domingo, 15 de noviembre de 2015

Venga, hablemos de Cataluña

   Hace siete años, el sempiterno Angel María Villar, a quien tantas victorias le debe la selección española, estaba enfrascado en una dura lucha con Javier Lissavetzky, a la sazón, Secretario de Estado para el Deporte. La habitual desafección personal que siempre se halla detrás de estas cuestiones, tenía un curioso añadido. El intento de la Unión Europea por poner fin a los desmanes de la UEFA, había llevado a la FIFA a proclamar que sus reglamentos estaban por encima de las leyes de cualquier Estado. Villar, siempre fiel vasallo, había puesto en práctica tal mandato y no estaba dispuesto a acatar la ley aprobada por el ministerio que le exigía la celebración de elecciones antes de final de año. La Federación Española de Fútbol introdujo, pues, una modificación en sus estatutos por la cual las leyes españolas dejaban de afectarle. Hasta tal punto llegó la cosa, que la FIFA envió una carta al gobierno español exhortándole a rendirse ante la federación bajo la amenaza de expulsar a todas las selecciones españolas de las competiciones. Oficialmente el gobierno respondió a la FIFA poniendo los puntos sobre las íes y ésta quedó tan convencida que medió para la claudicación de Villar. La realidad fue muy otra. El presidente de la federación de fútbol convocó las elecciones cuando le vino a bien y a Lissavetzky lo destituyeron con la excusa de que sería el candidato ideal para la alcaldía de Madrid, lo cual, dentro del PSOE, desde hace bastante tiempo, significa que te tiran por el retrete. Desde entonces, Villar ha hecho lo que le ha venido en gana. Si en aquella ocasión se negó a adelantar las elecciones contraviniendo la ley, con Wert hizo exactamente lo contrario, adelantándolas en contra de la legislación. 
   Villar fue y sigue siendo un ejemplo de que en España las leyes no sirven para nada si uno tiene los contactos necesarios. Aquí, tener un cargo y, especialmente, un cargo de libre designación, ha significado siempre que uno estaba más allá del bien y del mal, pues nuestra casta política (¿se acuerdan de cuando el término “casta”, estaba de moda? ¿a que ahora parece que fue hace mucho tiempo?) lleva décadas entregada con fruición al desmantelamiento del sistema jurídico. No tienen más que ver lo que ha ocurrido con el Tribunal de Cuentas, que, de órgano supremo de control lo han convertido en la madre de todos los apaños. Semejante conducta sólo podía terminar de una manera y es que alguien, más tonto que la media, decidiese ponerse la Constitución por montera y lanzarse al ruedo a romper todas las barajas con las que hasta ahora habían estado jugando quienes pueden jugar a ser poderosos. No hace falta decir que ese tonto es Artur Mas y que va a acabar poniendo a Cataluña en una situación que difícilmente terminará sin el derramamiento de sangre, no la suya, por supuesto, sino la de unos pocos inocentes  que nada tenían que ganar en toda esta locura. 
   Ahora, nuestros brillantes políticos descubren que el desarme de la justicia, tan meticulosamente llevado a cabo, se vuelve en su contra y que los jueces poco pueden hacer cuando es un político quien infringe la ley. A lo sumo puede lanzar brindis al sol, como lo están siendo las sucesivas proclamas de ese Tribunal Constitucional al que sería tan fácil acallar recurriendo cada una de sus proclamas al Tribunal Supremo, con el que tantas querellas cruzadas tiene. El Sr. Mas lo ha dicho claramente, el Tribunal Constitucional prohibió una consulta que acabó celebrándose y ha advertido de las consecuencias de una declaración secesionista que afirmó que no se podía hacer. Como buen tonto, sigue hacia delante mientras los palos no lleguen hasta su cabeza y sabe que, de acuerdo con los estándares españoles, el garrote de la justicia no le alcanzará antes de 18 meses, cuando él ya esté a salvo al otro lado de la frontera recién creada con el único motivo de no acabar en la cárcel..
   Pero, en contra de lo que muchos creen, la estupidez es una enfermedad contagiosa. El otrora símbolo de la intelligentsia catalana, ERC, se ha aferrado a los destinos del President como un innecesario náufrago a su bote salvavidas. Al final su actitud acabará siendo una profecía autocumplida, han dejado a Convergencia sin discurso propio, pero ya le ha surgido por su izquierda quienes les van a aplicar la misma receta. Tras ellos va ese 47% del electorado catalán que siempre fue un 47% y al que ni las elecciones municipales plebiscitarias, ni las listas unitarias, ni toda la presión que la calle ha ejercido ha logrado añadir ni un voto más del 47% en las decisivas elecciones en las que marcharon juntos por el sí... a Artur Mas. ¿De verdad creen que quienes tanto gusto le están cogiendo a saltarse la ley a la torera, cuando sean ellos los que hagan las leyes y hasta la constitución, se van a volver fieles cumplidores de lo legislado? ¿Qué se puede esperar de alguien que, cuando no le conviene, tira a la basura todo el marco institucional que le ha permitido llegar hasta donde está? ¿Resulta sensato entregar el futuro a quien desprecia de un modo tan abierto a jueces y tribunales? Cierto que España es una idea que no ilusiona, pero esta República Independiente de Cataluña nacida de las entrañas de Mas y su caterva, da pavor.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Cierra la muralla

   Shu-Sin llegó al trono como cuarto rey de la tercera dinastía de Ur en el año 2.037 a. de C. Pese a ser, según muchos historiadores, hermano y no hijo del anterior rey, su acceso al trono no tuvo contestación interna, pero hubo de afrontar numerosas amenazas externas. Trató de forjar alianzas con reyes vecinos concertando el matrimonio de sus hijas con ellos, lanzó numerosas expediciones punitivas contra los nómadas que amenazaban su reino y ganó numerosas batallas. Sin embargo, siempre se supo en precario. Da idea de su situación la obra emprendida en el tercer año de su reinado, la construcción de una muralla en el noroeste de unos 270 Km entre el Eúfrates y el Tigris, muy probablemente, en la parte en que éstos se aproximan más, es decir, cerca de Bagdag. El reinado de Shu-Sin terminó el 2.029 a. de C. sin que sepamos muy bien cómo y fue sucedido por su hermano (o hijo) Ibbi-Sin. La correspondencia de éste deja bien claro que el reino estaba en descomposición hasta el punto de que él mismo intentó gestionar una invasión de los amonitas contra las ciudades vecinas que le acechaban. Hacia el año 2.000 a. de C. Ur fue tomada y saqueada por los elamitas, reino situado al este de Sumeria, con tan inusitada contundencia que ya jamás volvió a ser cabeza de un imperio.
   Puede decirse que la Gran Muralla china tuvo sus orígenes en el siglo V a. de C. cuando los diferentes señores feudales se aprestaron a designarse a sí mismos como reyes y a iniciar el período de los Reinos Combatientes. Ante la lucha sin cuartel que se avecinaba, era preciso tener las espaldas guarecidas de invasiones bárbaras o de los enemigos más cercanos, así que, por el simple procedimiento de apelmazar capas de tierra, se fue creando una sucesión de murallas que, después, como la propia China, sería unificada y ampliada por el primer emperador, Qui Shi Huang. Invasiones no recibió China, pero la muerte del emperador dio paso a una guerra civil tras la cual llegó al poder la dinastía Han de la mano de Liu Bang, un soldado de humildes orígenes. Este logró conjurar las amenazas de invasión bárbara con lo que él llamó heqin, es decir, “armoniosa unión”, o en pedestre, enviaba a los gerifaltes bárbaros princesas en cuanto amenazaban con una invasión. Semejante estratagema mantuvo libre a China de incursiones desde el norte hasta los alrededores del 134 a. de C. En esa época, el emperador Han Wudi emprendió una guerra contra las tribus del norte y las expulsó hasta al otro lado del Gobi. Victorioso, pero no tranquilo, marcó una tradición que seguirían todos los que vinieron tras él ampliando la muralla, que llegaría a tener unos 21.000 Km. Sus buenos 10 millones de trabajadores (una cifra que los bárbaros jamás soñaron apiolar) murieron para que los turistas puedan hacerse fotos en ella con la bandera del Betis. 
   En la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, la República Democrática Alemana levantó la práctica totalidad de los 160 Km del Antifaschistischer Schutzwall (Muro de Protección Antifascista), que dividió y rodeó Berlín Oeste hasta la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. Su intención fue impedir la emigración de ciudadanos de la RDA a la República Federal Alemana, que iba camino de convertirse en masiva. Cualquiera que intentara atravesarlo de forma ilegal desde la RDA a la RFA era considerado, automáticamente, un enemigo del Estado y los soldados que lo custodiaban estaban autorizados a disparar a matar. Entre 125 y 270 personas murieron intentado cruzarlo. Tras su caída, mandos de la antigua RDA fueron juzgados por estos homicidios. Lo cierto es que la RFA contribuía todos los años a las arcas de la RDA para que no cruzaran muchos más de los que hubiese podido asumir.
   El Muro de Cisjordiana llegará, si se construye todo lo proyectado, a alcanzar los 721 Km, en un 80% siguiendo la línea verde que separa Israel de Cisjordania y en un 20% dentro de territorio (teóricamente) palestino, en donde llega a adentrarse hasta 22 Km. Casi en su totalidad está constituido por vallas y alambradas, salvo en un 10% en que la forman bloques de hormigón de varios metros de altura. El ancho total va de los 50 a los 100 metros. La obra ha sido condenada por Naciones Unidas y la Corte Internacional de Justicia. Su objetivo declarado es proteger a los civiles israelíes contra el terrorismo. Este otoño, palestinos armados con cuchillos de cocina, atacando aisladamente y sin coordinación, han sembrado el terror en Israel. 
   Como siempre ocurre con todas las medidas represivas israelíes, también el muro ha encontrado su réplica en EEUU. El muro fronterizo Estados Unidos-México se inició en 2.007 y, de completarse lo aprobado, acabará teniendo 595 Km de extensión más un añadido de 800 Km de barreras para el paso de vehículos. De momento, ya ha conseguido desviar hacia el desierto el tráfico de inmigrantes ilegales contra el que dice luchar. Tiene, pues, el significativo mérito de haber disparado el número de muertos entre quienes intentan el paso de la frontera hasta los 10.000.
   En España la cosa no llega a tanto, apenas si hemos invertido 60 millones de euros en la construcción de un sistema de vallas que separa Ceuta y Melilla de Marruecos. Alcanzan los tres metros de alto, con sirgas y cuchillas cortantes. Patrullas de la policía y la guardia civil las recorren periódicamente para descolgar a los enganchados en ella, principalmente, subsaharianos que, según cambie el viento, encuentran dificultades o no para atravesar Marruecos. Nada ha impedido que los centros de internamiento de inmigrantes ilegales de ambas ciudades estén continuamente a rebosar. Sin embargo, la Unión Europea, con cuyo dinero se financiaron en parte ambas vallas, está dispuesta a multiplicarlas en muchas otros confines del imperio.
   Por alguna curiosa razón, los seres humanos, desde que abandonamos las cuevas, nos sentimos confortables rodeados por la paredes de una casa. Creemos que, cerrando bien las puertas, podemos dejar la barbarie y el frío fuera, mientras disfrutamos de cobijo y calor. Creemos que lo que vale para nuestras casas puede valer también para nuestras ciudades, para nuestros países, para nuestros imperios, como si rodearlos de piedra y arena bastara para convertirlos en un hogar seguro. Hacemos, con ello, todo lo posible por ignorar uno de los principios básicos de la estrategia, el que dice que una defensa estática es tan fuerte como su punto más débil. Hacemos, en definitiva, cuanto está en nuestra mano por olvidar la lección que la historia se empeña en repetirnos una y otra vez: que ninguna ciudad, ningún país, ningún imperio, ha logrado resistir tanto como las murallas que atestiguan sus miedos. Porque lo que mata a un Estado, a una civilización, no es la barbarie que pretende dejar al otro lado de sus construcciones defensivas, lo que los mata es que éstas y no las creencias e ideas que los vivificaban desde su creación, se han convertido en lo único sólido a lo que pueden agarrarse.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Cuarenta años atrás

   De todos los procesos descolonizadores que Europa protagonizó en África durante el siglo XX, España participó en dos de los más vergonzosos, lo cual no está nada mal teniendo en cuenta que sólo llevamos a cabo esos dos. El primero, el de Guinea Ecuatorial, fue realmente brillante: les concedimos la independencia de modo negociado para, cuatro meses después, dejar al recién nacido Estado sin dinero e intentar volver a hacernos con el poder manu militari. Contribuimos, de ese modo, a hacer de Guinea lo que ha venido siendo desde entonces, una turbia dictadura, últimamente más turbia que de costumbre por los yacimientos de petróleo que se han hallado en el país.
   El segundo fue aún mejor. Desde el siglo XV, España había estado interesada en establecer cabezas de puente en el continente que sirvieran para cubrir las espaldas del archipiélago canario. Estas intenciones se materializaron durante el siglo XIX con la reclamación en 1885 del Sahara Occidental como territorio español. Cuando Franco decide lavarle un poco la cara al régimen entrando en la ONU y haciendo como si en España hubiese algo de modernidad y buenas formas, rápidamente se topó con el interés de este organismo por el tema de la descolonización. El régimen respondió con la doblez que es habitual en las dictaduras(*). Por una parte, el ministerio de Asuntos Exteriores se esforzó por mostrarle a la ONU un Sahara Occidental que llegó a ser, sobre el papel, ¡un territorio autónomo! Por otra, Carrero Blanco y sus secuaces dejaban claro sobre el terreno que no tenían la menor intención de cambiar nada. Hasta tal punto llegó la cosa que en el verano de 1972 el gobierno de la dictadura aprobó un decreto por el que se aplicaba la ley de secretos oficiales a todos los asuntos del Sahara, con lo que Asuntos Exteriores se quedó sin información del propio gobierno del que formaba parte acerca de lo que allí estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo era muy fácil, desde finales de los sesenta se estaba reprimiendo salvajemente cualquier cosa que pudiera entenderse como un atisbo de oposición a los intereses españoles. Naturalmente, tal modo de proceder sólo podía tener un resultado posible, la creación del Frente Polisario y el inicio de la lucha armada contra la colonización. A partir de este momento, las cartas estaban echadas. 
   La intención del Frente Polisario era la proclamación de una república saharaui independiente. Por tanto, no podía buscar apoyos ni en Marruecos ni en Mauritania, dos países con reclamaciones territoriales sobre el Sahara Occidental. El único apoyo que les quedaba esperar era el de Argelia. Pero Argelia era un joven país de tendencias socialistas, un auténtico experimento basado en las nacionalizaciones y la autogestión de las pequeñas y medianas empresas que pocos podían entender por aquel entonces como algo diferente del comunismo. Dicho de otro modo, el Frente Polisario se presentó a la luz pública como el primer ejemplo de la nefasta influencia que Argelia podía ejercer sobre el norte de África a poco que se la dejase.
   Comprendiendo bien la situación, el gobierno de Marruecos inició una ofensiva diplomática cuyo rápido éxito es difícil de entender si se lo desliga del hecho de que este país ha sido siempre el mejor aliado de EEUU en la zona. La situación para Madrid comenzó a hacerse muy complicada. La presión internacional por un lado y de la propia población saharaui por el otro, hacía inviable el proyecto de permanencia indefinida en el territorio sobre el que, en realidad, se había estado trabajando en todo momento. Cedérselo a Marruecos era sentido hasta tal punto como una traición que desde dentro del gobierno español comenzaron a surgir voces proponiendo que se le entregase a las autoridades argelinas, valedoras del Frente Polisario y, por tanto, teórico enemigo de España en este asunto. De hecho, esta propuesta no llegó a prosperar por el posible disgusto que hubiese podido ocasionar en Washington. 
   En octubre de 1975, el Tribunal Internacional de Justicia dictaminaba que existían ciertos antecedentes de vasallaje del territorio en disputa hacia Marruecos. Aunque la sentencia del tribunal mencionaba que tal vasallaje no podía ser entendido en ningún caso como una soberanía territorial perdida, el gobierno marroquí se sintió legitimado para defender sus intereses con mayor vehemencia. En noviembre de ese año, Franco ha desaparecido de la escena pública, los rumores sobre su salud parecen tener en esta ocasión más fundamento que nunca y el gobierno de Hasan II decide que ha llegado su oportunidad. El 6 de noviembre la marcha verde traspasa la frontera marroquí y se adentra en territorio del Sahara Occidental. Oficialmente son 350.000 ciudadanos desarmados, malas lenguas afirman que muchos de ellos son militares y policías sin uniforme. No están solos. 25.000 soldados, estos sí, armados, los apoyan con una invasión en toda regla. El gobierno español ordena sembrar minas y que el ejército se atrinchere tras ellas. La ONU, alarmada ante lo que está ocurriendo, recuerda al gobierno español que ha contraído compromisos para la autodeterminación del territorio y aún hoy sigue reconociendo como única legítima la administración española. Pero el gobierno español se enfrentaba al significativo reto de ser un gobierno franquista sin Franco. Debió parecerles más que suficiente. El 14 de noviembre de 1975 se firman los acuerdos de Madrid por los que se le traspasaban todos los poderes que España ejercía sobre el Sahara Occidental a Marruecos y Mauritania. A Rabat le faltó tiempo para inundar el Sahara con colonos a los que se ofrecían todo tipo de facilidades y ayudas, mientras trataba a los saharauis como ciudadanos de segunda en su propio país. Esta política ha supuesto para Marruecos una sangría de dinero que se podría haber aprovechado para otras cosas, pero, claro, entonces quienes han conseguido licencias reales para explotar la pesca y, particularmente, el yacimiento de fosfato de Bucraa, no se hubiesen visto lucrados como lo han hecho. A este reparto de las riquezas del Sahara no han sido ajenos quienes ya podrán imaginarse. Los acuerdos de Madrid, entre otras cosas, incluían cláusulas comerciales secretas que hacían al antiguo INI copropietario de Fos Bucraa S. A. Si bien su participación en la empresa fue bajando hasta extinguirse, son empresas españolas las que transportan hoy día los fosfatos desde El Aaiún hasta Huelva. De allí los productos son distribuidos entre la diferentes factorías que la empresa norteamericana FMC Foret posee en España.
   Noviembre de 1975 es la fecha en que los saharauis descubrieron que, quizás, el colonialismo español no era tan malo como parecía, que se habían convertido en uno de esos pueblos orillados por la historia, que cualquier forma de justicia les pasó de largo. Relatar todos los informes que diferentes organismos internacionales han hecho sobre las violaciones de derechos humanos en el Sahara ahora administrado por Marruecos sería interminable. 160.000 saharauis viven en campos de refugiados en torno a Tinduf (Argelia). Las lluvias de este otoño han destruido sus casas. Diferentes organizaciones de apoyo españolas van a enviarles dinero, comida y ropas. Recibirán también el amparo de la ONU y del gobierno argelino. Podrán reconstruir sus casas muy pronto... aunque no allí donde debieron haber estado siempre.


   (*) Cfr.: Martínez Milán, J. M. "La descolonización del Sahara Occidental", en Espacio, Tiempo y Forma, S. V, Hª Contemporánea, t. IV, 1991, págs. 191-200.

domingo, 25 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (2 de 2)

   La mayor parte de la interacción médico-paciente en la que tanta influencia ha de tener la filosofía de Spinoza no se produce en las instancias en las que Delassus está pensando, sino en otras, a veces adyacentes y otras veces muy alejadas de ellas, las consultas médicas. Y aquí aparece un déficit capital en De l’éthique de Spinoza à l’éthique médicale que sería injusto achacar a algún género de fallo del autor pues es el déficit sistemático de todo eso que ha venido llamándose “ética médica”. El déficit consiste en entender esta “ética” como un deber que el médico tiene para con el paciente. Sería, pues, un derivado de su rol o de su profesión, una especie de útil adorno añadido a la bata o el estetoscopio y del que éste, el médico, se deshace en cuanto abandona su consulta y se dedica a los quehaceres diarios de cualquier mortal. Entender las cosas de semejante modo ignora dos hechos básicos que anulan cualquier pretendida fundamentación de una ética. El primero es que la ética es un componente intrínseco de las relaciones entre personas, no de las relaciones entre una persona y una bata o un estetoscopio. Los deberes, los derechos y las obligaciones que comporta cualquier relación ética implican a todos los individuos que forman parte de la misma en tanto que individuos. Exigirle a los médicos el cumplimiento de una serie de deberes añadidos a los ya contenidos en el ejercicio de la medicina pero que no les atañen en cuanto personas sino meramente en cuanto detentadores de un rol, resulta una contradicción en los términos. Los médicos sólo pueden vivirlo como una exigencia sobreimpuesta que no les aporta nada en el ejercicio de su trabajo y que, frecuentemente, conlleva molestas cortapisas. Todavía peor, estamos hablando de la profesión con la tasa más alta de suicidios. Un médico es un profesional confrontado diariamente con los límites de sus habilidades, que sabe cuántas batallas va a perder cada día y que todo el poder omnímodo que pusieron en sus manos al otorgarle un título no le va a servir para ganarlas. Si él mismo enferma, conoce perfectamente qué posibilidades tiene de superar su enfermedad y en qué estado y conoce, igualmente, que las buenas palabras y los gestos de apoyo que reciba de los que fueron sus colegas no pasarán de ser meras poses que su trabajo les exige. Es normal, por tanto, que los profesionales de la medicina adopten la actitud reiteradamente criticada por Delassus de esconderse tras un cientifismo aséptico para protegerse del profundo desconsuelo que podría suponerles considerar a su paciente algo más que un número. Si quieren se lo puedo resumir de otra manera, los médicos, más que nadie, necesitan de una ética que los ligue a sus pacientes y sin la que son incapaces de encontrarle ellos mismos un sentido a la enfermedad y la muerte. Esa ética, como valientemente ha señalado Delassus, está por construir. Y está por construir desde sus mismos cimientos, quiero decir, ni Spinoza, ni Leibniz, ni Descartes, ni ningún planteamiento filosófico que se halle medianamente contaminado de platonismo (lo cual vale tanto como decir, nada que se haya hecho en el mundo filosófico, al menos, de occidente), puede servir como suelo para construirla. Porque la cuestión está en que desde que Platón acusó al cuerpo de ser la cárcel del alma la filosofía occidental rara vez ha escapado a la tentación de declarar que el cuerpo es una enfermedad (págs. 142-3), conclusión ésta que figura en el frontispicio del big pharma
   Pasamos largas horas atrapados en edificios concebidos para la producción, no para la vida, bajo continuas amenazas, ora explícitas, ora implícitas, encadenados al temor al paro, a los accidentes o a la hipoteca. Pasamos nuestro ocio ante un televisor que no se cansa de recordarnos todas las enfermedades que podemos contraer, todos los males que nos pueden acontecer o con “sano” ejercicio en gimnasios que machacan nuestros tímpanos y en calles comidas de polución, cuando no tomando alcohol, fumando o cosas peores. Dormimos poco porque hay mucho que trabajar y muchas ocasiones para divertirse, porque no hay dios capaz de conciliar la vida familiar con la laboral, porque nuestro estrés, nuestros miedos y nuestra tos no nos permiten dormir más. Mejor no menciono la lista casi infinita de colorantes, de conservantes, de anabolizantes, de antibióticos, de fertilizantes, que sazonan nuestras comidas hagamos lo que hagamos. Y, todo ello, contando con que hayamos tenido la descomunal suerte de nacer en la parte feliz del mundo, allí donde la gente puede comer diariamente, beber algo parecido a agua potable y la vida suele valer más que el precio de una bala. Nuestro cuerpo no es una enfermedad, nuestro mundo lo es. Vivimos en una sociedad enferma, en una sociedad enfermiza, en una sociedad que nos entrega enfermedad a manos llenas y, mientras paseamos por ella, se nos quiere hacer creer que la enfermedad es la consecuencia inevitable de tener un cuerpo, todavía mejor, que el cuerpo y todo lo que ha de acontecerle es una enfermedad, cuando la única enfermedad son todas esas situaciones inhumanas que se nos obliga a vivir cotidianamente. 

domingo, 18 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (1 de 2)

   De l’Éthique de Spinoza à l’éthique medicale, es un libro publicado en 2011 por Éric Delassus con la intención de mostrar de qué modo los planteamientos de Spinoza pueden ayudar a crear un nuevo marco ético para la enfermedad. El intento es, desde luego, proteico y no es de extrañar que Delassus haya buscado la solidez de un sistema filosófico ya constituido para emprenderlo. Se trata, en efecto, de orientar al paciente sobre cómo debe entender la enfermedad sobrevenida, se trata de buscar los principios básicos que deben fundamentar la relación con su médico y se trata, entre otras cosas, de comprender en qué consiste la praxis médica. Que alguien haya tenido el valor de sacar la filosofía de la bonita torre de marfil en la que fue enclaustrada durante el siglo XX y volver a hacer de ella lo que siempre fue, una guía para la vida, es algo que no puede merecer otra cosa que nuestro encendido aplauso. Por si fuera poco, Delassus deja claro que, tal y como lo vive el enfermo, su cuerpo y su enfermedad son, ante todo, ideas con las que tiene que habérselas, destaca que la enfermedad es resultado de (y agente productor de) una historia en trance de hacerse y que, por tanto, considerar al paciente un número más en una estadística es resultado de una praxis médica castradora. Incluso halla valor y apoyos para oponerse al aplauso general que las leyes sobre la eutanasia provocan en cierta intelligentsia más preocupada por parecer progresista que interesada en conocer el género de progreso que están promoviendo.
   Desgraciadamente, ya se han enumerado todos los méritos de este libro. Y lo peor no es que el proyecto fuese demasiado ambicioso, lo peor es que resulta demasiado ambicioso para los presupuestos de los cuales parte. En efecto, por más que Delassus se empeñe en ello, el hecho de utilizar la filosofía de Spinoza no deja de parecer una decisión arbitraria. El “Spinoza” de Delassus es, en realidad, una filosofía determinista y, en consecuencia, un ideal de sabiduría entendida como el abandono de la búsqueda del sentido y del punto de vista del sujeto individual para centrarse en la totalidad de la naturaleza. Cuando se intenta ir un poco más allá e implicar otras ideas “de Spinoza” como la noción de conatus, Delassus topa rápidamente con una serie de límites que le llevan a reformular las nociones espinocistas hasta hacerlas difícilmente reconciliables con el filósofo de holandés. Llegados a este punto uno se pregunta qué necesidad había de acudir a Spinoza y qué se hubiese perdido apelando a los estoicos, en los que aquél se inspiró para todos los temas de los que Delassus saca provecho. Con todo, no es el peor problema del libro.
   Si bien es en el pensamiento francés en el que con más insistencia se ha tratado el tema de la medicina, existe en él un curioso desenfoque del que este libro es un ejemplo más. “Medicina” para los filósofos franceses parece significar “lo que se hace en los hospitales y en las facultades dedicadas a dicha disciplina”. Si hemos de atender al consumo de medicamentos, esta “medicina” ocupa actualmente menos del 30% de la praxis médica. De hecho, la tendencia es a volver puntual, casi instantáneo, el paso del paciente por los hospitales. Este desenfoque origina otro, a veces irónico y a veces sarcástico, el de considerar que la medicina tiene por objetivo acabar con la causa de las enfermedades (pág. 126). Si hemos de tomar al pie de la letra tal definición, se convertiría en un higienismo que ya Foucault criticó por devenir uno de los instrumentos del poder para penetrar los intersticios de la vida social. Así que sólo queda la otra opción, añadir el adjetivo “inmediatas” a las causas sobre las que debe actuar la medicina. El estrés, la contaminación, la proliferación de agentes químicos cuyo efecto a medio y largo plazo sobre el organismo humano es desconocido y, lo que es aún mejor, la ingesta habitual de medicamentos con todo género de efectos secundraios, deben ser adecuadamente alejadas de cualquier intervención médica y colocadas en una tierra de nadie sobre la que ninguna ciencia y, mucho menos, ningún poder político, debe ser competente. Pretender, por tanto, que la medicina cura o, todavía mejor, sacar del hecho de que para los pacientes la enfermedad es algo vivido, es decir, pensado y percibido, la conclusión de que “c’est tout d’abord le malade qui définit la maladie en fonction de ce qu’il ressent” (págs. 179-80), es, como digo, cruel sarcasmo. La enfermedad la definen los mismos que se aseguran de que los médicos no puedan curarla para que no les estropeen el negocio y que, sin duda, habrán aplaudido la aparición de este libro porque escamotea vilmente una de las cuestiones centrales de cualquier cosa que quiera llamarse hoy día una ética médica o, de un modo más amplio, una filosofía de la enfermedad, a saber, si hay ya argumentos éticos más que suficientes para prohibir que las empresas farmacéuticas sigan existiendo.

domingo, 11 de octubre de 2015

Das Auto (y 3. Vendiendo la plaga)

   Decíamos en la entrada anterior que los gobiernos europeos, democráticamente elegidos, piensan única y exclusivamente, en lo que es mejor para sus electores, sin parar mientes en lo que puedan decir u opinar grandes corporaciones industriales o países más poderosos. Un caso palmario lo tenemos en nuestro queridísssssssimo y amadísssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, Don Tancredo. Su primera reacción al conocer el escándalo no ha sido clamar por los ciudadanos españoles estafados, no ha recordado todas las personas que han enfermado por culpa de las emisiones contaminantes ni la riada de dinero que se gasta el Estado en su atención. Lo primero que ha dicho es que espera que todo este escándalo no perjudique las planeadas inversiones de VW en España. Unos días después, nuestro ministro de industria, el Sr. Soria ha tenido a bien leer ante los medios de comunicación una nota de prensa redactada en Wolfsburgo en la que se dice que, pese a que los coches de la empresa alemana han contaminado entre 20 y 40 veces más de lo permitido, no existe fundamento alguno para exigirle la devolución de las ayudas que recibió por rebajar las emisiones contaminantes. Ya hemos explicado que en España pedir responsabilidades está mal visto. Uno empieza pidiendo la cabeza de quienes han organizado un complot mafioso y, como se lo deje, puede acabar pidiendo la cabeza de los políticos que nombraron a los directivos de las cajas de ahorros que nos metieron en el foso de la crisis. En Alemania las cosas son diferentes. Un alto ejecutivo monta un chiringuito para estafar a sus clientes y, cuarenta y ocho horas después de salir en la prensa el escándalo, se le obliga a dimitir... e irse a disfrutar tranquilamente de su multimillonaria pensión vitalicia. Pero no se trata de gobiernos cuyos miembros piensan en su futuro profesional cuando abandonen el poder antes que en sus gobernados, no se trata de empresas que usan el ecologismo para vender, se trata de algo más.
   En el coche se anudan tres características de nuestra civilización: imagen, consumo y viaje. Puede decirse que el coche aumenta el radio de acción de nuestros desplazamientos, pero lo que realmente hace es crear unos sujetos que no entienden su vida si no es como un continuo éxodo. Ciertamente, nuestra especie es viajera. No hemos dejado de explorar nuevos territorios desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Salimos de África, nos expandimos por Europa y Asia y realizamos una carrera para llegar cuanto antes desde Alaska a Tierra del Fuego. Sin embargo, hasta el surgimiento del coche, sólo eran unos pocos quienes viajaban. Hoy la inmensa mayoría de los miembros de nuestra civilización occidental realiza un desplazamiento diario que hubiese costado varias jornadas a nuestros antepasados.
   Naturalmente, no se puede viajar sin consumir. El coche es la máquina del consumo perpetuo. Incluso parado, el simple paso del tiempo exige revisiones, reparaciones y repuestos. Toda reducción de consumo aparente es, en realidad, una acumulación que acabará manifestándose como un desembolso superior al pretendido ahorro.
   Pero, para viajar, para consumir, hace falta poco más que cuatro ruedas, un volante y un motor de explosión. Las convenciones de coches antiguos, en perfecto estado de funcionamiento, lo demuestran. El aumento exponencial de los gastos asociados a la posesión de un coche, el transformarlo en el eje central de la industria de los más industrializados, caso de Japón o Alemania, exigía algo más, exigía sobredimensionarlo, exigía abstraerlo de su realidad, exigía convertirlo en imagen.  Imagen, en primer lugar, de sí mismo, pues no compramos el mejor coche, ni el más adaptado a nuestras necesidades, compramos el coche más grande, el de mejor apariencia, el mejor anunciado... el coche de cierta marca. Imagen de marca, pues, que al principio consistió en el color (Ford sólo fabricaba coches negros), después en el diseño y ahora, en esta época de la imagen en la que escasea la imaginación, en un logotipo tan grande como el volante. El color, el color que empezó identificando al coche, identifica ahora al concesionario, a los empleados, a las oficinas. Pero la imagen de sí mismo, la imagen de la marca, están incompletas sin alguien que las conduzca y para quien será parte de la imagen personal. Un individuo no es más que la imagen que proyecta mediante los productos que consume, entre otras cosas, el coche que se compra.
   Cuando un elemento tan característico de una cultura mata, envenena y enferma, se suele crear una mitología en torno a él que permita justificar o, al menos, ocultar, su naturaleza letal. Nos contaron que legislaciones cada vez más estrictas habían hecho a los coches menos contaminantes de lo que fueron nunca. Nos contaron que las revisiones técnicas protegían el medio ambiente y dejamos que nos metieran un sensor por nuestro tubo de escape como dejamos que en nuestras revisiones médicas nos metan una cámara por salva sea la parte. Nos contaron que la nueva generación de catalizadores harían nuestros coches tan respetuosos con la naturaleza como un árbol, mientras nuestros frenos, nuestros embragues y nuestros amortiguadores seguían emitiendo las mismas partículas cancerígenas de siempre. Ahora nos cuentan que una marca nos ha mentido, pero que todos los consumidores, incluyendo los de esa marca, pueden estar tranquilos, al tiempo que la patronal del sector hace piña con quienes han mentido...
   No hay que ser ingenuos, si un gobierno te considera una industria, da igual cuántos ciudadanos mates porque te protegerá. El proceso por el cual los coches contaminan, sus humos nos enferman y cada céntimo que ingresan en las arcas del Estado acaba saliendo de ellas con destino a los hospitales, no conforma un círculo vicioso, ni es la suma de incidencias aleatorias, constituye el corazón mismo del sistema capitalista, pues se trata de un proceso de creación de valor. Gracias al coche, el aire puro, la salud, la vida libre de un cáncer, han devenido algo escaso que cuesta trabajo conseguir, esto es, lo que económicamente se define como un bien. No nos venden coches, nos venden riqueza, es decir, toda esa enfermedad y muerte que ansiamos conseguir.

domingo, 4 de octubre de 2015

Das Auto (2. VWexit)

   El 22 de septiembre de 2004, el gobierno griego reconoció que había estado falseando los datos del déficit público, al menos, desde el año 2.000. Fue el inicio de una cuesta abajo en la que el euro ha acabado estando al borde del abismo. Desde el principio, Alemania, cuya banca tenía la mayor parte de los bonos griegos en manos extranjeras, adoptó la idea de que Grecia debía pagar por lo que había hecho, sometiéndose a una cura de adelgazamiento que devolviera al sector público el tamaño macroeconómico que, sobre el papel, debía tener. En la práctica eso significaba retirar de la circulación un monto equivalente a lo que se debía pagar a la banca alemana, por lo demás, bastante maltrecha. Para el ciudadano de a pie lo que se le venía encima era una letal mezcla de paro, disminución o desaparición de las ayudas públicas e incremento de tasas en todos los sectores o, si lo quieren de un modo resumido, la miseria para unas cuantas de generaciones. Reiteradamente, cuatro locos argumentaron que la austeridad conduciría al desastre en los países periféricos primero, pero, a medio plazo, allí de donde procedían buena parte de los bienes industriales que éstos compraban, es decir, Alemania. El gobierno de Frau Nein, por su parte, argumentó "desde la más pura ortodoxia económica" que “los griegos”, no su gobierno o sus políticos, sino todos ellos, habían mentido, habían jugado con la buena fe de los europeos, se habían estado llevando subvenciones y ayudas utilizando la más ruin de las mendacidades y que, por tanto, debían pagar. No había pues, inocentes en esta guerra, nadie que mereciera el perdón. Cada anciano que cobrase pensión, cada niño que tuviera que ir a la escuela pública, cada joven que se encontrase en el paro indefinido, estaba, simplemente, sufriendo el justo castigo de su pecado original. Cuando Super Mario Draghi acabó dándole la razón a los cuatro locos que clamaban en el desierto, lo tuvo que hacer rompiendo la sagrada regla de la unanimidad que había regido la toma de decisiones en el BCE, pues los cargos nombrados por el gobierno alemán seguían obstinándose en que, quien la hace, la paga.
   Ahora tenemos que la joya de la corona de la industria alemana, el grupo Volkswagen, ha mentido ruinmente en un intento nada disimulado por alcanzar cuanto antes el puesto de empresa que más coches vende en el mundo al servicio de la supremacía (automovilística) alemana. Resulta, que ha estado falseando datos, informes e informaciones, que ha llegado a diseñar un programita que mintiese sistemáticamente, que ha dedicado lo mejor de sus capacidades ingenieriles al lucrativo quehacer de los trileros. Resulta que, en sólo dos días y exclusivamente en capitalización bursátil, ha perdido más dinero de todo el que defraudaron los griegos durante cinco años. Resulta que, al menos una quinta parte de lo que se ha perdido, es propiedad del pueblo alemán, quiero decir, de los ciudadanos que pagan impuestos, pues ése es el porcentaje de activos que tiene el Land federal de la Baja Sajonia en la empresa, sin mencionar el que tienen otros Länder y ayuntamientos. Resulta que, comparados con sus propios compatriotas, el dinero alemán que han dilapidado los griegos acabará por ser calderilla de la antigua. Resulta que el cacareado ecologismo germánico es un simple eslogan para vender más y forrarse el riñón. 
   Si “el que la hace la paga”, VW tendrá que desinstalar el sofware ilegítimo de los 11 millones de coches en los que los ha instalado. Tendrá, igualmente, que remozar el motor de estos vehículos para que tal procedimiento no acabe por suponer una pérdida de potencia en dichos motores. Tendrá que apechugar con las demandas de quienes, pese a ello, se sientan estafados por la empresa. Tendrá que pagar las multas correspondientes en todos y cada uno de los países en los que ha infringido la ley y tendrá que hacer todo ello sin ayuda ninguna de las autoridades alemanas. La excusa de que hacer todo esto reduciría a VW a la insignificancia, que muchísimos trabajadores se verían abocados al paro, que sus familias, inocentes, se verán afectadas, no debe significar nada, como no lo significó en el caso del pueblo griego.
   ¿Será ésta la postura que adopte, realmente, el gobierno de Frau Nein? El ministro de finanzas alemán, el otrora dóberman durante la crisis griega, Herr Schäuble, ya ha advertido que, cuando esto termine, todo habrá cambiando en VW. Y su canciller, Frau Nein, ha apostillado: “para que todo siga igual”. El gobierno alemán no va a actuar como imparcial juez en esta descomunal estafa, va a “colaborar con VW”, para que sus trabajadores no se vean afectados. Se trata de un timo organizado y orquestado por los directivos de la empresa y, a diferencia del caso griego, son ellos y exclusivamente ellos, los que han de pagar las consecuencias. Consecuencias que no serán penales, pues la fiscalía de Braunschweig, que afirmó haber abierto una investigación contra el anterior jefe de VW, acaba de “descubrir”, previa llamada de la cancillería de su país, que, en realidad, no lo está investigando, ni a él ni a ningún directivo. Sus pesquisas se dirigen, únicamente, contra “empleados responsables”, gente lo suficientemente escasa en número como para no perder muchos votos y lo suficientemente alejada de las instancias en las que se toman decisiones como para no tener mucho que contar acerca de quién sabía qué. 
   Una de las cosas que caracteriza a la mentalidad alemana es asumir en todo momento que los argumentos y justificaciones que sirven para apoyar sus intereses no valen para el resto de la humanidad. Hay una lógica y unos hechos válidos cuando se trata de explicar por qué los alemanes hacen o quieren algo y otra, toto caelo diferente, cuando se trata de lo que el resto de no alemanes hacen o quieren. Afortunadamente, Europa no es un conjunto de Estados sometidos a Alemania. Estamos dotados de gobiernos fuertes y democráticos que harán todo cuanto esté en sus manos para defender los intereses (y la salud) de sus ciudadanos y no lo intereses de grandes corporaciones o de potencias extranjeras, ¿verdad que sí?