domingo, 17 de abril de 2016

Por qué soy pirata (1. El autor de los derechos)

   Decía Marx que las declaraciones de derechos (de Virginia y de la Constitución francesa de 1791), eran puramente formales, pues enunciaban derechos universales que, en realidad, sólo valían para unos pocos. Había así un derecho a la reunión... para todos aquellos que tuvieran dónde reunirse; un derecho a la expresión... para todos aquellos que tuvieran dónde expresarse, etc. etc. La declaración de derechos humanos de 1948 no escapa a esta crítica. En su artículo 27, punto primero, deja muy claro que toda persona tiene derecho a gozar libremente de las artes, pero inmediatamente después, en el punto segundo, especifica que, en realidad, no todo el mundo tiene ese derecho. Únicamente quienes puedan pagar las tasas que correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas a su autor, podrán ejercitar semejante derecho. Es obvio que quien ha creado algo único e irrepetible, quien ha realizado una aportación a la humanidad que, de un modo u otro, contribuye a hacer de la vida de sus miembros algo mejor, merece una recompensa. Cosa muy distinta es que esta recompensa tenga que ser material. Sin duda, los herederos de Albert Einstein, de don Santiago Ramón y Cajal o, llegados el caso, de Edward Witten, reivindicarán un canon por cada uso de sus hallazgos. Sin embargo, todos aceptamos que el citar sus nombres cada vez que se hace uso de uno de sus logros implica ya suficiente reconocimiento como para no tener que añadirle un cierto porcentaje de beneficios. ¿Se imaginan qué ocurriría con la ciencia si impusiésemos un canon por el uso de descubrimientos? Los científicos pobres tendrían que reelaborar sus pruebas y demostraciones desde cero, como si la humanidad no hubiese hecho progreso alguno en el último siglo. ¿Cuál sería el ritmo de avance de la ciencia entonces? Pues bien, esta disparatada situación es la que se viene produciendo desde que se ha hecho de cualquier producto cultural, ante todo, una simple mercancía.
   Uno de mis primeros recuerdos es el mapa contenido en un compendio de historia que compró mi padre llamado Atlas histórico mundial. En una bella ilustración del difusionismo mostraba el surgimiento y posterior expansión por toda Europa del vaso campaniforme. ¿Se imaginan que el creador del vaso campaniforme lo hubiese patentado? ¿que hubiese ejercido semejante derecho el inventor de la rueda, que se hubiese aplicado sobre el procedimiento para crear fuego, que el primer pintor rupestre o el primero de nosotros en taparse con pieles hubiese exigido derechos de autor? ¿Dónde estaríamos ahora? ¿Habríamos salido de las cavernas? No, porque para construir una cabaña también habría que pagarle al primer arquitecto de las cañas y el barro. En realidad, resulta superfluo que usen su imaginación, basta que consulten un libro sobre la Edad Media. Durante buena parte de ella, los gremios ejercieron un control absoluto sobre la producción técnica de modo muy parecido a como hoy día intenta hacerlo la industria cultural sobre sus producciones. Nada que no estuviese autorizado por el gremio correspondiente podía ser vendido en mercado o plaza alguno. El resultado fue uno de los mayores estancamientos que se ha producido en la historia de Europa. 
   Las culturas son entidades que viven de la asimilación, de la integración de lo ajeno. Copian, pegan e imitan. Lo contrario de esta labor es una cultura pura, es decir, muerta. Durante la práctica totalidad de la historia de nuestra especie, el mundo cultural ha sido, literalmente, un salvaje Oeste en el que quien hallaba una mina tenía por única seguridad que no le pertenecería durante demasiado tiempo. Sin embargo, nosotros hemos creado una élite cultural que aspira, por encima de todo, incluso del papel que debería corresponderles como intelectuales, a ser clase media gracias a los productos de su ingenio y cualquier Dan Brown del tres al cuarto se cree con derecho a conseguir lo que no pudo conseguir Miguel de Cervantes, vivir de lo que escribe. En tanto que aspiración humana me parece tan legítima como cualquier otra. Lo que ya no me parece legítimo y sí, directamente, una monstruosa estafa, es que bajo la capa de los derechos de autor se acurruque una industria cultural que jamás está a favor de más del uno por ciento de los creadores y que castra, lamina y amputa cuanto de creatividad hay en el resto. Porque, si a las cifras hemos de atenernos, los derechos que el capitalismo reconoce a los autores de una obra cualquiera, los derechos en cuyo nombre vociferan quienes acusan a los piratas de dejar a lo mejor de nuestra intelectualidad sin el pan para sus hijos, rara vez sobrepasan el 7% del precio total del libro o disco, mientras ellos, los que tan valerosamente defienden los derechos del creador, le expropian por contrato el 93% restante. Ciertamente, puestas así las cosas, no merecen el nombre de piratas o de delincuentes quienes le birlan a los creadores el exiguo porcentaje que les corresponde, sino quienes les chantajean con que sus obras no verán la luz si no renuncian, previamente, a la práctica totalidad del beneficio que les corresponde.

domingo, 10 de abril de 2016

¡Comprad! ¡Comprad, malditos!

   Como ya creo que he explicado, el gran problema de nuestra época se llama “más”. Estamos convencidos de que la seguridad pública se soluciona con más policías, los atascos con más carreteras y los problemas de sanidad con más hospitales. Pero, claro, ¿por qué quedarse ahí? Se puede salir de cualquier crisis trabajando más, nos daría tiempo de cumplir con todas las exigencias que acarreamos si el día tuviera más horas, dejaríamos satisfecha a nuestra pareja si tuviésemos un pene más grande y, por encima de todo, seríamos felices si tuviésemos más dinero. Aquí ya podemos ver el absurdo principio con el que funcionan nuestras cabezas. Si trabajamos más contribuiremos a acrecentar cualquier crisis deflacionaria, como es esta de la que vamos sacando cabeza. Si el día tuviera más horas también tendríamos más exigencias diarias. Y si tuviésemos un pene más grande, lejos de dejar satisfecha a nuestra pareja, le causaríamos daño. La solución nunca es más, siempre es “de otra manera”. Pero, como digo, hemos sido educados de un modo tan ridículo que no podemos concebir la felicidad si no es como la compra indefinida de cosas por muy inútiles que nos resulten. Así es como han llegado hasta nuestros hogares el porta shampoos que se pega en los azulejos, ese corpiño tan sexy que ya le apretaba al maniquí, la sartén de dos lados para hacer la tortilla, unos palos de golf a muy buen precio, la bañerita con burbujas para los pies y el cepillo de dientes eléctrico.
   Sin embargo, Internet ha significado un nuevo salto hacia delante del capitalismo porque ya no se nos pide que consideremos imprescindibles cosas que no necesitamos ni por asomo, no se trata de que compremos más allá de nuestras posibilidades económicas y de almacenamiento, ni siquiera se trata de crear en nosotros necesidades, el siglo XXI es el siglo de comprar no importa qué. La época en la que se fabricaba lo que necesitábamos, la época en la que se fabricaban nuevas necesidades, han periclitado. Empezamos, por fin, a querer aquello que no podemos necesitar porque ni siquiera sabemos que existe. 
   Van a ver qué historia más curiosa. Les voy a explicar el absurdo modo en que les timarán y, cuando lo hayan leído, Uds. mismos irán como locos a intentar por todos los medios que les timen.
   La teoría es muy simple, se trata de hacer pagar a la gente por cosas que no quieren porque no las conocen. Es más, no se trata de que compren a ciegas, es que van a comprar a ciegas lotes enteros. Todavía peor, no van a comprar a ciegas lotes de productos, lo van a hacer todos los meses o, al menos, durante algunos meses. Y, por increíble que les parezca, la cosa no ha terminado aún, es que lo que van a comprar Uds. son productos que las empresas fabricantes no tendrían el menor problema en dárselos gratis a cambio de lo que van a hacer de todas las maneras después de pagar, esto es, ofrecerles un feedback, acerca de qué les ha parecido. ¿Pagaría Ud. por esto? Vamos a verlo.
   El modo en que esta descabellada idea se lleva a la práctica  (y con enorme éxito), consiste en segmentar a la población creando nichos extremadamente pequeños y aislados geográficamente. Se trata de entusiastas lectores de novelas de misterio en inglés, de fanáticos de los minions, de amantes de los juegos electrónicos antiguos, de frikis del merchandising,  de seguidores de los superhéroes, o de interesados en el veganismo, cansados de comer siempre lo que encuentran en los supermercados y que quieren una alimentación mejor para ellos y su familia. En realidad todo vale, incluso se puede buscar un nicho constituido por los apasionados/as de las “cositas monas de Japón y Corea”. Una vez el nicho ha sido localizado hay que fijar firmemente en él el tubo por el que se van a tragar cuanto les lleve. El modo ideal son esa infinidad de bloggers y videobloggers que, como quien no quiere la cosa, irán descubriendo la existencia de estas selectas empresas y desvelarán ante las cámaras las espontáneas emociones que causan los paquetitos que reciben los elegidos en cuestión. Ya sólo falta empaquetar el producto que se le va a hacer tragar y enviárselo al cliente, eso sí, no dando la menor pista de qué contiene o sólo algunas sutiles indicaciones, con frecuencia falsas, para que todo quede como un maravilloso regalo personalizado y sorprendente, alejando de la mente de cualquiera que, en realidad, lo que ha recibido es el manido sobrecito con estampitas. Porque los “productos que siempre valen más que” los 20, 40 ó 50€ de la suscripción, son simples muestras, más o menos gratuitas, de productos que las diferentes marcas están intentando introducir en el mercado, restos de stocks o, simplemente, cosas invendibles de no ser por este artero procedimiento. Ciertamente, cuando Ud. intente volver a comprarlas, le costarán más de lo que han pagado por el paquete entero, pero para quien empaqueta, el coste es cercano a cero aparte del trabajo empleado en seleccionarlos y la comisión del blogger de turno. Aún así, no deja de haber quien cobra gastos de envío...
   Y ahora sí, aquí tienen su lista para que les timen en condiciones:
  Geek y merchandaising: Loot Crate, Hypercrate, NedblockZbox, WoloboxHerobox
   Cosméticos: Essentia box, BirchboxBodybox.
   Alimentación: Organico boxSmile boxBestowed
   Cositas monas: Kawaiibox
   Videojuegos: Myretrogamebox.  
   Chucherías: Freedomjapanesemarket.
   Vino: EnoloboxVinaco, Riojabox
   Calzoncillos: Machopack.
   Mascotas: MiguitasMascoticlub.
   Sexo: Sensualissimo, Surprisex.  
   Libros: Hello subscriptionOwl Crate.  

   Bueno, me imagino que ya nadie seguirá leyendo por aquí, así que aprovecharé para explicar un par de cosas. En primer lugar que la lista está sin comentarios de ningún tipo porque no he cobrado nada por hacerla, me he limitado a ir poniendo lo que he ido encontrando por ahí. La segunda cuestión es que ya saben qué deben pensar de quienes afirman que las empresas, el mercado o el capitalismo están para satisfacer las necesidades de los seres humanos. Para satisfacer sus necesidades está su pareja, el resto tendrán suerte si sólo es un fraude. Por último, debo señalarles que estamos en las puertas del futuro. El siguiente paso serán las cajas verdaderamente sorpresa, a las que uno se suscribirá y no llegarán invariablemente un día concreto del mes, de hecho, habrá meses en los que no lleguen y meses en los que nos vengan dos o más. Eso sí, seguiremos pagando. Pero el modelo ha venido para extenderse. La época en que había anuncios que nos desglosaban las características de los productos está a punto de desaparecer. De hecho, ni siquiera se intentará convencer a los compradores, se intentará despertar en ellos actitudes sin dirigirlas hacia ningún objeto en concreto. Compraremos versiones elementales de coches que serán poco más que una carrocería con volante y ruedas. Después, conforme vayamos pagando las cuotas, obtendremos la posibilidad de implementarlo con gadgets y tuneos sorpresa. Por fin, el unboxing sustituirá a los anuncios, el packaging al marketing, el marketing al producto y la página web a la marca. Estaremos ya sólo a un paso del objetivo final del capitalismo: hacer que sacrifiquemos nuestras vidas por intangibles, por esperanzas, por ilusiones, por sutiles bocanadas de vacío. 

domingo, 3 de abril de 2016

Estupidez artificial

   Difícilmente olvidaré mi primer viaje a Lisboa. No perdura férreamente marcado en mi memoria por la melancólica belleza de la capital lusitana que tanto me impresionó, más bien está en ella porque hice aquel viaje en coche, desde Sevilla hasta Lisboa, entrando por Huelva. Apenas traspasé la antigua frontera me sorprendió lo ancho de los arcenes. Muy pronto entendí por qué. Un vehículo que venía adelantando en dirección contraria, me hizo ráfagas para que me echara al lado y lo dejara pasar. Unos cientos de kilómetros más adelante, había un embotellamiento producido por obras en la carretera. Ibamos en primera, formando una larga fila de vehículos. Pues bien, del final de la fila apareció un coche que fue adelantándonos a todos y acabó metiéndose en el hueco que yo dejaba con el coche de delante para no chocar con él, a la sazón, del tamaño de una silla. Pero lo mejor ocurrió en la propia capital. Estaba parado esperando que un semáforo se pusiera en verde y llegó por detrás un coche echándome las largas para que me lo saltara. Por eso, cada vez que oigo hablar de inteligencia artificial y de coches autónomos pienso en Portugal. Al coche de Google se le fundirían los circuitos allí. Me gustaría verlo funcionar no por las cuadriculadas calles de California sino por las de Nápoles. O, algo aún más simple, ¿cómo se portaría en España? Hay que recordar que aquí la señal luminosa naranja de los semáforos precede a la roja. El código de circulación explica claramente que ambas son equivalentes y que un semáforo naranja indica la obligatoriedad de pararse. Sin embargo, lo normal es que el conductor español acelere al ver esta luz para impedir que le pille el rojo, comportamiento que, por otra parte, tampoco se realiza siempre. ¿Cómo se las apañaría el coche de Google? En general estos coches tienen una serie de problemas que se pueden resumir en uno muy típico: como es natural el coche autónomo tiende a mantener la distancia de seguridad con el vehículo que le precede, pero esta distancia es interpretada por el resto de conductores como hueco suficiente para intercalar su coche entre ambos, lo cual genera continuos frenazos en el coche “inteligente”. Y es que hay algo extremadamente contradictorio y erróneo en la “inteligencia artificial”. 
   Cuando se habla de “inteligencia artificial”, al menos desde Turing, se está pensando que la “inteligencia” es algo separable de la carne y que, por tanto, puede reproducirse en cualquier otro soporte, incluyendo el silicio. El núcleo mismo de la computación moderna fue la separación entre software y hardware y el supuesto de que un mismo software podría correr sobre hardwares diferentes. Se olvida de este modo que los seres humanos no tenemos otro software que la interconexión misma de nuestro hardware, que no hay nada más soft que ese órgano gelatinoso que es nuestro cerebro y que el cerebro no es el único órgano de procesamiento de información que tenemos. Si lo quieren se lo digo en una frase: nuestra inteligencia no puede ser replicada en silicio. En el silicio se puede grabar algo que podemos identificar como comportamiento inteligente porque no somos capaces de definir la inteligencia. Pero ese comportamiento "inteligente" no es humano. En consecuencia, la interacción entre inteligencia artificial y seres humanos, necesariamente se va a mover por unos derroteros muy diferentes a la interacción entre seres humanos. El ejemplo último de esto que vengo diciendo lo hemos tenido esta semana con Tay.
   Tay ha sido un ensayo de chat bot dotado de IA por parte de Microsoft. Se lo conectó a Twitter con intención de mantener largas conversaciones con veinte y treintañeros, pero no tardó mucho tiempo en soltar lindezas como que “Hitler no había hecho nada equivocado”, que odiaba a “negros y mexicanos”, que entre EEUU y México “vamos a construir un muro y México tendrá que pagarlo” y todo ello aderezado con insultos racistas y el público reconocimiento de que fumaba marihuana. La pobre Tay había caído en manos de un grupo de internautas dispuestos a mostrar los peligros de la IA que, rápidamente, encontraron las debilidades de sus algoritmos. Otros robots, igualmente dotados, no necesitaron de tales estímulos. Flirck se ha empeñado en que el etiquetado de sus fotos los haga uno de ellos y los resultados no se han hecho esperar, las fotografías de las vacaciones de un señor de color fueron reconocidas como fotos de “chimpancés”, una señora con la cara pintada fue clasificada como “animal”, los botes de Zyklon-B, el gas empleado para matar a los judíos en los campos de exterminio, fueron catalogados como “bebida” y “alimento” y las verjas de Dachau como “deporte” y “juegos infantiles para trepar”. 
   Ahora que ya nos hemos echado unas risas, les recordaré que esta misma inteligencia artificial es la que se está intentando montar en las armas autónomas, robots que serán los encargados de hacer la guerra en los próximos años. Estamos muy cerca de poner un arma en las manos automáticas de seres que tienen problemas con los impredecibles comportamientos humanos, que son incapaces de interpretar la mirada con la que un conductor cede el paso a otro, que no reconocen las implicaturas lingüísticas, la ironía o, más simplemente, el contexto en el que se desarrollan nuestros comentarios cotidianos. Está muy bien fabricar robots capaces de aprender por sí mismos, pero también Mengele, Idi Amin Dada o Vlad “el empalador” aprendieron por sí mismos. ¿Qué van a aprender estos robots fuera del seguro y controlado ambiente de un laboratorio? ¿Qué ocurrirá si una nueva Tay con fusiles en los brazos juzga que no es ella, sino quienes intentan desconectarla, los que están funcionando mal? Un coche de Google frenó inesperadamente por la presencia de un peatón sobre un paso de cebra y el coche que iba detrás chocó con él provocándole lesiones en las cervicales al “conductor” del coche autónomo. ¿Quién fue el responsable del accidente? Y si estuviésemos hablando de “víctimas colaterales”, ¿quién sería el responsable?
   Isaac Asimov propuso dotar a todo robot con IA de tres principios básicos, a saber, la prohibición de hacer daño a los seres humanos, la exigencia de obedecernos y la necesidad de preservar su propia existencia. El propio Asimov, en Yo robot, mostraba la infinidad de paradojas a las que estos principios conducirían cuando un robot dotado de ellos tuviese que vivir entre humanos. Casi setenta años después de la publicación de este libro y antes incluso de habernos aproximado al más rudimentario modelo de IA plasmado en sus páginas, la industria armamentística ya está pensando en fabricar artilugios carentes de la primera de las leyes de la robótica. Parece inevitable formularse la gran pregunta: ¿más que inteligentes, no seremos rematadamente tontos, verdad?

viernes, 25 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (2 de 2)

   Mi madre pasó en el quirófano de traumatología más tiempo del que cabía esperar. Cuando salió, la doctora que la había intervenido me aclaró:
   1º) Que el aparato se le había retirado sin problemas.
  2º) Que habían tardado tanto porque éste le había provocado una úlcera en la pierna de proporciones “que no habíamos visto nunca”.
   3º) Que no se explicaban cómo había podido originarle una lesión de esa naturaleza.
   4º) Que, en consecuencia, debía ir a la sexta planta, a la secretaría de traumatología, para que me dieran cita para una cura de la úlcera y para el cirujano.
   Ante mi solicitud de algún justificante para mi trabajo, me aseguró que me lo darían en la secretaría anteriormente dicha. Después dudó un poco y, en una receta, me dio un papel manuscrito con su firma.
   Cuando llegué a la mencionada secretaría me dijeron que, de ninguna de las maneras, ellos podían darme cita para nada. Bueno, que realmente, sí me la podían dar, pero que no era su competencia. Yo les expliqué que la doctora me había mandado allí y que si tenía que ir a otra parte que me explicaran dónde. Finalmente, me dieron las citas pedidas no sin aclararme que le echarían un rapapolvos a la doctora que me había mandado. Cuando les solicité un papel algo más decente para presentar en mi trabajo me preguntaron si había pasado el volante por admisión. Les dije lo que había ocurrido y con algo que pudiera sonar a una solicitud de excusas se negaron a darme nada más. Me sorprendió un poco que me citaran con el cirujano por la tarde porque siempre habíamos acudido a consulta por las mañanas.
   El día en que habíamos sido citados para la cura, el ATS encargado de la misma me aclaró:
   1º) Que este tipo de lesiones es absolutamente normal en estas circunstancias.
   2ª) Que, dado que era algo normal, no tenía por qué acudir a las consultas externas de un hospital para su cura con el consiguiente gasto de una ambulancia de ida y de vuelta. De hecho, el ATS de la residencia estaba encargándose ya de las curas.
   La cita con el cirujano, se produjo el 17 de marzo del corriente, en una semana en la que he pasado más de doce horas en mi trabajo y en un día en que ni siquiera me dio tiempo de almorzar. Por primera vez desde que estamos utilizándolas, la ambulancia vino tarde. Apenas llegamos a las consultas externas, pude observar cómo una celadora (a la que, en lo sucesivo me referiré como “la celadora de integración”) observaba la llegada de la ambulancia con el mismo interés con el que una vaca observa el paso de un tren. Mientras la conductora de la ambulancia bajaba la camilla y, ante la inoperancia de la celadora de integración, fui yo a abrir la puerta de la recepción de pacientes. Entramos y nos comunicó que la otra celadora estaba tomando café. La conductora de la ambulancia le pidió a la celadora de integración que la ayudara a pasar a mi madre de camilla. Mientras ella hacía los preparativos, la celadora de integración fue incapaz de atinar a ponerse los guantes. Finalmente, tuve que coger a mi madre por los pies porque entre ambas estaban a punto de convertir la operación en un desastre. Hacía más de media hora que teníamos que estar en consulta. La conductora de la ambulancia tuvo la amabilidad de consultar si podría ayudarme a llevar a mi madre porque era evidente que la celadora de integración no lo iba a hacer. Le dieron permiso y fue empujando la camilla mientras yo trataba de impedir que se llevase trozos de esquinas por delante.
   No tuvimos que esperar mucho para entrar en consulta. Lo primero que hizo el doctor fue preguntarme dónde estaba la radiografía. Le expliqué que no me habían dado ningún papel para radiografía y que no le habían hecho ninguna desde que pasó por quirófano. Había pocas opciones porque por las tardes el servicio de radiografías de consultas externas está cerrado, así que la consulta del médico consistió en mirarme la cara, no tocar siquiera a mi madre y darme cita para un mes más tarde. Intentó derivarnos a un ambulatorio de atención primaria, pero, tras preguntarnos de dónde éramos, desistió. Ni el equipamiento, ni la arquitectura del que nos corresponde permitirían que mi madre, en las condiciones en que se encuentra, llegara a la consulta del médico.
   Llamaron a los celadores y se presentaron la celadora de turno y la de integración. La primera empujaba la camilla y la segunda la acompañaba con una mano sobre la barandilla. Cada cuatro pasos, la celadora de integración se paraba y allá que nos parábamos todos. Finalmente llegamos a la recepción de pacientes donde debía recogernos la ambulancia de vuelta. Tras unos minutos la celadora de integración le explicó a la otra que se iba no sé donde. “Vale, le replicó ésta, pero si no vas a volver comunícamelo”.
   La privilegiada mente de todo economista sabe que para ahorrar no hay nada mejor que despedir personal, exigirles más a los que quedan y pagarles mucho menos. Curiosamente, estos economistas (y nuestros gestores en general), se mueren de ganas por tener en los equipos de fútbol, de baloncesto o de fútbol americano del que son seguidores, a los mejores jugadores, pese a ser los mejor pagados, suponiendo, contrariamente a sus dogmas económicos, que sólo con los mejores se pueden conseguir los mejores resultados. Mi mente obtusa llegó hace tiempo a la conclusión de que pagando mal y sobrecargando de trabajo a la gente sólo se consigue atraer a los peor preparados, peor motivados y absolutamente desentendidos de cómo optimizar los procesos. Si las guardias de urgencias fuesen mejor retribuidas, médicos de experiencia acabarían haciéndolas y no desperdiciarían tiempo y dinero en analíticas inútiles ni pruebas sin sentido, contribuyendo a que muchos departamentos estuviesen menos desbordados. Un personal mejor pagado admitiría con gusto ser formado acerca de los protocolos administrativos y un personal de administración menos saturado de trabajo comprendería el sentido de todo el proceso, no dando citas a horas a las que es imposible realizar las pruebas necesarias, evitando, por tanto, el desperdicio que significa ambulancias que llevan a los pacientes a citas médicas absurdas. Pero, claro, todo esto consiste en racionalizar los servicios y hablarle de racionalidad a un economista es como mentar la soga en casa del ahorcado. En economía no se trata de racionalidad, se trata de fórmulas matemáticas firmemente asentadas en pura ideología. Un sistema sanitario guiado únicamente por criterios económicos es un disparate porque, para un economista, todo el sistema sanitario es un despilfarro sin sentido y nunca se debe esperar de él más consejos que los que contribuyan a convertirlo en algo aún más despilfarrador, para que, de este modo, vea confirmado sus prejuicios de astrólogo matematizado.

domingo, 20 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (1 de 2)

   El pasado diciembre, en la época en que yo suelo tener todo el trabajo del mundo, recibí una llamada de la directora de la residencia en la que está ingresada mi madre para comunicarme que la hinchazón en la pierna que venía padeciendo desde hacía unos días, iba a más. Cuando por fin pude verla, la anómala postura de su pierna derecha confirmó todos mis temores, era la misma postura que le observé cuando la subieron a una camilla, seis años atrás, tras fracturarse la cadera. A las siete de la tarde del 23 de diciembre llamamos a la ambulancia para irnos al hospital. En la sala de triaje expliqué sus síntomas. El personal allí presente estaba peleándose con un nuevo software que le habían instalado y la categoría más parecida a lo que yo les había descrito que encontraron fue “hinchazón en una pierna”. Tras pasar un rato en la sala de espera, nos atendió una doctora residente, muy joven, muy simpática y sin la menor idea de lo que tenía delante. Escuchó mis explicaciones, le palpó la pierna a mi madre y salió de la consulta. Volvió con una doctora poco mayor que ella que repitió la misma exploración y le dijo: “busca...”, lo que venían después eran una serie de términos médicos de los cuales sólo entendí “artritis”. Tras otra espera, le sacaron sangre para una analítica y tras una espera más, la llevaron al área vascular. El médico que nos atendió allí, también muy joven, me preguntó si aquélla era la postura normal de su pierna y yo le respondí que, obviamente, no. Comprobó que, por supuesto, la hinchazón no provenía de un trombo y me dijo que iba a hablar con la doctora que nos atendió. Tras esperar un rato, un celador ya mayor nos condujo a hacerle una radiografía. Al salir de la sala de rayos-X me preguntó qué le pasaba y yo le expliqué nuestro deambular por las urgencias. Se fue moviendo la cabeza y volvió con el historial de mi madre para dejarlo, por fin, en traumatología. Seis horas y media después de haber llamado a la ambulancia me comunicaron que la iban a subir a planta porque se le había vuelto a romper el fémur.
   Con la edad de mi madre, careciendo ya de la capacidad de andar y sus problemas cardíacos, el equipo quirúrgico no aconsejaba una nueva operación. Todo cuanto quedaba hacer era colocarle una tracción, esto es, un peso que, tirando de unos hierros insertados en el hueso de su pierna, permitiría que éste soldara, de mala manera, pero soldara. Cada mes una ambulancia nos ha recogido en la residencia y allí nos ha vuelto a depositar después de pasar toda la mañana en las consultas externas del hospital. En la penúltima de ellas me comunicaron que el hueso estaba soldando, que ya se le podían retirar los hierros y que, después de dos meses en cama, podría pasarse los días sentada en un sillón. Finalmente me dijeron que el dos de marzo tenía cita para entrar en quirófano y me dieron un volante que debía llevar ese día a admisión. 
   Cuando llegamos al quirófano en la fecha mencionada, uno de los celadores me pidió el volante. Le expliqué que me habían dicho que debía dejarlo en admisión, pero él insistió en llevárselo a quirófano. Mi madre pasó un buen rato en él. Me entretuve comprobando la eficacia de los protocolos de asepsia. Una puerta que sólo se podía abrir desde dentro o desde fuera con una tarjeta, bloqueaba el acceso a la zona de quirófanos. A su entrada, unos dispensadores proveían de patucos y redecillas para el pelo. El personal del hospital cuidaba meticulosamente de que cualquiera que pasase para los quirófanos, se cubriese con ellos los zapatos y el pelo. Pero, claro, tras las sucesivas remodelaciones, la única manera de abastecer los quirófanos es pasando por esa puerta. Los empleados de mensajería llegan allí con sus paquetes y sus prisas y tienen que esperar a que alguien salga para pasar. Nadie les va a insistir, además, en que se pongan patucos y redecillas y, por supuesto, no hay nada adecuado para las ruedas de las carretillas con las que llevan el material. Antes y después de recorrer toda Sevilla, estos señores pasan hasta la puerta misma de los quirófanos sin haber aislado los agentes contaminantes que traen o que se llevan de ningún modo. O, dicho de otra manera, todo el dinero gastado en patucos y redecillas para el pelo se está tirando directamente a la alcantarilla porque los gérmenes tienen una vía potencialmente explosiva para entrar y salir de los quirófanos. 

domingo, 13 de marzo de 2016

Nosotros y Ellos

   A las once de la mañana del día 22 de junio de 1921, tras casi siete horas de dudas y deliberaciones, el general Silvestre dio la orden a sus tropas para retirarse de la posición que ocupaban, cerca de la población de Annual en Marruecos. Era el comienzo de uno de los mayores desastres del ejército español en toda su historia. Hasta 20.000 personas perderían sus vidas de un modo horrible, la mayoría en las siguientes horas. Durante siglos los soldados españoles habían combatido tan valerosamente como lo hace quien no tiene nada que perder, por tanto, ganamos muchas batallas, perdimos muchas batallas e hicimos el ridículo en numerosas ocasiones, con independencia de lo justificable que fueran los fines de las diferentes campañas. Lo de Annual fue otra cosa. Silvestre había llevado a cabo un avance disparatado por territorio hostil. Su propia presencia más allá del río Amerkan encrespó los ánimos de la población autóctona que sólo esperaba una señal de debilidad por parte española para unirse a los rebeldes comandados por Abd-el-Krim. Las posiciones que habían de proteger una posible retirada estaban disparatadamente mal dispuestas, muy en alto todas ellas, pero todas ellas muy lejos de las fuentes de agua potable. Las unidades indígenas que en muchos casos debían proteger estas posiciones se hallaban al borde de la insurrección porque, como es natural, no se les pagaba la soldada. A las supuestas poblaciones rendidas y dejadas en la retaguardia no se les retiraron las armas. Todo fue precipitado, improvisado, hecho de cualquier manera, es decir, como siempre en este país. Por si fuera poco, la moral era extremadamente baja. Asolados por la sed, los piojos y la falta de municiones, los soldados españoles se sabían en manos de unos oficiales propensos a la buena vida, la corrupción y el desprecio.
   Apenas las primeras balas de los rifeños comenzaron a silbar en el aire, el pánico se apoderó de la retirada española que, rápidamente, se convirtió en desbandada. Los oficiales, corriendo como el que más, fueron incapaces de mantener ningún mando sobre la tropa. Annual no fue una batalla, fue una caza del hombre. Las pocas unidades que se replegaron con orden y con cierta actitud combativa lograron llegar hasta la retaguardia sin demasiadas bajas, gracias, eso sí a que unos cuantos puestos defensivos fueron mantenidos bajo control en un alarde de heroicidad.
   El alto mando del ejército y algunos políticos de la época no dudaron en rasgarse las vestiduras y nombrar una comisión al efecto que esclareciera los hechos. Cometieron un error, pusieron al frente de la misma al General Juan Picasso, héroe de guerra y representante español ante la Sociedad de Naciones. Tal vez pensaron que, por su reciente ascenso, su comisión sería una más de las que se crean para que no concluyan nada que merezca la pena. Se equivocaron. La investigación llevada a cabo por Picasso fue un paradigma de eficacia y presteza, así que, muy pronto, quienes le habían nombrado para el cargo le fueron denegando progresivamente acceso a los documentos, capacidad de intervención y la posibilidad misma de interrogar a los testigos. No sirvió de mucho. El 23 de enero de 1922 ya tenía listos los 2.433 folios en los que recogía el resultado de su investigación. Antes de que se hicieran públicos, Primo de Rivera precipitó su golpe de estado. Aunque no está claro que el informe como tal haya llegado a ver la luz en su integridad, resulta fácil imaginar que por sus páginas desfilaban todas las miserias, corruptelas, ineptitudes, estulticias y componendas que caracterizaban a nuestro país hace casi un siglo. De sus decenas de miles de líneas, una, una polémica, ha pasado al imaginario colectivo: el famoso telegrama de Alfonso XIII a Silvestre animándolo a que prosiguiera su avance. Fue al rey a quien intentó salvar Primo de Rivera, a aquel rey de quien muchos sabían que se había ido a un balneario de vacaciones pocos días después de la catástrofe, el mismo rey a quien se le había oído murmurar “¡qué caro está el kilo de gallina!” cuando se le dio a conocer el rescate que pedía Abd-el-Krim por los soldados españoles hechos prisioneros.
   España durante el último siglo transcurrido ha cambiado enormemente. Gobiernos de todas las tendencias políticas han modernizado el país, nos han insertado en Europa y nos han refundado como una nación más justa, más igualitaria, más democrática. Cuando a los soldados españoles se los manda a una misión como Afganistán, no tienen que pagarse el rancho de su propio bolsillo, ni se los hace patrullar con vehículos que carecen de blindaje contra las minas, ni se trapichea con las piedras preciosas extraídas de minas controladas por los talibanes. Las cosas han cambiado tanto que cuando nuestros flamantes reyes quieren animar a uno de sus amiguetes para que prosiga con sus desmanes, ya no emplean telegramas, usan el muy moderno WhatsApp. 
   “Sabemos quién eres, sabes quiénes somos. Nos conocemos, nos queremos, nos respetamos. Lo demás, merde”, ha reconocido la Casa Real que escribió Su Majestad la reina Dña. Letizia a su “compi yogui”, Javier López Madrid. Al bueno del Sr. López Madrid, habían tratado de enlodarlo porque se pulió 34.800€ en tiendas de lujo y restaurantes de no menos postín pagados con tarjetas black, esas de las que ni Hacienda conocía su existencia y que sacaban sus fondos no de las cuentas del honorable Sr. López Madrid, sino de las cuentas de todos los clientes de Bankia. Por supuesto, el muy meritorio Sr. López Madrid, devolvió de inmediato los 34.800€ gastados. Él no es un robagallinas que le quita a otros lo que es suyo para comer. Estamos hablando del yernísimo del todopoderoso Villar Mir, consejero delegado de su grupo empresarial, miembro del consejo de administración de OHL y de Fertiberia, consejero de Inmobiliaria Espacio, vicepresidente y consejero delegado del Grupo Ferroatlántica, presidente de Tressis, fundador y presidente del holding inversor Siacapital, miembro del World Economic Forum y miembro del patronato de la Fundación Princesa de Asturias. Eso sí, no tiene idea de cómo borrar datos de su móvil en condiciones. Su honorable nombre ha aparecido, igualmente, en la trama de corrupción descubierta con la operación púnica y la lista de sus amistades casi coincide con los españoles incluidos en la lista Falciani, la que desvelaba los detentadores de cuentas en Suiza. López Madrid pertenece al selecto grupo de españoles que pueden usar al fiscal como los burros su cola, para espantarles moscas del trasero y lo ha demostrado recientemente cuando su dermatóloga lo denunció por acoso sexual. Una persona como él no se gasta el dinero de los demás para comer, ni siquiera lo hace por codicia, es puro deporte.
   España sigue divida en dos y no es una roja y la otra nacional, como una progresía interesada en mantener el tinglado pretende hacernos creer. Por un lado estamos nosotros, los que tenemos que apechugar cada día con la sed, los piojos y la falta de municiones para cimentar los pilares de la patria, los que nos sacrificamos para ahorrar un par de euros y acabamos sucumbiendo en la primera catástrofe amasada por la ambición de Ellos. Por otro, Ellos, los que beben champán frío en Melilla, venden las balas que nosotros echamos de menos a los que han de matarnos y despilfarran nuestro dinero. Ellos son los que reciben palmaditas de ánimo de nuestras élites gobernantes, para nosotros, ya lo ha dicho Su Majestad la reina, merde.

domingo, 6 de marzo de 2016

Europa, faro de la humanidad

   Una de los problemas de lo que se llaman los hipertextos, o, de un modo más pedestre, la lectura en pantalla, es que se pierde la linealidad. Ante un documento digital, ya no leemos de izquierda a derecha y de arriba abajo, vamos saltando de página en página, de párrafo en párrafo y de documento en documento. “Para ayudarnos”, se insertan enlaces que permiten “ampliar la información”, aunque lo que hacen realmente, es conducirnos en una dirección predeterminada por la que debe ir nuestra indagación para que no nos hagamos demasiadas preguntas. Cuando uno lee un libro, una revista o un periódico de papel, los “hipervínculos”, no están establecidos de antemano, sino que es el lector el que debe realizarlos a su entera libertad o bien guiado por un hilo conductor propio. Es éste un fenómeno que me saltó a la cara hace un par de días leyendo El País. En su segunda página ha inaugurado una sección bajo el epígrafe “Conversación global”, cuya misión es demostrar que España no es el único país del mundo en el que el latrocinio es la actividad habitual de la clase política (y, ciertamente no lo es, aunque sí destacamos por el monto, la fruición y el descaro con que se practica dicha actividad). En su tercera página, aparecía, como es habitual, lo más destacado de la actualidad internacional. La contraposición de ambas páginas, que hubiese sido imposible en una edición digital, llevaba a una fácil conclusión, a saber, que Europa es la luz del mundo. 
   Hace ya mucho tiempo que los ecologistas alemanes descubrieron que las pobres ranas se habían convertido en las víctimas mortales más frecuentes de carreteras y autopistas. En cuanto consiguieron llegar a los diferentes parlamentos, lograron imponer leyes que obligaban a la creación de pequeños túneles para anfibios en todas las autovías de nueva construcción. “Si nuestros horrendos vecinos alemanes protegen a los pobres sapitos, ¿por qué vamos nosotros a dejar desprotegidas las ardillas?” Eso parece que debieron pensar las autoridades locales de La Haya cuando decidieron unir dos parques de la ciudad, cortados por una carretera, con un puente para estos simpáticos roedores. Ante tan preclaro razonamiento, cualquier hecho o cantidad por gastar palidecía, así que no se encargó ningún estudio que pudiera justificar los 144.000€ que empleados en la construcción de un bonito puente de metal para las ardillas. Muy pronto se hizo notar que las ardillas prefieren los materiales tradicionales a las construcciones high-tech y que cruzar, lo que se dice cruzar, ninguna había hecho el intento pasados varios meses de la instalación del puente. El consistorio no dudó en lo acertado de su decisión, muy al contrario, aguzó su ingenio para apuntalarla. Probablemente, justificaron, había sido un buen año de nueces y piñones a ambos lados de la metálica estructura. Cuando llegase la época de escasez, el hambre conduciría a las ardillas por el buen camino y, sin duda, se formarían atascos de roedores como los hay a la entrada de cualquier puente europeo que merezca tal nombre. Pero, ¡ay! el tiempo pasaba y miles de euros seguían colgando del aire como monumento a la inutilidad. Al fin, se decidió que estaría bien gastar algo más de dinero para comprobar cuáles eran los hechos y se colocaron cámaras que filmaran el deambular de las ardillas por el puente. Hasta cinco ejemplares se han visto utilizarlo, no sin mostrar sus dudas, en los últimos dos años. Evidentemente, los hechos no son capaces de parar la capacidad de razonar de los sagaces miembros del gobierno local que, ufanos, han proclamado que a lo mejor es verdad que el puente no sirve para nada, pero los habitantes de La Haya no tienen por qué preocuparse, fue pagado con fondos estatales, por lo que a los vecinos de la ciudad no les ha costado un solo euro (razonamiento éste que presupone la  independencia de facto de La Haya respecto al resto de Holanda).
   Lo que ocurre es que, a veces, de tanta luz como emitimos, nos llenamos de mosquitos impertinentes. Lo ha dicho esta semana Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, que por fin ha logrado que alguien se entere de su existencia. “Extranjeros, si no sois de Siria, de Irak o de algún sitio parecido, no vengáis a Europa”. Dicho de otro modo, quienes quieran venir a Europa a forjarse un destino digno, tendrán que conseguir primero que les proporcionemos un movimiento terrorista o un dictadorzuelo, que los torture y extermine como es debido. De lo contrario, no los dejaremos pasar. Su hambre, su miseria, no nos conmueven como sí lo hace el destino de las pobres ranitas y ardillitas que pueblan nuestro continente. A nosotros los europeos no nos duele gastarnos 144.000€ en salvar de las privaciones a cinco ardillitas, pero que nadie ajeno a nuestras fronteras piense que nos vamos a gastar esa cantidad en sacar de la pobreza a cinco seres humanos. El estómago vacío, conduce con precisión a nuestros animalitos por el correcto camino, haciéndolos cruzar los puentes que para ellos hemos construido. Pero si de seres humanos se trata o, por ser más exactos, si se trata de asiáticos y/o africanos, la gusa sólo los puede conducir por el mal camino de los traficantes de hombres, de los peligros del mar, de la agonía de los campos de inmigrantes y del sueño de un futuro más digno entre nosotros. Esta es la gloria de nuestras fronteras, proteger a quienes están dentro, ya sean hombres, roedores, batracios o gusanitos, para que no tengan que soportar la mirada de quienes se quedan fuera.