones del otro sujeto se halla disminuida por su tamaño, por su fuerza o, lisa y llanamente, por encontrarse inmovilizado. Programas en los que se iba dilatando la aparición del reforzamiento (hasta, digamos, diez golpes del botón o quince o diecisiete), convertían las agresiones en algo mucho más esporádico. Numerosos estudios han reproducido este tipo de comportamiento en ratas, gatos, monos y, por supuesto, personas. De hecho, nos hallamos ante el modelo estándar de experimentos para determinar la eficacia de medicamentos contra la agresividad: se programa una extinción brusca de un comportamiento recompensado, se le administra el fármaco al sujeto y se compara el grado de agresividad que desarrolla con el de un grupo de control.
   ¿Qué ocurriría si en lugar de en un programa de extinción nos encontrásemos en un programa de evitación de estímulos aversivos? Aquí no tenemos a una paloma que golpea un botón para obtener comida sino a una rata que tiene que pulsar una palanca para evitar una descarga eléctrica. Una vez la rata aprende a pulsar la palanca para evitar la descarga eléctrica, metemos a un congénere inmovilizado en la jaula y dejamos que la rata sufra descargas eléctricas pese a pulsar la palanca. Observaremos, una vez más, la aparición de agresiones sobre el individuo inmovilizado. Cambiemos ligeramente el modelo experimental, permitiremos que la rata siga escapando de las descargas mediante el procedimiento de pulsar la palanca y, a la vez, le presentamos un congénere inmovilizado. ¿Qué ocurrirá? En estas circunstancias, las ratas atacan al sujeto inmovilizado e ignoran la palanca a pesar de que pulsándola pueden escapar al dolor. Prefieren hacer sufrir a otro sujeto antes que dejar de hacerlo ellas mismas.
   Biológicamente, quiero decir, fuera de los planteamientos de Skinner, tales comportamientos tienen sentido. En la naturaleza, el sujeto que priva de comida o el que causa dolor  y el sujeto sobre el que se puede llevar a cabo la agresión coinciden, de modo que la agresión se muestra como un comportamiento adaptativo en situaciones de competición por el alimento, las hembras o la existencia. Experimentalmente, ambos sujetos resultan disociados y la agresión recae sobre quien no tiene culpa alguna de los padecimientos del sujeto en cuestión.  Si aquí se hallase la explicación de semejantes comportamientos podríamos entender con este modelo también que, como se ha observado, leones y chimpancés cuyo habitat natural resulta destruido por la rápida acción de los seres humanos ataquen a sus crías. 
   Pues bien, una de las características de nuestras sociedades radica precisamente en el hecho de que la responsabilidad última de los padecimientos de sus miembros se diluye en instituciones, entramados sociales o subjetividades difusas (“el Estado”, “los mercados”, “la situación social, política y/o económica”). Se puede leer en cualquier diario, por ejemplo, que el trabajo que estamos acostumbrados a hacer, ese trabajo por el que nos han estado pagando hasta ahora, puede desaparecer de un día para otro. La frustración de los individuos recae entonces no sobre el causante directo de sus males, pues tal responsable directo no resulta localizable, sino sobre quien se halla más cercano a nosotros, atado a nosotros por circunstancias familiares, laborales o, simplemente, resulta percibido como más débil, quiero decir, ancianos, niños y mujeres.

domingo, 26 de marzo de 2017

El experimento frustración (2. Superstición)

   Más o menos para cuando el conductismo llegó a Sevilla, en EEUU comenzó el hartazgo con él. Encabezaron esta revuelta las grandes corporaciones industriales. Acostumbrados a hacer juegos de números sobre la nada, no tardaron en descubrir la obviedad que se ocultaba tras las gráficas conductistas: que si querían una mayor tasa de respuesta de sus empleados tenían que pagarles más. Todas las teorías de gestión de empresa se han construido, precisamente, para evitar semejante obviedad, así que desde el mundo de la empresa comenzó a reclamarse otra psicología. Asustados por la pérdida de clientes, los psicólogos norteamericanos comenzaron a afirmar que sí, que ellos habían escrito decenas de artículos sobre experimentos con la caja de Skinner, pero que, en realidad, nunca se lo habían creído demasiado y que si se juntaban las letras de sus artículos conforme a ciertas pautas podía leerse entre líneas la nueva palabra de moda: “cognitivo”. 
   Los cognitivistas convencidos de la facultad de Sevilla que se jubilaron hace poco, enseñaban en la época en que yo fui su alumno gráficas de tasas de respuestas, programas de adquisición y extinción de conducta y técnicas de moldeamiento. Lo más parecido a Freud que mencionaban en sus clases consistía en ciertos experimentos conductistas con chimpancés. Se les mencionaba a Neisser y te escupían. Pese a todo, el conductismo sevillano hizo gala de uno de los mayores logros conductistas en todo el mundo: merced a un acuerdo con el ayuntamiento, mantuvo controlado el número de palomas de la ciudad. Por eso siempre que recuerdo cosas del conductismo, recuerdo cosas positivas y no sus ridículos planteamientos generales.
   Una de ellas constituye, en realidad, el primero de los hallazgos de Skinner. Un día le colocó a sus palomas un programa de reforzamiento de tiempo fijo y se largó para tomarse un café. En sus jaulas individuales, las palomas recibían comida, digamos, cada cinco minutos. Cuando Skinner volvió, una de las palomas daba vueltas frenéticamente en su jaula, otra subía y bajaba violentamente el cuello, otra tenía las alas abiertas, otra se hallaba rígida como una estatua, etc. La explicación resulta simple. La primera paloma daba vueltas en su jaula cuando cayó el primer grano de comida. Como consecuencia, aumentó la probabilidad de que la paloma diera más vueltas a su jaula, esto aumentó la probabilidad de que la paloma recibiera comida mientras lo hacía, lo cual aumentó la probabilidad de dar vueltas, etc. Lo mismo ocurrió con el resto de comportamientos. Aquí tenemos, pues, la razón de por qué todos tenemos unos “calcetines de la suerte”, una “pulsera de la suerte” o, en definitiva, algún género de amuleto y Skinner no tuvo dificultades para que se aceptara en lo sucesivo que el conductismo constituía la mejor explicación de todo tipo de comportamientos humanos. 
   En verdad, los principios explicativos del conductismo no bastan para dar cuenta de lo que solemos llamar “superstición”. Con su famoso experimento, Skinner demostró que un patrón de reforzamiento temporal puede llevar a la aparición de comportamientos estereotipados en palomas, por ejemplo. Llamar a eso “superstición” no deja de constituir una analogía, más o menos fundamentada, pero desde luego, nada “científicamente” comprobado. Este tipo de estrategias se convirtió en el estándar de los razonamientos conductistas, se comprobaba cierto comportamiento en los animales y, posteriormente, mediante sutiles metáforas y analogías se inducía a pensar que los comportamientos humanos se hallaban moldeados por los mismos procedimientos. Ciertamente hubo experimentos con humanos, pero lo que constituyó la práctica totalidad de la base empírica del conductismo no trataba de ellos. La fortaleza del conductismo no se hallaba, como pretendió hacernos ver, en su carácter "científico", sino en la validez de sus analogías y éstas resultaban extremadamente débiles.
   Tomemos el caso de la “superstición”, ¿puede asumirse sin más que el comportamiento de unas palomas reproduce lo que ocurre con nosotros? En realidad no. Las palomas de Skinner se criaron en un ambiente tan estable que resulta ajeno a la vida de cualquier ser humano. Recuerdo que en cierta ocasión me regalaron una pulsera de la suerte. El primer día que me la puse el café me supo a rayos, vi por primera vez un autobús de la línea 14 pasar por mi barrio, me encontré un billete de cinco euros y me chocó la indumentaria verde fosforito de cierto corredor con el que me crucé. El segundo día el café me supo tan malo como el primero, volví a ver el autobús de la línea 14, me volvió a llamar la atención el atuendo del mismo corredor y me besó una atractiva desconocida. A estas alturas Ud. ya habrá comenzado a pensar en escribirme un e-mail preguntándome dónde puede comprarse una pulserita así. Sin embargo, una paloma de Skinner la habría tirado en un intento de que el café volviera a saberle bien. Dado que tres de los eventos que he citado anteriormente resultan idénticos, la asociación debiera haberse producido con cualquiera de ellos y no con el que difería en calidad de un día a otro. Aún más, uno de esos eventos, el mal sabor del café, puede considerarse perfectamente un estímulo aversivo, por lo que si el comportamiento de las palomas de Skinner resultara trasladable a los seres humanos, desde luego, no le hubiésemos atribuido nada así como “suerte” a la pulsera. Para que quede más clara la razón, expondré lo que ocurrió el tercer día. El tercer día, el café me supo un poco mejor que el día anterior, volví a cruzarme con un corredor que me impactó y el autobús de la línea 14 me atropelló. Ahora ya pueden entender por qué llamo a esta pulsera “mi pulsera de la suerte”, porque, gracias a ella, el autobús no me mató.
   La superstición humana no puede entenderse sin tomar en consideración todas aquellas veces en que nuestros calcetines, nuestra pulsera o nuestro amuleto han coincidido en el tiempo con algo que lejos de parecernos positivo nos ha parecido extremadamente desagradable. Para entender esto necesitamos apelar a las expectativas del sujeto o, mejor aún, a su capacidad para interpretar o para autonarrarse los acontecimientos de un modo u otro, algo que, desde luego, no resulta observable.

domingo, 19 de marzo de 2017

El experimento frustración (1. Psicología de mascotas)

“Dame una centena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón— prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”
   Este famoso texto pertenece a “La psicología tal como la ve el conductista”, artículo de John Broadus Watson, con el que se inauguraba el conductismo norteamericano. Watson alcanzó notoriedad por una serie de experimentos sobre modificación de la conducta en los que mostraba la posibilidad de inducir y de eliminar miedo a los animales en un niño de corta edad, “Albert”, de quien la historia de la psicología no nos aclara si acabó como médico, artista o ladrón. Si tenemos en cuenta hasta qué punto el miedo juega un papel central en el american way of life y que la sociedad en la que vivió Watson se hallaba preñada de ideales eugenésicos, podrá entenderse fácilmente su éxito. El conductismo de Watson no se limitaba, como en el caso de Pavlov, a constatar científicamente la asociación de estímulos con respuestas. Su seña característica consiste en la voluntad de intervenir en la conducta de los sujetos, de los sujetos humanos, modificándola. 
   La estrella de Watson comenzó a declinar cuando se descubrió la relación extramarital que mantenía con su colaboradora, Rosalie Rayner. Le costó un sonoro divorcio y la renuncia a su carrera académica. De este modo, Watson no sólo inauguró el conductismo norteamericano, también inauguró la larga lista de psicólogos que se pasaron al campo del marketing, razón por la cual sus envidiosos colegas decidieron condenarlo al olvido. Así la figura de Watson se perdió en las oscuridades de la historia de la ciencia hasta que un digno heredero de sus ideas vino a rescatarlo, Burrhus Frederik Skinner.
   Tras reiterados intentos por triunfar como escritor, Skinner tuvo una idea brillante. En lugar de narrar una ficción en un libro, la construiría a través de múltiples artículos e, incluso, artefactos, en ninguno de los cuales se haría más que insinuarla. En esencia, la fabulosa historia sobre la que versaría todo consistía en la posibilidad de convertir a la psicología en ciencia, de hecho, en ciencia matemática y experimental. Se fabricarían unas jaulas especiales, a partir de entonces llamadas “cajas de Skinner”, en los cuales se encerrarían palomas, ratas o cualquier otro animalito mucho más aceptable socialmente que un niño, al menos de momento. Estos artefactos, se hallarían dotados de botones o palancas que el sujeto experimental debía manipular para obtener comida. La cuidadosa observación y anotación de las respuestas del animal constituirían a partir de ahora el objeto de estudio de la psicología. Por supuesto, con las tasas de respuesta de los animalitos, el tiempo que tardaban en darlas o en dejar de darlas, se podrían hacer todo tipo de gráficas, a las cuales se les aplicaría fórmulas matemáticas cada vez más complejas.
   Las ventajas del planteamiento de Skinner saltaban a la vista para cualquiera. En primer lugar, a cambio de la fruslería de abandonar el que hasta entonces había constituido el objeto de estudio de la psicología, precisamente la psique, se le ofrecía a los psicólogos el ansiado grial de la cientificidad. Por otra parte, un denso entramado de matemáticas cada vez más exóticas permitía ocultar el que puede considerarse uno de los primeros y más importantes méritos de Skinner y todos sus seguidores, haber hecho por primera vez en la historia psicología de ratas, palomas y demás animalitos, rama ésta, la de la psicólogía de mascotas, cada vez más en boga hoy día. Finalmente, pero no menos importante, descubrió un campo ocupacional para los psicólogos en el mundo de la economía más allá del marketing, pues para cualquier empresario resultaba obvia la analogía entre la rata que pulsaba una palanca con objeto de conseguir comida y sus operarios.
   El conductismo de Skinner se expandió como un incendio veraniego en un bosque. Pronto no se hizo otra psicología en los EEUU fuera de sus estrictas normas “científicas”. En un bonito ejemplo de difusionismo, más o menos cuando el conductismo llegó a la Universidad Complutense de Madrid, un jovenzuelo llamado Noam Chomsky escribió una reseña sobre el libro de Skinner Verbal Behavior, en el que ponía de manifiesto lo que debería haber resultado patente desde un principio, a saber, que resulta extremadamente fácil condicionar a una paloma para picotear un botón pero no para que golpee el botón con el ala. Si efectivamente unos comportamientos resultan más fáciles de elicitar que otros, entonces la explicación última de la conducta no puede hallarse al nivel de lo observable. Tiene que haber algo más, algo “interno”, "genético" o, mencionemos la palabra tabú para el conductismo, “mental”, que la explique.

domingo, 12 de marzo de 2017

Cortina de humo

   Tengo tantos años que conozco muchas historias. Conozco la historia de dos jóvenes que comenzaron a salir juntos cuando estudiaban en el instituto. Compartieron casa en cuanto tuvieron dinero para comprarla y después de unos cuantos años de convivencia, se casaron. Un día ella le dijo a él que necesitaba tiempo para replantearse su relación e inició un viaje sola. Cuando volvió, le comunicó que había conocido al hombre de su vida y que tenía cinco días para abandonar la vivienda común, porque el hombre de su vida venía de camino y su marido sobraba. El le respondió dándole un guantazo. A la mañana del día siguiente ella apareció en su lugar de trabajo contando a todo quien quería escucharla que su ya ex-pareja la maltrataba.
   Conozco la historia de quienes se jugaron el pellejo por todos nosotros, por un mundo mejor y más justo y pagaron la frustración de no conseguirlo con sus mujeres. Conozco el proceso. Al principio no resulta muy distinguible de eso que todo el mundo cree connatural al amor, los celos. Después el control asfixiante deja paso a la degradación. Pegan porque han arrasado con todo lo reconocible como persona en una mujer.
   Conozco la historia del trabajador sin cualificación alguna, que se mata a trabajar por cuatro perras y se gasta tres y media en alcohol antes de llegar a casa. Vengará su rabia contra el primero que se le cruce, preferentemente su mujer, aunque también podría tocarle a sus hijos. Conozco los rumores de las vecinas después de la paliza y los insultos que se mascullan en voz baja sin que nadie llame a la policía mientras se espera que se repita la situación. Conozco los llantos de las viudas ante la caja en la que reposa el cuerpo de su marido, lamentando su marcha, “con lo que me quería, aunque me pegara”. Conozco los intentos de suicidio de mujeres desesperadas que ya no saben cómo escapar. Conozco los golpes, los llantos, el sonido que hace el cuerpo de una mujer al caer al suelo y cómo gritan sus hijos tratando de protegerla, porque pasé mi infancia en un barrio en el que nada de eso resultaba infrecuente y en verano se dormía (o se intentaba) con las ventanas abiertas.
   Conozco jovencitas a las que pone muy cachondas que su novio la emprenda a hostias con el primer desgraciado que las ha empujado sin darse cuenta. Conozco cómo lo jalean, lo orgullosas que se sienten de él y cómo lo maldicen cuando los golpes los han recibido ellas. Conozco su concepto de amor, el que le han inculcado desde tantas imágenes y que no tiene nada que ver con una relación entre personas, sino que consiste en la pura posesión, igual que se posee un coche, un perro o una pistola. El amor aflora cuando se juguetea con otro, cuando se le hace sentir que va a perder lo que posee, cuando se lo trata como a ese niño al que hacemos rabiar fingiendo quedarnos con su peluche o su caramelo. No hay amor sin daño, sin peligro, sin muerte.
   Conozco esa pareja que ha tenido una pelea brutal y ella, de los nervios, trata de sacar el palo de una fregona por el procedimiento de tirar de él mientras pisa las tiras que la componen. El palo se desprende bruscamente y la golpea en el mentón. Cae hacia atrás e impacta contra el filo de un mueble. Medio inconsciente, sangrando, su marido la lleva al hospital. Ha parado la hemorragia, la ha reanimado, le preocupa que se haya hecho más daño del que ya aparenta. Nervioso, aturdido, trata de explicar en el triage lo que ha ocurrido. “Es un poco torpe”, se le escapa. Nadie le volverá a preguntar nada, nadie le mirará ya igual, nadie que sepa la historia volverá a sentarse a su lado. Al principio no lo entiende, pero, de pronto, cae en la cuenta. A ella la han hecho entrar sola en consulta, sabe lo que le van a preguntar y un sudor frío recorre su espalda.
   Conozco a los niños que han vivido el maltrato de sus madres de modo cotidiano. Nunca abandonarán ya el hogar familiar porque no pasará un solo día de sus vidas que no lo recuerden. Conozco cómo respiran al día siguiente de tener que declarar contra sus padres. Conozco la historia de los que tratan de huir hasta de sí mismos y la de los que, de tan acostumbrados a las palizas, consideran normal o, mejor aún, recomendable, que se les pegue a las mujeres como una forma cotidiana de relacionarse con ellas. Se los puede calificar también de víctimas de los malos tratos y no tardarán mucho en encontrar sus propias víctimas.
   Conozco a los que de verdad se creen las consignas feministas y dan por supuesto que la masculinidad tiene que ver con la testosterona, con la violencia, con el poder. Encomian tanto las virtudes viriles que uno no entiende por qué andan por ahí persiguiendo faldas. Conozco su mirada de miedo ante la posibilidad de perder lo que les han convencido que son sus privilegios y que, en realidad, apenas se distinguen de morbosas inclinaciones, miserias y mutilaciones. Resulta enternecedor ver el pánico que les genera la posibilidad de encontrar una mujer más culta, más inteligente, con un futuro profesional mejor, alguien capaz de decirles "no" o "estás equivocado", una persona en fin. De tan débiles, frágiles y delicados, no soportan compartir sus vidas con un ser humano. Quieren tener a su lado un saco de boxeo, un bobblehead, una muñeca hinchable que sólo rechine cuando la penetren. Como las feministas, ellos también creen en la magia del verbo "ser" y que ser hombre o mujer consiste en que unas propiedades asombrosas te acompañan de la cuna al féretro.
   Conozco la historia de esa mujer de 91 años asesinada, por la que se guardó un minuto de silencio y a la que se la incluyó en las cifras de violencia de género a pesar de una carta de sus hijos en la que explicaban que había sido “un acto de amor” por parte de un anciano marido que siempre la cuidó, pero que no soportaba más verla sufrir por una enfermedad de esas que no matan ni dejan vivir.
   Conozco las estadísticas que señalan que la violencia contra las mujeres se halla más extendida en países mucho más ricos, mucho más cultos que nosotros, incluso esos países que figuran a la cabeza de los resultados educativos, pero en los que el alcohol y el control social corren como la sangre por nuestras venas. Conozco las estadísticas que señalan que no hay denuncias falsas por violencia de género porque en este país poner una denuncia falsa sale siempre gratis, conozco a quienes las airean y conozco la imposibilidad de cuantificar todas las denuncias que no se presentan o que se retiran. Conozco la ufana sonrisa de los políticos de turno, esos que parecen aguardar con ansia el próximo asesinato para poder hacerse la foto correspondiente, afirmando que, gracias a ellos y a sus leyes, la violencia de género ha bajado un 7% ó un 10% ó tanto que somos el país con menos muertes por ese tema de toda Europa, como si una sola mujer asesinada no constituyera ya una cifra inaceptable.
   Conozco la bochornosa historieta que le echa la culpa de la violencia de género al machismo, a la testosterona, al patriarcado romano o a cualquier otra memez semejante, historietas de las que se deduce que los romanos llegaron a Kiruna, que existe más machismo en los países en los que las mujeres presiden los gobiernos y las iglesias o que el cuerpo produce más testosterona a partir de los treinta y cinco años, edad media de los agresores. Conozco la vergonzosa mentira de que “cualquier hombre puede ser un maltratador”, la sueltan muy a menudo quienes se escandalizan cuando oyen que “cualquier musulmán puede ser un terrorista”, o que “cualquier extranjero puede ser un criminal”. No encierra más que la falta de voluntad para buscar la verdad.
   Tenemos una ley que incita a denunciar sin fundamento, pero que no ayuda a denunciar a quien realmente teme por su vida o la de sus hijos. Tenemos una ley que convierte a cualquier hombre en sospechoso, que elimina en la práctica el respeto a la presunción de inocencia y que así va preparando el camino para abolir tan obsoleta garantía de las libertades individuales. Y, sin embargo, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos a jueces y fiscales que, aplicando rigurosamente la ley, juzgan, condenan y firman órdenes de alejamiento que la policía no tiene tiempo de supervisar, haciéndonos llegar a la obvia conclusión de que los problemas sociales se solucionan con más policías, más fuerzas del orden, más coacción estatal. Y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos al Estado metido en las casas, en medio de las familias, entre las sábanas y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos decenas de asociaciones feministas financiadas con dinero estatal que, casualmente, reivindican el aumento del control del Estado sobre los ciudadanos, mientras sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos montones de estómagos muy agradecidos en nuestras universidades que realizan estudios de género, que visibilizan a las mujeres en la ciencia, en la música, en las artes, pero, curiosamente no en los campos de exterminio, en los centros de tortura, en los genocidios, para así acostumbrarnos a la idea de que no hay hechos históricos, únicamente hay las interpretaciones que el poder quiera subvencionar. Y, mientras, sigue habiendo asesinatos de mujeres.
   ¿En serio que a nuestros políticos les interesa la violencia de género? ¿En serio que a todos esos/as expertillos/as en los efectos de la testosterona les interesa la violencia de género? ¿En serio que alguien quiere erradicar esta lacra? ¿En serio que alguien quiere saber la verdad? Más allá de las mujeres que ayudan cada día a las maltratadas, más allá de quienes se juegan la vida interponiéndose entre un agresor y su víctima, más allá de quienes quieren construir un nuevo concepto de masculinidad, sólo hay cortinas de humo que tratan de ocultar la incómoda verdad, el mal del cual la llamada violencia de género constituye mero síntoma. Actúen contra todas las formas de atontamiento social, empezando por el consumo de drogas y alcohol, actúen contra el riesgo de exclusión social, contra la idea de anteponer la competencia entre individuos al respeto mutuo, contra este nocivo concepto de propiedad que tenemos y que iguala posesiones y relaciones humanas, contra todos los elementos de control que hacen de nuestras muy libres sociedades remedos de sociedades carcelarias y habrán acabado con la violencia de género. Pero claro, si hicieran eso, no sólo habrían acabado con la violencia de género.

domingo, 5 de marzo de 2017

   El texto que debía ver la luz hoy excede las dimensiones habituales, no puede ser cortado en dos partes y necesita de un último repaso. Queda pues aplazada su publicación hasta el próximo fin de semana.

domingo, 26 de febrero de 2017

Plañideras

   En el siglo V a. de C. Atenas era una floreciente democracia, los hombres (no las mujeres) libres (no esclavos), descendientes de las familias fundadoras de la ciudad (no los "extranjeros"), tenían derecho a dar su opinión sobre los asuntos públicos. Rápidamente las clases adineradas se dieron cuenta de que si querían ostentar un poder equiparable a su bolsa, resultaba necesario convencer a sus conciudadanos de cosas que, obviamente, no coincidían con el interés de la mayoría. Durante una o dos generaciones, se dedicaron a esta labor con más o menos éxito, pero esta refriega sirvió para convencerles de que habrían de dejar a sus hijos mucho mejor preparados para semejantes lides. Así comenzaron a llegar a Atenas una serie de hombres de enorme cultura con la finalidad de enseñar a los hijos de las familias pudientes el arte de embaucar. A estos presuntos sabios se los conoció como “sofistas” y todos cuantos enseñan su historia hacen lo posible por barrer bajo la alfombra el hecho de que su labor formó parte de una estrategia de quienes tenían el poder económico por quedarse con todo el poder o, por decirlo de otro modo, formaron parte de una estrategia para volver del revés los fundamentos mismos de la democracia ateniense. Al servicio de los ricos, como forjadores de políticos de casta, los sofistas enseñaron que no había verdades absolutas, que las leyes escritas de una manera podían haberse redactado de cualquier otra y que el relativismo cultural era mucho más democrático.
   Sabedor de lo que venía ocurriendo, Sócrates se opuso a la sofística realizando un cuidadoso sabotaje de su sistema productivo de élites dirigentes. Como buen saboteador, utilizó las mismas herramientas que utilizaron los sofistas para la manufactura de sus productos: la erudición, el diálogo, la ironía, la paradoja...y la gratuidad. Si los sofistas hubiesen existido en los tiempos de la propiedad intelectual, hubiesen comercializado libros, audios y hasta vídeos a los que Sócrates habría pirateado para que todos pudieran acceder a la sabiduría sin necesidad de pagar. Pero, antes que cualquier otra cosa, Sócrates estableció que existía una cosa llamada “verdad” y que nadie, por muy bien que supiese argumentar, por mucho que hubiese nacido en otra época o cultura, por más rico o pobre que fuese, por muy duchamente que utilizase el tergiversador arte de interpretar, podría ignorarla. Si esta idea de la verdad hubiese sido indiferente a las pretensiones políticas de mangonear sin restricciones, si el sabotaje no constituyese el arma perfecta de lucha contra los poderes establecidos, si la gratuidad del saber hubiese sido la pretensión universal de todos los gobiernos que en el mundo han ejercido el poder, nadie hubiese estado interesado en matar a Sócrates.
   La democracia que conoció Platón estaba ya viciada desde la base. Al pueblo se le contaba lo que quería oír, con independencia de que tuviese algún remoto parecido con la verdad o no, el único objetivo de los gobernantes era el enriquecimiento personal o familiar y, lo que sólo podía entenderse como una consecuencia de todo lo anterior, Atenas había sido vencida y humillada por su eterna rival, Esparta, sin que se vislumbraran nuevos tiempos de gloria en el futuro cercano. Platón clamó no contra los que habían hecho de la democracia aquello en lo que se había convertido, que, al fin y al cabo, formaban su entorno familiar inmediato, sino contra la democracia misma, en cuyo funcionamiento no encontró mecanismo capaz de frenar el devenir que había acabado por arruinarla.
   Muchos de los que enseñan filosofía sin entenderla se creen de verdad la paparruchada de que Nietzsche fue el anti-Platón y como Platón criticó a los sofistas, los memos de turno consideraron que había llegado la hora de reivindicarlos en nombre de Nietzsche. Así pudimos contemplar la burda comedia de unos supuestos “progresistas”, gloriando las reaccionarias estratagemas de los ricos de siempre contra el poder del pueblo. Ser moderno estaba pasado de moda, había que ser posmoderno. Se sacaron a pasear los huesos de Nietzsche, se lanzaron confetis en los que podía leerse: “no hay más que perspectivas”, “la verdad ha muerto”, “todo es relativo”, “el mundo está lleno de inconmesurabilidades”, “el tema del futuro: los distintos tipos de racionalidad”. El relativismo de los sofistas vendidos al poder, el escepticismo del Pirrón que combatió por el imperio, se convirtieron en la insignia de los nuevos demócratas, de los “progresistas”, de una izquierda que nunca pretendió cambiar nada más que de coche, casa y amante.
   Si hubiesen leído de Nietzsche algo más que la contraportada de sus libros, se hubiesen encontrado retratados a sí mismos por Zaratustra allí donde éste habla del “último hombre”, también conocido como el ser más despreciable de la tierra. El último hombre pregunta qué es amor, creación, anhelo, estrella y la única respuesta que puede dar a estas preguntas es un parpadeo. Como buen pulgón, es el que más tiempo vive, el que ha inventado la felicidad a base de un sano escepticismo rebozado en relativismo con unas gotitas de sabia inconmensurabilidad. El último hombre ha abandonado las comarcas donde era duro vivir pues necesita calor, necesita comodidad, necesita mandos a distancia. Un poco de maría de vez en cuando para tener sueños agradables y un buen tiro de coca o de sedantes al final, para tener un morir agradable, he ahí las herramientas de su lucha contra lo dado. 
“La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas”.
   Pero Zaratustra tuvo que parar su discurso, pues los posmodernos lo interrumpieron gritando:
«¡Danos ese último hombre, oh Zaratustra, haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!” 
Y es que Zaratustra, Nietzsche, no amaba a los sofistas, no amaba el poder al que ellos servían, ni hubiese amado a toda esa cohorte de blandengues que ahora enarbolan su bandera. Sin duda, los hubiese considerado a todos ellos tontos útiles, pero no su fin.
   Pues bien, ya tenemos al último hombre en la Casa Blanca, tenemos a un Calicles, a un Alcibíades, a un dignísimo representante del relativismo, del escepticismo y de todos cuantos se opusieron históricamente a la idea de que existiese algo así como una verdad, ostentando el poder de la primera potencia mundial. Ahora, por fin, los posmodernos, los hermeneutas, los defensores de las racionalidades múltiples, de las inconmensurabilidades, de la positividad de las leyes, pueden ver en qué culminan todos sus esfuerzos, todas sus campañas, todos los cuidados eslóganes que han estado esparciendo a los cuatro vientos sin encontrar jamás un hecho que pudiera fundamentarlos. ¿A qué esperan para restregarnos por la cara su éxito? ¿A qué esperan para brindar por la eterna vida de su amo? ¿Es que ni siquiera tenían fuerza para querer esto? ¿Es que ni siquiera llegaron a comprender para quién trabajaban? ¿Es que ni siquiera se enteraron de a quién estaban sirviendo? Pues, en tal caso, permitidme que os diga que habéis equivocado vocación, lo vuestro jamás fue la filosofía, el único oficio acorde con vuestros talentos es el de plañideras: llorar por un cadáver que nunca llevó vuestra sangre.

domingo, 19 de febrero de 2017

Del buen vivir (2 de 2)

   Suele considerarse habitualmente que el cristianismo, tradición ajena al pensamiento griego, vino a lapidar lo que éste había aportado al mundo romano. Como resulta habitual, la realidad no es tan simple. Para empezar, buena parte de lo que llamamos Antiguo Testamento, fue redactado en épocas en las que el pensamiento hebreo había entrado en profuso contacto con el mundo griego. Por otra parte, lo que hoy día entendemos como “cristianismo” no procede de las prácticas, creencias y enseñanzas de romanos conversos sino de fuentes tan embebidas en las enseñanzas de la Grecia clásica como San Agustín y Santo Tomás. La esencia griega de Santo Tomás resulta tan palmaria que si en su época hubiesen existido los derechos de autor, habría terminado en la cárcel y no en la santidad. Nada hay en Santo Tomás que no estuviese antes en Aristóteles, así que no nos detendremos en él.
   En un sermón cuyo título parece sacado de los anuncios de contactos (“Sobre la disciplina cristiana”) San Agustín dedica al tema el apartado intitulado “Qué es vivir bien”. “Vivir bien” para San Agustín no es nada diferente de lo que hemos visto en Aristóteles, los estoicos, los escépticos y, sobre todo, los epicúreos, de hecho lo concibe como una consecuencia de vivir virtuosamente. Se separa de los griegos en dos puntos muy significativos. Primero, para San Agustín, el vivir bien no exige comodidades materiales como lo demuestra la cita de dos pésimas inversiones financieras mencionadas en Mateo 13, 44-46. Segundo, los preceptos para vivir bien deben estar comprendidos en un mandato breve y claro porque todos y no algunos, como querían Aristóteles y los helenistas, deben vivir bien. Huelga decir que San Agustín está asumiendo la identidad entre vivir bien y vivir cristianamente, esto es, Dios nos exige vivir bien. El buen cristiano se halla, pues, libre de miedos, temores, angustias y amenazas. Su vida es feliz, alegre, despreocupada. Aún más, la buena vida, lejos de ser momentánea, dura para siempre. El buen vivir para todos y en todo momento parece ser la base del cristianismo de San Agutín. A partir de aquí no encontraremos nada diferente de lo que hemos visto en Epicuro, incluyendo la idea de que sólo quien ha aprendido a vivir bien puede morir bien. ¿En qué consiste este buen vivir que podemos disfrutar todos, que, por tanto, debe poder resumirse en un mandato claro y simple y que complace a Dios? Esencialmente en el amor, en el amor a Dios y el amor al prójimo. El amor, dice San Agustín, es la base de la buena vida, entre otras cosas, porque si este amor es un amor conforme a los preceptos divinos, aleja de nosotros cualquier posible dolor. 
   Lo que realmente supuso una transformación decisiva en el asunto que estamos indagando fue el surgimiento del capitalismo. ¿Cómo se iba a conseguir que la masa de trabajadores que necesita tal sistema productivo, se sometiesen a la esclavitud temporal mientras mantenían como objetivo de sus vidas vivir bien? Aún más, cuando el capitalismo de producción se convirtió en un capitalismo de consumo, ¿cómo se podría conseguir que los sujetos comprasen estando convencidos de que, antes de cualquier compra, ya vivían bien? Se trató, precisamente, de lo contrario. Una sociedad de consumo sólo resulta sostenible si convence a los individuos de que no viven bien y que sólo vivirán bien el día que compren todo lo que se fabrica para ellos, algo, por definición, irrealizable. Se nos ha inculcado, por tanto, que vivir bien, en el sentido griego de la expresión, no está a nuestro alcance, de hecho, ni siquiera constituye un objetivo legítimo. No debemos centrar el objetivo de nuestras vidas en vivir bien, sino en "vivir mejor", astuta expresión que omite sistemáticamente el término con el que se realiza la comparación. Así nos hemos quedado todos, persuadidos de que no vivimos bien y ufanos de "vivir mejor" que... nuestros abuelos, los negritos de África o los pobres de Calcuta. Después uno viaja a Calcuta, a África o, más simple aún, le pregunta a sus abuelos y descubre que la gente es feliz con mucho menos, incluso más que nosotros y se nos queda esa cara de tontos que no entienden nada.
   Ahora podemos comprender el panorama actual. La pregunta por el buen vivir no constituye el eje central de ninguna de las teorías éticas contemporáneas si es que puede decirse de alguna de ellas que toque el tema aunque sea tangencialmente. La inmensa mayoría se centra, por contra, en la búsqueda de los procedimientos adecuados para que alcancemos un consenso en torno a la cantidad de mala vida que ha de tragarse cada uno. Ningún filósofo político actual se atrevería a afirmar que la legitimidad de un Estado radica en garantizar que sus ciudadanos vivan bien. No hay Estado que justifique su existencia en que pueda proporcionarle una buena vida a sus ciudadanos. Ni siquiera hay un proyecto político que  diga centrar sus objetivos en una vida buena. A lo sumo (¡cómo no!), se nos engatusa con la posibilidad de “vivir mejor”. 
   Hasta tal punto nos hallamos en el polo opuesto de la cultura clásica que una parte significativa del progresismo ha elegido como bandera no el “vivir bien”, sino el “morir bien”. El Estado, lejos de garantizar la buena vida de sus ciudadanos, debe garantizar su buena muerte. Ya no se trata de que una muerte buena sea consecuencia de una vida buena, se trata de que si uno muere bien es porque su vida, de un modo u otro, ha sido buena. Invirtiendo los razonamientos epicúreos se nos catequiza con que saber morir libera de los temores que nos embargan durante la vida o, mejor aún, se nos propone que aceptemos la buena muerte ya que nadie es capaz de vivir bien. Morir bien, y no vivir bien, es el máximo logro al que se nos permite aspirar si somos lo suficientemente progresistas como para querer cambiar las cosas. Porque, insisto, vivir bien ya no es un objetivo legítimo de los seres humanos. Muy al contrario, “vivir bien”, se ha convertido en motivo de reproche. Cuando decimos de Fulanito Detal que “vive muy bien”, cuando alguien nos dice “vosotros vivís muy bien”, no se está reconociendo la sabiduría de haber encontrado el camino para alcanzar el máximo objetivo de cualquier ser humano, se nos está echando en cara un egoísmo que no casa con aquel de quien procura las virtudes públicas, que no resulta subsanable por ninguna mano, por muy negra u oscura que sea, se nos está echando en cara, en definitiva, atentar contra el modelo productivo. La buena vida, la vida que persiguieron Aristóteles, los helenistas e incluso autores cristianos como San Agustín, se ha convertido en el reverso oscuro, en lo impensable, en aquello cuya exclusión sistemática constituye el fundamento mismo de la sociedad en la que vivimos.