domingo, 16 de agosto de 2015

Homunculando Intensamente (2 de 2)

   La segunda tópica no le salió mucho mejor a Freud. Pretendiendo acabar con los homúnculos lo que hizo fue multiplicarlos. Mi Yo quedaba ahora controlado por el homúnculo Ello y el homúnculo Superyó, pero ahí no para la cosa. Resulta que, además, las tres instancias, Yo, Ello y Superyó, tenían sus partes conscientes y sus partes inconscientes, con lo que, una vez más, los pequeños homúnculos que me dominan tienen en su interior homúnculos más pequeños. Por si fuera poco, Freud dotó a estos homúnculos de un aspecto siniestro y describe al Yo como una pobre bestia entre dos (es decir, cinco) amos despiadados. Por más que revistiera esta tópica de ropajes míticos, resultaba aún más coja que la anterior y Freud acabó por abandonarla buscando, por fin, alguna explicación de la psique humana libre de homúnculos. En su última etapa, entendió las acciones de los seres humanos como el producto de dos fuerzas impersonales que los dominan, eros y tánatos. Que esta explicación era bastante buena lo demuestra el hecho de que, a diferencia de las anteriores, explica bastantes menos cosas, pero, ¡ay! era demasiado tarde, Freud había contribuido ya decisivamente a un modo de entendernos tan disparatado como popular. Y es que, después de Freud, no ha habido manera de sacar a los homúnculos de nuestras cabezas. Vemos porque hay un homúnculo cómodamente sentado en su sofá, que observa lo que el cerebro proyecta en una pantalla. Leemos porque hay unos homúnculos que van reconociendo las palabras. Oímos porque pequeños homúnculos analizan lo que se nos va diciendo. Por supuesto, como buenos homúnculos, todos ellos están dotados de humor, intereses y aficiones que orientan nuestra atención hacia determinadas cosas que vemos, oímos o leemos. Aún mejor, si soy como soy es por culpa de unos homúnculos todavía más pequeños situados en mis células, dotados de caracteres tales como la inteligencia, la homosexualidad o la violencia, que me determinan a ser como soy. La idea de que todos estos factores de mi personalidad y operaciones de mi mente sean, en realidad, producto de la interacción de unidades que trabajan en paralelo (es decir, formando sistemas no lineales) mediante la descomposición de la información en unidades mínimas ellas mismas carentes de significado, le resulta a la mayoría de psicólogos, a la totalidad de filósofos y al común de los mortales tan ajena como el clima de Alfa Centauri Bb. El significado tiene que venir del significado, el sentido del sentido y las reacciones humanas de pequeños hombrecillos. ¿Para qué intentar explicar las cosas de modo correcto si se las puede explicar de modo simplista?
   Como digo, el resultado de las “explicaciones” homunculadoras es un modo de entender al ser humano absurdo y pueril, es decir, determinista. No es casualidad que en todos y cada uno de los ejemplos que aduce Daniel Dennett, no ya en sus libros dedicados al determinismo, incluso en La conciencia explicada, sistemáticamente se nos induzca a pensar que tenemos la cabeza llena de homúnculos. Los propios ejemplos “de tipo Frankfurt”, consisten, una y otra vez, en meter un homúnculo en nuestros cerebros. Es obvio que si hay un homúnculo que me guía, “yo” no soy libre, lo cual lleva a la ridícula idea de que si consiguiéramos arrancar a ese homúnculo de mi cerebro, sí sería libre. Dicho de otro modo si mi carácter me determina, arranquemos mi carácter de “mí” y seré libre. O si lo quieren se lo expreso de un modo más gráfico, el compatibilismo contemporáneo plantea que el camino hacia la libertad pasa por la lobotomía.
   Cuento todo esto porque el gran éxito cinematográfico del verano es Intensamente (Inside Out), una producción de la Pixar al servicio de Disney. El objetivo último de la película no es otro que convencer a los niños en su más tierna infancia de que tienen la cabeza llena de homúnculos de todos los colores y tamaños, no vaya a ser que de mayores puedan llegar a entenderse a sí mismos de un modo diferente a como plantea el más radical determinismo. El comportamiento de la niña protagonista queda en manos de cinco personajillos encargados de pulsar lo botones de una consola que parece diseñada por el propio Dennett. Aunque cada uno de los personajes dice representar una emoción básica, lo cierto es que todos ellos están dotados de personalidad completa, siendo, en realidad, prototipos caracteriólogios, homúnculos en la más pura tradición de Paracelso. La enjundia de la película consiste en saber qué va a hacer la niña o, lo que viene a ser sinónimo, qué personajes se van a quedar a cargo de la consola. Por si hubiese alguna duda, se nos aclara que no es el caso de los niños en situaciones traumáticas, también los adultos están dominados por los homúnculos que tienen a cargo su consola y no se deja escapar la oportunidad para aclararnos que un ser humano no funciona de modo distinto a un perro o un gato, con sus propios “gatúnculos” dentro del cerebro. La parte más terrorífica es que la película dice haber sido asesorada por un grupo de “expertos”, lo cual permite anunciarla como un instrumento para ayudar a que los niños entiendan el funcionamiento de sus emociones. Su propósito expreso no es entretener, es formar mentes. Los “expertos” no han desaprovechado la ocasión para sacar cabeza en las columnas de los periódicos y promocionarse mientras promocionan una película que, sin duda, les reportará nuevos clientes. No es difícil imaginar que los padres, tras el paso por taquilla o por algún programa de descarga, aprovecharán los homúnculos tan perfectamente caracterizados en el film para explicarles a sus hijos las raíces últimas de su comportamiento, es decir, para que aprendan a entenderse a sí mismos del modo en que se quiere que nos entendamos todos y que conducirá a esta generación a considerar que la libertad es la exótica invención de algún homúnculo alucinado.

domingo, 9 de agosto de 2015

Homunculando Intensamente (1 de 2)

   Parece haber sido Paracelso el primero en afirmar que enterrando una bolsa con carbón, mercurio, pelo o piel de un ser humano y rodeándolo todo de estiércol de caballo, nacía una especie de ser humano en miniatura capaz de realizar las tareas que se le encomendasen... durante un cierto tiempo. Después se volvía cada vez más protestón y, al final, se daba a la fuga. A este simpático personajillo se le dio el nombre de homúnculo y se hizo tan popular que a finales del siglo XVII saltó a la ciencia. A mediados de ese siglo, van Leeuwenhoek, utilizando microscopios de fabricación propia, observó por primera vez las bacterias, los glóbulos rojos y los espermatozoides. Lo de las bacterias y los glóbulos rojos estaba bien, pero lo de los espermatozoides fascinó a los científicos de la época, pues planteaba la enigmática cuestión de cómo un ser humano podía salir de algo que no era un ser humano. Por fortuna para todos apareció Nicolás Hartsoeker, quien observó la presencia de una especie de homúnculo en el interior de cada espermatozoide. De este modo, un ser humano salía, como era obvio, de otro ser humano más pequeñito y, por añadidura se aclaraba que las mujeres sólo aportaban a la concepción el alimento necesario para que ese homúnculo se desarrollaba. Esta “explicación” tuvo enorme éxito, pese a que dejaba sin aclarar muchas cosas, por ejemplo, por qué todas las mujeres acaban pareciéndose a su madre. Además, si los homúnculos estaban en los espermatozoides, debía haber espermatozoides de los espermatozoides que dieran lugar a aquéllos. Los homúnculos empezaron a proliferar entonces hasta tal punto, que no tardaron en meterse en nuestras cabezas. Entre los responsables de semejante acontecimiento está un tal Sigmund Freud.
   Si uno analiza la primera tópica, descubrirá que el motivo por el cual yo deseo comerme un helado no es porque yo quiera comerme un helado, es porque hay una especie de pequeño hombrecillo en mi cerebro que me conduce inevitablemente a comerme ese helado, hombrecillo que yo no controlo, bien al contrario, es él quien me domina a mí. A este homúnculo, Freud, lo llamó el inconsciente. El inconsciente serían todos aquellos contenidos que la conciencia no puede aceptar y que, por tanto, rechaza a capas más profundas de la psique de donde, en principio, no pueden volver a aflorar. Sin embargo, esta descripción adjudica a la conciencia una capacidad activa, una fuerza, que difícilmente puede encajar en el sistema freudiano, en el cual, la conciencia resulta ser un mero residuo del inconsciente que, por carecer, hasta carece de energía propia. Si, efectivamente, tuviera poder para rechazar determinados contenidos, habría que preguntarse para qué más tiene poder. Por tanto, en múltiples ocasiones Freud explica que es el inconsciente el que, en actitud paternal, arrebata determinados contenidos a la conciencia, que ésta no puede tolerar, para protegerla. Claro que en este caso hay que explicar por qué, acto seguido, el inconsciente trata de que esos contenidos vuelvan a la conciencia de un modo más o menos modificado pero no menos inquietante. Todavía mejor, cuando el paciente de una enfermedad mental decide ir al psicólogo para sanar de la misma, ¿quién ha tomado esa decisión? ¿la conciencia que carece de poder? ¿acaso es el inconsciente el que, reconocedor de sus desmanes, quiere que se le pongan coto? Así que ya tenemos a un inconsciente paternalista, caprichoso, poderoso, con mala conciencia y tan protestón como lo había descrito Paracelso, en definitiva, un homúnculo que subyuga de modo continuado a nuestra conciencia. 
  Por supuesto, la presencia de tal hombrecillo vuelve a plantear problemas de consistencia. Está muy bien que yo quiera comerme un helado porque mi homúnculo lo quiere, pero, ¿por qué lo quiere? Freud propuso que en la cabeza de ese pequeño hombrecillo hay otro pequeño hombrecillo, tan pequeño que, de hecho, es un niño. Son mis experiencias infantiles las que conducen a que el homúnculo que me domina quiera un helado. La cuestión está en que, entonces, en la cabeza de ese niño también tiene que haber un homúnculo más pequeñito, en cuya cabeza debe haber otro niño, etc. Hay otra solución, plantear que existen en nosotros tendencias naturales que nos llevan a querer lo que queremos, aunque entonces, la cadena de homúnculos resulta innecesaria. Yo quiero comerme un helado porque hay una tendencia natural en mí a hacerlo. Sabedor de este problema, Freud no tardó en abandonar su primera tópica por la segunda, lo cual no ha evitado la pervivencia del primer homúnculo. El común de los mortales va por ahí convencido de que lo que le ocurre es resultado de un inconsciente protestón que lo explica todo porque, en realidad, no explica nada de nada o al menos, no más de lo que había logrado explicar Hartsoeker. 

domingo, 2 de agosto de 2015

The Imitation Game (3 de 3)

   En contra de lo que se muestra en la película, Turing no estuvo solo en sus ideas. Aunque es cierto todo lo que se ha dicho acerca de su trato difícil, poseía una característica de las personas inteligentes: saber cuándo estaba delante de algo realmente bueno. Eso fue lo que ocurrió cuando entró en contacto con Tommy Flowers. Thomas Harold Flowers es, desde luego, un personaje con mucho menos glamour que Alan Turing, pero no menos importante para el esfuerzo criptográfico británico de la Segunda Guerra Mundial. Empleado de la sección de telecomunicaciones del correo británico, llegó hacia 1939 a la convicción de que un sistema completamente electrónico era posible. En 1941, cuando Turing estaba buscando ayuda para convertir en realidad su “Bomba”, se topó con él y entre ambos se produjo una inmediata sintonía intelectual. Por mediación de Turing, Flowers aterrizó en Bletchley Park en 1942 y posteriormente utilizó su poca mano izquierda para que los proyectos de Flowers progresaran. A Flowers, en efecto, se lo enfrentó con la tarea de romper las máquinas de tipo Lorenz SZ 40 y SZ 42 cuya complejidad dejaba en mantillas a las máquinas Enigma. En esencia lo que propuso fue construir algo que hoy día podríamos llamar el primer ordenador. Se trataba de un monstruo con más de 1.500 válvulas de vacío, es decir, multiplicaba por 10 la máquina más grande de este tipo construida hasta ese momento. El proyecto de Flowers le pareció a los responsables de Bletchley Park demasiado arriesgado, así que le dieron una palmadita en la espalda y lo animaron a que fabricara ese aparato pero de su propio bolsillo porque no le iban a dar ni un penique de los fondos de que disponían. Flowers no se lo tomó como un no y en 11 meses construyó una máquina que recibió el nombre de Colossus por su inmenso tamaño. Pero Colossus, técnicamente conocido como Mark 1, rápidamente demostró ser también colosal por sus resultados. A diferencia de la Bomba de Turing, no dependía de repeticiones o errores humanos. Abrió los mensajes encriptados por las máquinas de tipo Lorenz de par en par, hasta el punto de que los británicos tuvieron que decidir si usaban o no toda la información que proporcionaba (y existe el caso documentado del bombardeo, al menos, de una ciudad inglesa en el que no la usaron). La entrada en funcionamiento de una versión mejorada, el Mark 2 con 2.400 válvulas en 1944, aseguró el éxito del desembarco de Normandía. 
   Al término de la Segunda Guerra Mundial, a Flowers se le recompensó con mil libras (que no cubrían los gastos efectuados para la construcción de su primera máquina Colossus). Ésta, obviamente, no le fue devuelta, bien al contrario, fue destruida al final de la contienda. Creyó que, tal vez, podría sacar provecho de su trabajo creando una máquina parecida para uso civil, pero el banco le denegó el préstamo solicitado a tal fin arguyendo que, obviamente, un aparato así no funcionaría. Hasta 1970 su familia trataba sus historias acerca de lo que hizo durante la guerra como los cuentos del abuelete, pues nada podía ser reconocido oficialmente. Dedicó el resto de su vida a implementar electrónicamente el sistema telefónico británico desde su puesto de responsabilidad en la Post Office Research Station. Los primeros galardones por sus méritos en el área de la computación llegaron en 1980, tenía 75 años.
   Lo que ocurrió con Turing tras la Segunda Guerra Mundial fue casi simétrico del caso de Flowers. Él sí pudo seguir trabajando en computación y obtuvo notable reconocimiento por ello. A cambio su vida fue mucho más breve. Desde 1945 se dedicó tanto al diseño de los primeros prototipos de ordenadores como a la creación de lo que hoy podríamos llamar el software para los mismos. Como es lógico, acabó interesándose por las más fascinantes máquinas de computación que existen, los seres vivos. Sus últimos estudios se dedicaron a la aparición de la sucesión de Fibonacci en los vegetales. 
   Sus ideas siempre iban muy por delante de los tiempos. El primer programa para jugar al ajedrez, en parte, obra suya, era imposible de ejecutar en las máquinas de la época. Aún más avanzado fue el artículo de 1950 sobre inteligencia artificial en el que proponía su famoso “test de Turing”. El “test de Turing” es un ingenioso experimento mental para decidir si un programa “piensa” o no. Lo que propuso Turing es que un sujeto, el evaluador, tendría que intercambiar mensajes con dos interlocutores con los que sólo podría comunicarse por medio, digamos, de unas fichas pasadas por una ranura. Sabría que uno de sus dos interlocutores era una máquina y el otro un ser humano. Si al cabo de un tiempo, cinco minutos en el artículo original, no era capaz de determinar quién era quién, el programa en cuestión poseería inteligencia artificial. El test de Turing sigue siendo de enorme actualidad, tanto en la discusión teórica que originó como por su aplicación práctica. Plantea cuestiones muy profundas acerca de lo que significa “entender”, “comunicarse” e “inteligencia”. Los captchas que todos resolvemos cotidianamente 60 años después en Internet están basados en este test. De hecho, si por “evaluador” entendemos una persona cualquiera, las máquinas hace tiempo que franquearon la frontera de la inteligencia artificial, pues mi madre solía darle las gracias a los contestadores automáticos de los teléfonos. 
   En 1967 el Parlamento británico acordó que era “legal” que dos personas del mismo sexo yacieran juntas “en la intimidad”. Esta “intimidad” fue interpretada tan restrictivamente por los jueces que provocó la condena de homosexuales por compartir habitación de hotel e, incluso, el lecho del hogar cuando en éste, aunque fuese en otra habitación, había una tercera persona. En 1998 se presentó por primera vez al Parlamento una legislación que abolía cualquier tipo de discriminación de las parejas gays respecto del resto de parejas. La ley fue discutida y votada varias veces hasta que, en el año 2000, tras un interminable tira y afloja entre los innumerables ex-alumnos de Cambridge y de Oxford que conforman la Cámara de los Lores y la de los Comunes, el portavoz de ésta decidió darla por aprobada. Hacía décadas que la actitud de los británicos hacia gays y lesbianas iba muy por delante de la voluntad de sus legisladores. Trece años más tarde, Alan Turing fue indultado por su graciosa majestad la reina de Inglaterra de los cargos de “indecencia grave y perversión sexual”. Para entonces todo el mundo tenía claro quién había sido Turing, simplemente, un genio de la humanidad.

domingo, 26 de julio de 2015

The Imitation Game (2 de 3)

   En 1939, justo antes de la invasión de Polonia, el ejército alemán cambió las máquinas Enigma que había venido utilizando por modelos más avanzados que incluían cinco rotores, de los cuales sólo tres se ponían a funcionar en cada mensaje. Esta mejora acabó con los esfuerzos de los criptógrafos polacos, que se quedaron “a oscuras” justo en el peor momento. Sabiendo lo que se les venía encima, decidieron compartir todo lo que tenían con los servicios secretos franceses y británicos. Así fue cómo la máquina Enigma y los progresos de Rejewski y su equipo llegaron a una mansión de Buckinghamshire, llamada Bletchley Park. Si Alan Turing sabía que los polacos habían construido una máquina para romper Enigma y si sabía que el punto de ataque eran las partes repetidas que pudiera haber en un mensaje, no era por sus propias investigaciones personales, sino porque era la base de todo el trabajo que se desarrollaba en Bletchley Park. En esta tranquila mansión y su terrenos colindantes, se creó un complejo de inteligencia militar cuyo fin era descifrar la totalidad de mensajes que flotaban por el espectro electomagnético de la época, incluyendo, además de los enviados utilizando máquinas Enigma, los mensajes militares y diplomáticos de todos los países envueltos en la Segunda Guerra Mundial. De modo que no, los miles de personas que llegaron a trabajar en Bletcheley Park no tenían por misión llevarle la sopa a Alan Turing cuando éste tenía hambre. Tampoco es cierto que el bueno de Turing, un producto del King’s College tuviera habilidad en sus manos para fabricar rotores, realizar conexiones y empalmar cableados. Diseñó, eso sí, una máquina, la "Bomba”, generalizando los principios de Rejewski y capaz de abordar con cierto éxito mensajes enviados utilizando las máquinas Enigma en donde hubiese sólo tres rotores funcionando. La British Tabulating Machine Company fabricó varias decenas de máquinas de este tipo, con diversas especificaciones. Como se puede entender, no era misión de Turing y de su equipo tabular los resultados que ofrecía cada una de las máquinas para descifrar el mensaje original computado en ellas y, mucho menos, tomar decisiones operativas como se ve en la película.
   Dijimos en la entrada anterior que Enigma era, básica y esencialmente, el sistema de cifrado perfecto. De hecho, la razón por la cual los trabajos para romper este código permanecieron en secreto hasta 1970 es que, antes de la generalización de los ordenadores, la práctica totalidad de los servicios secretos, diplomáticos y militares del mundo utilizaban máquinas del tipo Enigma. También dijimos que su punto fuerte y su punto débil era que la pulsación de una letra nunca daba como resultado de salida esa misma letra. Para entender esto hay que entender la mayor debilidad de Enigma, a saber, que era manipulada por seres humanos. En cierta ocasión un operador de Bletchley Park recibió un mensaje que carecía de la letra t y comprendió rápidamente lo que había ocurrido. Al otro lado del telégrafo había un soldado alemán que había tenido la bonita idea de probar qué ocurriría si pulsaba una y otra vez la letra t. A partir de ese momento y durante un buen puñado de horas, todos los mensajes posteriores que trasmitió fueron decodificados por los británicos sin la menor dificultad. En eso la Bomba de Turing demostró ser extraordinariamente hábil. Su diseño, unido a los atajos típicos de la criptografía, es decir, los trozos de mensajes cifrado en los que, por diferentes razones, se sabe lo que ponen, le permitían obtener información de extraordinaria utilidad. Y en esas “diferentes razones” es donde interviene el factor humano. Había operadores alemanes que, lejos de seguir las órdenes de cambiar la configuración de los rotores cada día, dejaban la misma durante tres o cuatro días. Otros los configuraban con sus iniciales o las de su novia y ahí lo dejaban. Muchos mensajes contenían el “Heil Hitler” sistemáticamente y muchos otros contenían la orden “contesten”. Hubo un tipo de mensajes que demostró rápidamente el éxito del diseño de Turing: los procedentes de los submarinos.
   En los inicios de la Segunda Guerra Mundial la supervivencia de Gran Bretaña dependía del auxilio que llegaba por el Atlántico. La marina alemana había iniciado una exitosa campaña contra los convoyes enemigos hundiendo buena parte de ellos. Hacia 1941 los británicos descubrieron que los submarinos alemanes tenían la rutina de informar cada mañana de su situación y condiciones metereológicas. Mediante triangulación podían averiguar los datos enviados. Además, buena parte de la tripulación de los submarinos eran soldados profesionales poco o nada afectos al nazismo. Para no hacerse más sospechosos de lo que ya eran, solían acompañar sus mensajes del consabido “Heil Hitler”. Había pues elementos más que suficientes para que Turing y su equipo entraran en acción y, de hecho, a ellos les cabe buena parte del mérito de la cacería de submarinos que la marina británica pudo desarrollar durante el año 1941. El almirante Dönitz, sospechando lo que había ocurrido, ordenó dotar a los submarinos alemanes de un nuevo modelo de máquina Enigma que hacía funcionar cuatro rotores, dejando con ello a los británicos nuevamente “a oscuras” y consiguiendo otro período dorado para la marina alemana desde inicios de 1942 hasta 1943. Ese año, las mejoras en el sónar y en el lanzamiento de cargas de profundidad por parte de los norteamericanos inclinaron la balanza del lado de los aliados en la batalla del Atlántico. El resultado final es elocuente, el porcentaje de bajas en las tripulaciones de los submarinos alemanes fue mayor que entre las unidades kamikaze de Japón.

domingo, 19 de julio de 2015

The Imitation Game (1 de 3)

   The Imitation Game es el acertado título de una película de esta temporada sobre la vida de Alan Turing. Digo “acertado” no tanto porque fuese un título elegido por el propio Turing para uno de sus artículos, como por el hecho de que, efectivamente, la película es una burda imitación de la vida de Turing. Aunque no se dice “basada en hechos reales”, entra perfectamente en dicha categoría. Es sabido que “basado en hechos reales” significa que se han cambiado algunos nombres, algunos personajes y todos los hechos. La relación entre una película “basada en hechos reales” y los hechos reales es algo así como la relación que existe entre lo que contamos cuando llegamos a una hora inapropiada a casa y lo que efectivamente ha ocurrido. Y a este tipo de cuentos pertenece la película de la que hablamos. En efecto, de creer lo que se dice en ella la Segunda Guerra Mundial la ganó Turing y cuatro más que eran los encargados de llevarle sopa cuando tenía hambre. La realidad, por supuesto, es un poco más compleja.
   Alan Turing fue un personaje muy por delante de su época. El aspecto más recordado de su trabajo es haber hecho matemáticamente plausible lo que hoy vivimos cotidianamente, un mundo dominado por sistemas de computación. Tan cotidiana es nuestra experiencia que no acertamos a comprender la grandeza de Turing, pues sus especulaciones se realizaron en una época en la que lo más parecido a un ordenador que podía encontrarse era el sistema de válvulas de vacío que se hallaba en el corazón de las centralitas telefónicas. Como todos los que están por delante de su época, Turing no fue una persona fácil de tratar. Por si fuera poco, pasó por Bletchley Park, un complejo militar británico dedicado al desciframiento de códigos, en el que no se dejaba escapar ocasión de recordarle a todos los que trabajaban allí que cada momento de respiro costaba vidas en el frente.
   En realidad, Turing era un producto bastante típico del King’s College de Cambridge (como podría haberlo sido de cualquier otro college de Cambridge o de Oxford): engreído, altivo y homosexual. En un país en el que la homosexualidad estuvo penada con la cárcel hasta 1967 y que eliminó los últimos vestigios de discriminación hacia los homosexuales en el año 2000, a las élites, a las élites de Cambridge y Oxford, se le permitían muchas veleidades prohibidas para el común de los mortales. Fue por tener relaciones sexuales con uno de éstos precisamente, por lo que Turing se vio envuelto en un proceso en el que, pese a sus enormes esfuerzos en favor de su graciosa majestad, un juez en nombre de ésta, acabó por condenarlo a la castración química. Oficialmente se suicidó el 7 de junio de 1954.
   El trabajo de Turing en Beltchley Park, como el de otros muchos, consistió en desenredar lo que Arthur Scherbius había enredado. Scherbius fue un ingeniero alemán que en 1918 patentó una máquina de cifrado llamada “máquina de rotor”. La posterior compra de una patente de Hugo Koch en 1919 le permitió mejorar su modelo y lanzar al mercado un aparato bajo la marca comercial “Enigma”. Scherbius, que murió en 1929, siempre orientó su negocio hacia el sector comercial y difícilmente hubiese imaginado que un modelo mejorado de su aparato sería convertido en el estándar de comunicaciones de la marina alemana y, posteriormente, de todos los ejércitos de Hitler. El año de su muerte los servicios secretos polacos interceptaron un paquete enviado a la embajada alemana en Varsovia y que alguien, por error, había dejado fuera de la valija diplomática. El paquete contenía una versión comercial de Enigma. Los polacos hicieron los correspondientes planos de la máquina y dejaron que el aparato llegara a sus destinatarios. Esos planos se entregaron al equipo capitaneado por Marian Rejewski para que rompieran los códigos que salían de la maquinita en cuestión. Rejewski, Rozycki, Zygalski y otros desarrollaron múltiples procedimientos para ello, incluyendo la construcción de un artefacto, la “bomba criptológica”, que ayudaba en los cálculos necesarios. 
   Enigma era una especie de máquina de escribir con una serie de rotores que, al combinarse de diferentes maneras, hacían que apareciese una letra distinta a la pulsada inicialmente en el teclado. El simple cambio en el número de rotores, en su orden y en la posición de anillos y conexiones en los modelos posteriores, hacían cambiar por completo el número de resultados posibles de un mismo texto. Cada mensaje contenía una código que indicaba la posición de los rotores que se iba a utilizar a continuación, con lo que el receptor sólo tenía que ajustar éstos para poder descifrar el resto del mensaje. A su vez, tener una máquina Enigma no servía de nada si se desconocía cómo estaban ajustados los rotores de la máquina con la que se había enviado el mensaje.
   Sobre Enigma hay que entender tres cosas. La primera es que no era una máquina, sino todo un tipo de máquinas en el que los modelos más simples, los comercializados por Scherbius, tenían tres rotores pero había modelos con hasta ocho rotores y máquinas aún más complejas, como la Lorenz SZ 40 usadas por el ejército alemán para comunicaciones de alto nivel. La segunda es que tenía un punto fuerte y un punto débil. El punto fuerte es que la pulsación de una letra nunca daba como resultado de salida esa misma letra. El punto débil era que la pulsación de una letra nunca daba como resultado de salida esa misma letra. Finalmente lo que hay que entender sobre Enigma es que resulta lo más cercano a una máquina de cifrado perfecta que se ha fabricado jamás. Hubo mensajes codificados con ella que permanecieron ilegibles hasta ¡2006!

domingo, 12 de julio de 2015

Sobre el uso político de la marihuana

   Forma parte del discurso de la progresía una defensa, más o menos encendida, del uso de las drogas. Los argumentos son múltiples y, a veces, fundamentados en hechos. Se afirma, por ejemplo, que las drogas amplían nuestra conciencia, proporcionan nuevas experiencias, abren la mente. En las drogas, por tanto no hay nada malo o no lo habría si estuviesen legalizadas y hubiese un control sanitario de su pureza y las sustancias con las que se corta. La demostración más palpable es que todas las culturas las han usado con mayor o menor prodigalidad. Además, el uso adecuado de las drogas sólo afecta al ámbito privado del individuo, las pretensiones moralizantes del Estado son puro paternalismo trasnochado. Nadie tiene por qué proteger a un individuo de lo que él no quiere ser protegido. Pero, por encima de todo, el argumento que cualquier adolescente puede exponer es que existe una amplia gama de drogas, particularmente la marihuana, que no hace ningún daño. 
   La idea de que un porro no es nada malo la escuché por primera vez cuando tenía 14 años y los dinosaurios dominaban la tierra. Por aquel entonces yo estaba dispuesto a creérmelo. Ahora que veo en qué se han convertido los que me lo decían, ya no me lo creo. Ciertamente, un porro no le hace daño a nadie ni tiene por qué conducir a drogas más duras. Tampoco la estricnina le hace daño a nadie si se toma en la cantidad apropiada. De hecho, en la cantidad apropiada, es una droga, pero, por mucho que esto me excluya de pertenecer a la progresía, no voy a argumentar en favor de su utilización por quien quiera hacerlo de modo libre y sin la intervención de un supervisor. También es cierto que todas las culturas han hecho uso de las drogas, pero ninguna, como la nuestra, lo ha hecho con fines recreativos. El uso de las drogas en la práctica totalidad de las culturas tradicionales estaba ligado a la religión o, al menos, el culto a los antepasados.
   No obstante, España es un país muy progre y el discurso a favor de las drogas se ha instaurado entre nosotros, generando una tolerancia hacia el consumo de drogas a todas las edades escalofriante. Nadie hace estadísticas acerca del consumo de marihuana en nuestro país porque las cifras serían escandalosas y un reciente estudio reveló que estamos a la cabeza del mundo en cantidad de cocaína por litro circulante en nuestros ríos. Para darse cuenta de lo que estamos hablando le sugiero que recorra la noche de cualquier pueblo medianamente alejado de la capital de provincia correspondiente y observe los hábitos de la juventud en fin de semana. Pueblos de serranía los hay en los que el olor a “hierbabuena” le asalta a uno nada más ver el cartel que anuncia la localidad y se convierte en tufo insoportable al atravesar el umbral del ayuntamiento.
   La ley legaliza el consumo privado de marihuana y la tenencia de cantidades para dicho consumo personal. El Estado, este Estado paternalista y deseoso de penetrar en la vida privada de sus ciudadanos, “no se entera” de cuál es la planta más cultivada en los balcones de nuestras ciudades o de lo que ocurre en muchas de sus esquinas y plazas, porque a nadie, salvo a los funcionarios encargados de ello, parece importarle mucho.
   Cuento todo esto porque esta semana han sido detenidos dos jóvenes españoles cuando han regresado de luchar contra el Estado Islámico en Siria. Forman parte de una avanzadilla que, cansados de la palabrería política, aburridos de ver cómo Occidente discute acerca de galgos y de podencos, han llegado a la conclusión de que sí se puede hacer algo, de que cada uno de nosotros tiene la capacidad para tomar la decisión de cambiar las cosas y cambiarlas. Casualmente al Estado, a este Estado tan duro de oído que tampoco se enteró de los vuelos de la CIA que atravesaron nuestro país con secuestrados camino de paraísos de la tortura, le ha faltado tiempo para detenerlos en cuanto han regresado mientras la progresía miraba hacia otra parte. Al parecer las drogas proporcionan nuevas experiencias y abren nuestra conciencia, la lucha contra el totalitarismo, no. Es curioso que nuestra sociedad tolere el uso incontrolado de drogas por parte de los jóvenes y actúe con presteza y contundencia contra jóvenes que han decidido luchar contra quienes matan inocentes para instaurar la tiranía. Nadie los menciona como ejemplos para quienes se pasan el día pegados al móvil y la consola, a nadie le resulta meritorio que se hayan jugado la vida por las mismas palabras que nuestros políticos malgastan cotidianamente, nadie considera que haya en ellos algo más y mejor que quienes compiten por ser los más rápidos preparando una cachimba. La cárcel y el olvido debe ser el premio por haber luchado para defendernos a todos, mientras nosotros lo veíamos a través de nuestra pantalla de 4K. ¿Por qué este rasero tan extraño? ¿Acaso porque preferimos una juventud drogada a una juventud combativa?

domingo, 5 de julio de 2015

Tragedia griega

   Una de las características de la tragedia, tal y como se la entendió en la Grecia clásica, era que cada uno de los personajes que intervenían en ella hacían lo único que podían hacer estando en sus circunstancias. Cumpliendo con su papel, estaban abocados a un callejón sin salida, al menos sin una salida satisfactoria para todos. El género gozó de una enorme aceptación en su época y, desde entonces, no ha dejado de tener adeptos, si bien, se la ha modificado de acuerdo con los gustos de cada momento, en especial, volviéndola bastante menos sanguinolenta. Tanto éxito ha tenido, que muchos seres humanos hacen lo posible por verse llevados a esas situaciones desesperadas en las que sólo caben tremebundas decisiones. Y, por supuesto, los gobernantes no han sabido resistirse a su influjo.
   Cuando Varoufakis y el gobierno de Syriza dijeron que la deuda era impagable para una economía de su tamaño, los llamaron hasta bonitos. Ahora es un principio comúnmente aceptado. Cuando algunos economistas señalaron que las medidas de austeridad impuestas a los helenos no podían conducir a nada bueno, los tacharon de perroflautas. Ahora hasta el FMI está de acuerdo. Cuando se acusó al gobierno alemán de confundir la tozudez con la ceguera, se tildó a quienes sostenían semejante anatema de revolucionarios de salón. Ahora nadie duda de que estaban en lo cierto. ¿Qué impide, pues, un acuerdo cuando, al fin, todos hemos llegado a las únicas conclusiones a las que se podía llegar?
   Lo primero que hay que entender es que el gobierno griego no podía haber hecho nada diferente de lo que ha hecho. Se lo puede acusar de arrogante, de usar formas inadecuadas, de poco diplomático en una situación que exigía mucha mano izquierda, incluso de poco inteligente, pero, al cabo, no podían hacer ni más ni menos que lo que han hecho. Uno de esos gobiernos que hay por ahí (y no quiero señalar a nadie), preocupado ante todo por sus respectivas poltronas, se habría contentado con un amago de negociación, hubiese presentado los escasos réditos conseguidos como un gran éxito y se habría sentado a esperar que dentro de cuatro años los votantes se hubiesen olvidado de lo poco conseguido. Un gobierno nacionalista, centrado en el interés egoísta de los ciudadanos griegos, se hubiese enrocado en torno a la necesidad de una quita y hubiese presentado la negativa a proporcionarla como un agravio contra el orgullo patrio y la recuperación del dracma como un triunfo. Un gobierno a la venezolana, habría dado el portazo hace tiempo a los acreedores y se hubiese lanzado de cabeza al precipicio pensando, como dijo aquel insigne ideólogo de la revolución bolivariana, que ya “Dios proveerá”. Tsipras y los suyos no han hecho ni lo uno ni lo otro. Son incontables las reuniones que han mantenido buscando en todo momento un acuerdo. De hecho, han ido deponiendo una tras otra sus líneas rojas, dejándose, como debían hacer, el pellejo en cada palabra, en cada coma, en cada punto. Por encima de todo, ninguno está atornillado a su poltrona. Sin dudarlo, con loable inconsciencia de recién llegados, han atado sus destinos al resultado de la negociación. No han hecho de la quita bandera de batalla, anteponiendo los intereses de los acreedores a los intereses de los ciudadanos griegos. Ni siquiera han frivolizado con lo que supone la salida del euro. Cuando ha quedado claro que o aceptaban sin más las condiciones impuestas por Europa o volvían a hacer circular el dracma, se han sacado de la manga un referéndum que será inconstitucional y precipitado, pero que otorga el poder de decidir a quien nunca debe dejar de tenerlo.
   ¿Podrían haber conseguido más si se hubiesen presentado ante las autoridades europeas de otra forma? ¿Merecía la pena enredar las cosas para llegar al final a lo inevitable? En estos días está muy de moda comparar a Grecia con Portugal. Nuestros vecinos peninsulares (sí, sí, Portugal es un país que lo tenemos ahí al ladito), como siempre, humildes y esforzados, aceptaron las draconianas medidas de la troika hace unos años y ahora sus cifras macroeconómicas comienzan a mostrar mejoría. Con repugnante obscenidad, sus autoridades sacan pecho afirmando que las arcas públicas están repletas. Los hospitales siguen careciendo de todo, la educación agoniza y las vías de comunicación son tercermundistas o de pago, pero las arcas públicas están repletas. ¿Esta es la prosperidad que nos aguarda tras los sacrificios sinnúmero? ¿qué próspero futuro es aquél en el que el dinero de todos no beneficia a nadie y se limita a fulgurar en las sombrías cámaras de un banco central? ¿Acaso debemos ser modernos reyes Midas, rodeados de oro pero hambrientos? ¿De verdad alguien puede creer que el gobierno griego ha hecho mal intentando privar a sus ciudadanos de este cruel destino?
   Quien, aparentemente tenía margen de maniobra en esta tragedia era Frau Nein. La Sra. Merkel parecía tener la opción de decir por una vez que sí, que aceptaba una propuesta que no venía del cerrado círculo de sus banqueros. Fue entonces cuando pudo comprobar las férreas leyes de la tragedia griega. La opinión pública de su país, a la que había intoxicado con la idea de que los griegos habían mentido, habían faltado a su palabra y, aún más, a su deber moral, enterada de que se había aceptado algo mejor para ellos que el infierno, alzaron su clamor con tal vehemencia que su canciller no tuvo más remedio que volver a pronunciar su palabra favorita, nein. Todo esto demuestra, una vez más, que siempre que se habla de la simplicidad de los números, del carácter aséptico de las cifras macroeconómicas, de la pura economía, en realidad no se está hablando de nada simple, aséptico ni “puro”. Se está hablando, lisa y llanamente, de ideología.