domingo, 26 de abril de 2015

Responsable, el videojuego (1)

   Hace unos años, tuve un viaje a París esclarecedor. En la atracción It’s a small world de Eurodisney, una pareja europea iba precedida en las barquitas por una familia que, por el acento de su inglés y por su altura, sólo podía ser norteamericana. El primogénito de dicha familia dedicó buena parte del paseillo por el mundo de las marionetas a golpear el agua cada vez que sus padres no miraban, salpicando a la pareja europea. Llegó el punto en el que la chica, en su idioma, le soltó una reprimenda al niño que éste entendió perfectamente por más que sólo hablase inglés. El padre, sin preguntar a nadie qué había pasado, le soltó al niño una sonora colleja con su inmensa mano. Naturalmente al niño no se le ocurrió volver a sacar los pies del tiesto, es decir, las manos de la barcaza, en lo que quedaba de atracción. 
   De regreso, en el aeropuerto Charles De Gaulle, había una zona infantil, con columpios y cosas así que podía contemplar perfectamente desde la sala de espera en la que me hallaba. Por azar, observé cómo un señor de la mediana edad se acercaba hasta un niño, presuntamente su hijo, para pedirle que dejara su lugar en un cachivache a otro niño más pequeño que aguardaba desde hacía un rato para subirse en él. La tierna criatura, de unos siete años, lo hizo, pero, a cambio, la emprendió a puntapiés y gritos contra su progenitor. Se tiró al suelo lanzando berridos y machacó a patadas las espinillas de su padre cada vez que éste intentó acercársele. “¡Mátame, mátame!”, gritaba en un español como sólo es capaz de hablarlo alguien nacido aquí. Estaba a punto de levantarme para decirle, “no se preocupe caballero, ya lo mato yo”, cuando observé a una señora que corría hacia el niño. “La bofetada se va a oír desde España”, pensé. Pues no, la madre abrazó al niño como si lo acabaran de sacar de un edificio en llamas, se lo comió a besos y le susurró palabras conciliadoras al oído mientras el niño seguía lanzando todo tipo de improperios a voz en grito contra su padre. Fue una de las muchas veces en que viví con desgana mi regreso a este país.
   Esta semana, uno de estos niños criados bajo el paraguas de la nueva pedagogía, ésa que afirma que todo es relativo y que, por tanto, con los hijos hay que negociarlo todo y no decirles “no” nunca, se presentó con una hora de retraso en su instituto. Dado que un instituto es como una taberna y uno puede llegar a la hora que le dé la gana, accedió a su aula, atacó a su profesora con una ballesta y trató de apuñalarla. Por supuesto, no fue capaz, pero sí que acertó a darle una cuchillada mortal a otro profesor que se acercó al aula para ver qué sucedía. Tras atacar a otro par de alumnos/as y a otra docente, un profesor pudo entretenerlo en los servicios mientras el joven intentaba manipular el material que llevaba para confeccionar un cóctel molotov, cosa que, obviamente, tampoco consiguió hacer. El profesor en cuestión se cuidó muy mucho de ponerle la mano encima, de haberle causado un arañazo se hubiese jugado su futuro profesional. La reacción que este acontecimiento ha originado en la sociedad desvela casi todo acerca de lo que está sucediendo en España.
   Para empezar, las consecuencias penales. Penalmente este suceso no tiene ni va a tener consecuencia alguna. Los menores de 13 años y los mayores de 75 no son imputables según la justicia española. De hecho, la policía ni siquiera pudo detener al joven, no lo permite la ley. Con independencia de que para nada creo en las virtudes de la cárcel, es bastante significativo que tal y como está escrita la ley en este país queda claro que la responsabilidad no es algo típico y característico de los seres humanos que puedan considerarse libres. Se trata, únicamente, de un accidente de la edad, que entra en vigor plenamente cuando uno cumple 18 años y que finaliza con la esperanza media de vida, como la obligación de renovar el carnet, el permiso de armas o cualquier otro trámite legal. La responsabilidad es una imposición social de la que uno puede y debe intentar escapar, de modo semejante a las multas de tráfico, porque, por naturaleza, el ser humano, como las bestias, es irresponsable.
   En segundo lugar tenemos la respuesta oficial. Oficialmente, se trata de “un caso aislado”, es decir, de algo estadísticamente irrelevante, o, dicho de otro modo, carente de consecuencias electorales, que es lo único que importa. La señora Irene Rigau, consejera de educación en el gobierno de ese Moisés que va a conducir al pueblo catalán a la libertad, lo ha explicado muy bien, se trata de “un brote psicótico”, algo imprevisible e indetectable. Cuando digo que “lo ha explicado muy bien”, me refiero a que ha explicado muy bien hasta qué punto llega la capacidad intelectual de los políticos de este país (incluyendo en “este país” también a los del futuro país vecino). Alguno de sus asesores, porque no creo que ella sea capaz de hacerlo, debería haberse molestado en buscar en un diccionario lo que significa “brote psicótico”. Agenciarse una ballesta, un puñal y elementos para fabricar un cóctel molotov, no son cosas, desde luego, compatibles con un “brote”. Y, por supuesto, un “brote psicótico” no es algo que aparezca así, de pronto, como una erupción cutánea. En fin, tampoco quiero poner mucho énfasis sobre esto, parecería como si estuviese pidiendo que un consejero de cualquier comunidad autónoma tenga idea de lo que está saliendo por su boquita. Como veremos en la próxima entrada, hay que ser realistas, los políticos españoles no dan para tanto.

domingo, 19 de abril de 2015

Ignominia

   Perder Cuba, Filipinas y todos los signos que quedaban del imperio español tuvo un significado añadido que no se suele estudiar en los libros de historia y es que los imperios son los únicos que anteponen los intereses de sus ciudadanos a los de cualquier otro gobierno. Los papeles de Wikileaks dejaron muy claro que sucesivos gobiernos españoles, entre ellos alguno de estos a los que se les llena la boca con la palabra “España”, habían aconsejado reiteradamente al gobierno de los EEUU cómo actuar para salir airosos de sus pleitos con ciudadanos, organizaciones y empresas españolas. Tapado por el manto de las corrupciones y corruptelas cotidianas, que cada vez es más grueso, hemos vivido esta semana otra ignominia de la misma naturaleza. Pero ya no en la oscuridad de lujosos despachos enmoquetados en los que se dirimen la vida, la muerte y el sufrimiento de los ciudadanos de a pie, sino ante la luz y los taquígrafos del Congreso de los Diputados.
   El pasado 18 de enero un avión no tripulado del ejército israelí atacó un convoy en la parte de los altos del Golán que quedó en manos sirias tras la Guerra de los Seis Días. Como ya he dicho, los servicios secretos israelíes están atenazados ante la duda de con quién les puede ir mejor, si con un enemigo tan cómodo como la familia al-Asad o con una oposición decididamente escorada hacia el radicalismo islámico ante la falta de apoyo de Occidente. Únicamente esa duda es la que los ha mantenido alejados de intervenir directamente en la guerra civil siria, como ya lo hicieron en la del Líbano. El bombardeo sólo podía obedecer, pues, a causas mayores y las había. En el convoy viajaban altos mandos de Hezbolá, que, para quienes no lo sepan, está actuando como fuerza de choque del ejército sirio. También falleció en el ataque Mohamad Alí Allahdadí general de la Guardia Revolucionaria iraní encargado de apoyar las acciones de la milicia libanesa en Siria. Pero el principal objetivo del mismo era Abu Alí Tabatabai oscuro personaje (el “Abu” suele indicar que lo que viene después es un apodo), encargado de formar y entrenar las unidades de ataque de la milicia libanesa y del que ni siquiera se sabe con seguridad si ha muerto.
   Rápidamente Hezbolá anunció venganza y la nueva vuelta de la infernal noria que azota la región desde hace un siglo se produjo diez días después, cuando un comando atacó con misiles un convoy del ejército israelí en la frontera con Líbano, matando a dos soldados e hiriendo otros cuatro. Inmediatamente, las baterías israelíes respondieron barriendo una amplia zona al otro lado de la frontera. En ese bombardeo, un proyectil de 155 mm impactó en la torre de observación del cuartel de los Cascos Azules matando al cabo español Francisco Javier Soria.
   Este martes, el ministro de Defensa informaba al Congreso que el cabo Soria había muerto como consecuencia de una serie de “errores” o “imprudencias” del ejército israelí, que habían tenido un resultado desafortunado, del cual el gobierno de Israel asumía su responsabilidad. Curiosamente, el Sr. ministro, D. Pedro Morenés, utilizaba como apoyo de sus palabras el informe “hispano”-israelí sobre el incidente, elaborado por el ejército israelí bajo observación de dos oficiales españoles que no han tenido ni voz ni voto en su redacción. No ha habido ninguna referencia al informe elaborado por el propio ejército español ni al informe elaborado por la ONU. Según este informe “hispano”-israelí, la culpa de todo la han tenido los operarios de la batería que, sin instrucciones al respecto por parte de sus mandos, abrieron fuego en el límite mismo de alcance de sus cañones, obviando la influencia del viento y careciendo de observadores que corrigieran el tiro. A la luz de tales consideraciones cabe concluir que Israel confía su frontera más peligrosa a una banda de aficionados, carentes de estructura de mando y que juega al tiro al blanco con baterías de 155 mm, cosas todas ellas que alguien ignorante de las realidades geopolíticas de este mundo, como parece ser el Sr. Morenés, sin duda podrá creerse, pero nadie más.
   Para empezar, es de dominio público que Israel monitoriza todo cuanto ocurre en los países vecinos mediante sofisticados sistemas de radares, satélites y drones, de tal manera que sólo una milicia tan entrenada y preparada como Hezbolá, puede permitirse el lujo de apuntarse alguna que otra acción exitosa contra sus fronteras. Por otra parte, la carencia de corrección en el tiro viene contradicha por el propio testimonio de los compañeros del cabo Soria, que han contado a la ONU, a los encargados de hacer el informe del ejército español y a la prensa, que el bombardeo comenzó algo más lejos de la base para ir acercándose progresivamente a ella. Que una acción de semejante tipo sea llevada a cabo sin conocimiento o supervisión de los mandos de la batería, los mandos de la unidad e, incluso, del ejército y del gobierno israelí es poco menos que un disparate. Todos ellos son directamente responsables de lo ocurrido, bien por omisión, como quieren hacernos creer, o bien por haber dado instrucciones directas, como es seguro que sucedió. El ejército israelí quiso acabar de forma inmediata con los autores del atentado, bombardeando cualquier ruta de escape o cualquier zona donde pudieran buscar refugio, como los alrededores de la base de los Cascos Azules. Para ser eficaz, los proyectiles debían caer al pie mismo de los muros de dicha base. El riesgo de provocar una carnicería entre las fuerzas de la ONU, la posibilidad de que un obús perdido pudiera impactar en la base y matar a un puñado de Cascos Azules, les preocupó lo mismo que al gobierno israelí le ha preocupado siempre la vida de inocentes que se interponen en sus planes: nada. Para el gobierno de Israel no hay inocentes, personas preocupadas por la verdad u observadores independientes, hay palmeros que jalean todas su acciones y enemigos. En esto no se diferencia de ningún otro gobierno del mundo. En lo que se diferencia es en que el modo habitual que tiene de neutralizar a sus enemigos no es la ley y la justicia, como se hace en los gobiernos democráticos de Occidente, sino la aniquilación física, como es norma entre los déspotas de Oriente. Y este gobierno nuestro, este gobierno dispuesto a rasgarse las vestiduras por España, este gobierno que amenazó a Argentina con graves consecuencias futuras cuando nacionalizaron YPF, propiedad de Repsol, no ha tenido el menor empacho en buscar el compadreo con los que han matado a un cabo español que, obviamente, no podía contribuir a las próximas campañas electorales del partido en el gobierno del modo en que los amigotes de la compañía petrolífera y el gobierno de Israel seguramente harán.

domingo, 12 de abril de 2015

Modelos de pensamiento (y 2)

   Dijimos en la entrada anterior que Kant consagró a Hume como un crítico de la noción de causalidad. Crítico, por lo demás, acertado, exitoso y poco menos que defensor de planteamientos inexpugnables. Sin embargo, en la época de publicación de la Crítica de la razón pura, Kant no tenía soltura con el inglés como para haber leído a Hume y no circulaban traducciones al alemán de sus Investigaciones. El “Hume” de Kant no es otro que J. H. Tetens, divulgador del empirismo en el ámbito germánico y fuertemente influido también por... ¡Kant!
   En realidad, Hume no criticó la idea de causalidad, en absoluto está diciendo que sea algo inadecuado o inapropiado. Las invectivas de Hume se dirigen contra la idea de conexión necesaria, idea cuya única justificación está en la costumbre. Desde luego, Hume tiene toda la razón del mundo, la aparición de la causa no conlleva necesariamente la aparición del efecto. En la mayoría de los casos, lo único que hace la causa es aumentar la probabilidad de la presencia del efecto. Entender la relación causal como una cuestión probabilística desafía la tradición filosófica en su práctica totalidad, por más que Judea Pearl, entre otros, haya demostrado lo exitosa que puede llegar a ser tal empresa. Aún más, si nos atenemos rigurosamente a lo que dice Hume, la única conclusión posible no es que la causalidad sea una categoría a priori como pretende Kant. La única conclusión que puede sacarse es que no hay lugar para la causalidad en un mundo estrictamente mecánico. Lo cual, una vez más, es contrario a lo que ha solido entenderse por “causalidad” en filosofía y ciencia. En un pasaje muy gracioso de las Investigaciones (primera investigación, sección 4), Hume afirma que ni siquiera el estudio pormenorizado de las causas últimas de la naturaleza nos permitirá entender en qué consiste la causalidad y enumera las que son, “probablemente” estas cuatro causas: la elasticidad, la gravedad, la cohesión y el impacto. Así pues, en un mundo regido por estos cuatro principios, no hay lugar para la causalidad. Una vez más, la conclusión de Hume (y no la de Locke, ni la de Kant) es absolutamente correcta. Lo que ocurre es que el mundo no está regido por estos cuatro principios.
   Sobre una mesa de billar no hay ni una sola interacción mecánica, ni un solo “impacto”. No lo hay en todo el universo. Nuestra experiencia, nuestros sentidos, nos engañan, los cuerpos no se tocan. Lo que llamamos “impacto”, “interacción”, “mecanismo”, es producto de la repulsión entre los electrones que configuran la materia de un cuerpo y los electrones del otro. Curiosamente ahora todo parece encajar porque en mecánica cuántica los electrones no tienen una posición definida como las bolas de billar, sino que vienen descritos por una función de onda que establece la probabilidad de hallarlos en un lugar u otro. Pero la cosa no es tan fácil, la probabilidad de la que habla Pearl es una probabilidad, bayesiana, subjetiva, y la probabilidad de la que habla la mecánica cuántica es una probabilidad objetiva. Conozco un buen puñado de intentos por hallar modelos causales de esta probabilidad mecanocuántica, ninguno de los cuales conduce a nada que me parezca medianamente interesante. Lo que no conozco son intentos de entender toda la causalidad en términos de probabilidad objetiva. Y es una pena, porque serviría para explicar un par de cosillas. A lo mejor podría hablarse de "onda causal", en lugar de la inexistente "causa determinante", constituida por una pluralidad de pulsos causales cada uno con su correspondiente probabilidad. En semejante modelo no todas las causas tienen que preceder temporalmente ni ser próximas espacialmente al efecto. No sé por qué se me vienen a la cabeza las olas del mar, a las que Leibniz ponía como ejemplos de las percepciones confusas que, entre otras cosas, constituían la materia. Pero estoy divagando. El caso es, como decía, que los “choques” son producto del electromagnetismo y, en este sentido, el principio explicativo de cómo el movimiento de una bola causa el movimiento de la otra no es nada diferente del principio explicativo de este juguetito que tengo sobre mi escritorio:


   La conclusión que podemos extraer es, ciertamente, curiosa, tantos siglos de escribir acerca de causas y efectos y es sólo ahora cuando estamos empezando a entender qué se ha querido decir al hablar de causalidad. Eso sí, si pretendemos acabar por comprenderla plenamente tendremos que abandonar para siempre las mesas de billar.

domingo, 5 de abril de 2015

Modelos de pensamiento (1)

   El otro día, terminé de ver un partido de baloncesto que tenía grabado y, antes de apagar el DVD, me puse a hacer los preparativos habituales para irme a dormir. Cuando volví ante el televisor, la grabación continuaba, esta vez con una partida de billar por parejas en un duelo entre Europa y EEUU. Me quedé fascinado con la precisión de los golpes de uno de los europeos, que parecía llevar la bola exactamente donde deseaba. Dudo mucho que tenga estudios, seguro que se ha pasado las horas de clase en el bar de la esquina dándole al taco. Sin embargo, hubo una época en la que se decía que el billar era un deporte de físicos. No sé si es verdad o no, pero lo cierto es que sí configuró la manera que éstos tenían de pensar. Viendo al jugador en cuestión, es fácil imaginar por qué. Sobre el tapete, todo parece absolutamente mecánico y determinista: conociendo la naturaleza de los choques, la posición de cada bola y el impulso necesario, el resultado está dado. Obtener la posición deseada a partir de una otra cualquiera es, simplemente, cuestión de habilidad y de tiempo, no de suerte. Éste es, de hecho, el modo de entender cómo debe ser una explicación última del mundo y cómo funciona ese proceso que llamamos “causalidad”. Precisamente en torno a estas cuestiones es como aparece el billar en la filosofía.
   La primera mención que conozco de este juego en un texto filosófico pertenece al Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke, cuya primera edición es de 1690. En el libro II, cap. XXI, 4, Locke argumenta que la idea de potencia o capacidad activa no nos viene de la sensación sino de la reflexión. Dicho de otro modo, la materia es puramente pasiva. Y aquí introduce el ejemplo del billar: las bolas, por sí mismas, no se mueven a menos que el taco las impulse. En el caso de una bola que choca con otra, hay únicamente la trasmisión del movimiento, no su producción, es decir, según Locke el paso del reposo al movimiento no es una acción.
   El Ensayo sobre el entendimiento humano fue atentamente leído por G. W. Leibniz y replicado, punto por punto en sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Que la materia sea pura pasividad y toda la actividad provenga del espíritu, es una idea que satisface plenamente a Leibniz, pero anticipa claramente el peligro que la argumentación lockeana encierra. De hecho, el capítulo XXI del libro II de los Nuevos ensayos se titula “De la potencia y la libertad”. Que la bola de billar “trasmita” el movimiento, como si fuese algo exterior a ella, algo sobreañadido y “sin producirlo”, le parece a Leibniz una idea sacada de Descartes y, más en concreto de uno de sus célebres seguidores, el autor de la Recherche de la verité, Nicolas Malebranche. Recordemos que para Malebranche no ya la materia, todo ser finito es incapaz de potencia activa, dicho de otro modo, para cada relación causal se necesita la intervención de Dios, de tal modo que yo deseo mover mi brazo y es Dios quien lo mueve o una bola de billar choca con otra y es Dios quien pone la segunda en movimiento. Leibniz se pregunta si “los amigos” de Locke comparten tal idea de la interacción, alusión clara a Newton. 
   Llegamos, por fin, a la más famosa aparición del billar en el mundo de la filosofía, la Investigación sobre el entendimiento humano de David Hume, libro aparecido en 1748. Hume afirma que la idea de causalidad es una idea compuesta, entre otras cosas, de la idea de conexión necesaria entre causa y efecto. Como buen empirista busca a qué impresión sensible, a qué experiencia, corresponde semejante idea. Analiza, pues, el caso de las bolas de billar, pero ahora, contrariamente a Locke, no se centra en el origen del movimiento. El taco no le interesa, le interesa el choque de una bola con otra. Pues bien, ni en la bola que se mueve, ni en la que está en reposo, ni en la interacción mecánica entre una y otra (al cabo descomponible en la proximidad física primero y el alejamiento posterior) puede hallarse vestigio alguno de esa “conexión necesaria” que constituye la causalidad. Hasta aquí, como anticipó Leibniz, nada que no hubiese descubierto Malebranche, a quien Hume cita explícitamente en la sección 7 de esta primera investigación. La diferencia está en la conclusión que saca Hume. Como hemos dicho, no le interesa el taco, es decir, no le interesa quién pone el movimiento. A todos los efectos podría ser Dios (cosa que después descartará). La cuestión es: si el mundo resulta describible en los términos de Malebranche, ¿de dónde sale la idea de “conexión necesaria”? Y la respuesta es que la idea de “conexión necesaria” la ponemos nosotros como resultado del hábito que hemos adquirido a partir de la repetición de experiencias semejantes.
   El punto clave de toda esta historia es que I. Kant aceptó plenamente el análisis de Hume. En efecto, dice Kant, nada hay en la interacción de las bolas de billar que fundamente el concepto de causalidad, ahora bien, eso no significa que dicho concepto carezca de fundamento. Lo que ocurre es que, en realidad, no es producto de la experiencia, sino de nuestra razón, que utiliza semejante concepto para ordenar nuestra experiencia. Kant, desde luego, salvó la “conexión necesaria” imbuida en el concepto de causalidad. A cambio, poniéndose del lado de Hume, consagró como un hecho que la causalidad no está en la naturaleza o en la experiencia, lo cual, automáticamente, la convirtió en una noción problemática a los ojos de la ciencia y de la propia filosofía. Lo divertido es cómo o por qué, Kant hizo esto.

domingo, 29 de marzo de 2015

El suicidio de uno, la muerte de todos

   En El cisne negro, Nassim Taleb cita cierto conglomerado de casinos que había gastado una fortuna en prevención de riesgos. Básicamente cada cliente era monitorizado desde el momento en que entraba por las puertas hasta su salida. Cualquiera que mostrara mayor interés por las medidas de seguridad que por las mesas o que pareciera dedicarse al conteo de cartas, recibía una atención especial y sigilosa de medios técnicos y humanos. Otro tanto ocurría con los empleados, cuyas biografías eran rigurosamente analizadas para no dar cabida a topos, ludópatas o personas poco recomendables de ningún género. Anualmente celebraban unas jornadas a las que invitaban a especialistas de toda laya para recibir posteriores consejos sobre cómo mejorar sus sistemas. Cuando se les preguntó si la compañía había pasado por apuros en alguna ocasión, respondieron que sí, dos veces. La primera ocurrió cuando la hija de uno de los principales accionistas fue secuestrada por un grupo de mafiosos que pidieron un rescate astronómico. La segunda llegó cuando un empleado dejó de tramitar durante meses los informes semanales de ganancias que reclama Hacienda. La cantidad acumulada más las multas fue monumental. Por contra, ninguno de los riesgos previstos en los que la empresa había invertido tantos millones, manifestó nunca su peligrosidad. La conclusión que sacaba Taleb en su libro es que la única definición posible de “riesgo” es la de algo imprevisible, impensable e inesperado. Hablar, por tanto, de “cálculo de riesgos”, de “prevención de riesgos” o de “control de riesgos”, es manejar términos contradictorios. El riesgo siempre está allí donde no miramos, por lo que ninguna descripción de las cosas que vemos puede servir para atenuarlo.
   Taleb inició esta línea de argumentaciones precisamente cuando los economistas estaban diseñando sofisticadas estrategias para medir y, se suponía, eliminar el riesgo, de modo que fue inmediatamente tachado de charlatán. No me cabe la menor duda de que lo es, pero no creo que sea el único que merece tal epíteto. Como se encargaron de mostrar los años finales del siglo XX y los primeros del XXI, todo aquel aparataje matemático de que hicieron gala los economistas neoliberales, lejos de eliminar el riesgo, lo han convertido en una constante de nuestras vidas. 
   Esta semana ha ocurrido, una vez más, lo improbable, lo imposible, lo impensable. Hubo una época en que los capitanes de barco se quedaban en ellos hasta que el último de los pasajeros lo había abandonado, aunque eso supusiera hundirse con su navío. Era una época en que palabras como “deber” u “honor”, significaban algo por encima de los intereses personales de un individuo. Después esas palabras provocaron una carnicería habitualmente conocida como Primera Guerra Mundial y ya nadie quiere saber nada de ellas. Ahora, en cuanto los capitanes de navío tienen un problema, se lanzan en busca de la salvación atropellando a mujeres y niños si hace falta, o llevándoselos por delante. Como resumió el capitán del Costa Concordia: “no abandoné el barco, me caí en un bote salvavidas”. 
   En los años setenta, una serie de grupos terroristas pusieron de moda el secuestro de aviones. Parecía un negocio rentable. Un avión en mitad de un aeropuerto, con pasillos estrechos y multitud de rehenes era fácil de defender por un puñado de individuos armados y decididos. Las autoridades se propusieron eliminar el riesgo del secuestro. Rápidamente se identificó la causa de tal riesgo, es decir, los pasajeros. Se pusieron en marcha estrictas medidas de seguridad en los aeropuertos y se entrenaron grupos especiales de la policía capaces de asaltar un avión, matar a los secuestradores y liberar a la práctica totalidad de rehenes sin mayores dificultades. La moda desapareció tras unos cuantos intentos que no acabaron tan bien para los secuestradores como era costumbre. El riesgo había sido, por tanto, controlado. Nadie pensó que los secuestradores podían no tener la intención de aterrizar. Para controlar semejante riesgo se extremó la caza del pasajero, el cual debía ser manoseado, desnudado y humillado por atreverse a tomar un avión. Nadie pensó que el pasajero podía no ser el culpable de un desastre. Ahora le toca a los pilotos.
   Las autoridades aeroportuarias van un paso por detrás de los hechos, todo está pensado para evitar que dos aviones se caigan por el mismo motivo, lo cual es correcto y está bien, pero nunca va a evitar que se caiga el primer avión. Lo malo de los empiristas escépticos como Nassim Taleb es que, más allá de su necesaria labor crítica, no ofrecen alternativas reales o, para ser más precisos, no ofrecen alternativas reales a quienes carezcan de fondos para una martingala. Negar la calculabilidad del riesgo está muy bien porque obedece a argumentos con buena base, pero no puede llevarnos únicamente a la conclusión de que eso es lo que hay, que debemos afrontar la necesidad de vivir con el riesgo o aprovecharnos de él. Si, efectivamente, el riesgo está en lo improbable, en lo inesperado, en lo impensable, es necesario tener gente que piense de un modo totalmente diferente al resto y que pueda ver todo eso que los demás no vemos. Y esa gente debería trabajar única y exclusivamente en eso, en buscar los fallos posibles de todos y cada uno de los sistemas. Las empresas de seguridad informática lo saben y no desperdician ocasión de fichar hackers. El problema está, sin embargo, en lo que todo esto presupone, a saber, que si la prevención del riesgo pasa por fomentar la disidencia, una sociedad de pensamiento único vive constantemente al borde del precipicio.

domingo, 22 de marzo de 2015

Elecciones a la andaluza

   Pensaba escribir sobre la redada que ha habido en Kinshasa, la capital del volátil Estado de Kivu-Norte, en la que el ejército ha detenido a un grupo de activistas de Burkina-Faso y Senegal. La noticia ha conseguido cierta atención de los medios franceses porque se trata de miembros de organizaciones que han actuado recientemente en pro de la democracia y la libertad en sus respectivos países. Al parecer habían sido invitados a la República del Congo por otra organización de similares características, que quiere impedir la reforma de la Constitución para que el presidente Joseph Kabila prolongue su mandato siete años más. Es una demostración de la escasa calidad democrática del Congo. En un país muchísimo más democrático como España esto no hubiese ocurrido. Aquí el ejército no reprime a la sociedad civil... ya están los jueces para eso. O, al menos, ciertos jueces, los nombrados a dedo por los políticos, como ha sido el caso de Cataluña, donde el Tribunal Supremo ha revocado la absolución de los jóvenes que intentaron asaltar el Parlament en 2011 y los ha condenado a varios años de prisión.
   Como decía, era mi intención escribir sobre todo lo anterior, cuando he abierto el buzón y me he encontrado un montón de cartas de amigos que yo no sabía que tenía. Dicho de otro modo, me he dado cuenta de que hay elecciones en Andalucía. Es un hecho al que no suelo prestarle mucha atención. En las primeras elecciones autonómicas pareció que se avecinaba la revolución y, al final, acabaron mandando los mismos que lo habían hecho siempre. Desde entonces este patrón se repite cada cuatro años, normalmente, coincidiendo con otras elecciones para dejar claro que Andalucía no importa lo más mínimo y que todo el interés consiste en saber quién se va a quedar esperando esa llamada para irse a Madrid que ansían los políticos andaluces. En 34 años de gobierno progresista no hemos progresado hacia ninguna parte que merezca la pena salvo, eso sí, la generalización del modelo político que Andalucía ha legado a la humanidad: el cortijo. Ahora ya no sólo los hay en los latifundios, tenemos cortijos en las consejerías, las delegaciones provinciales, las diputaciones, los ayuntamientos y hasta los centros de salud. La derecha suele aprovechar las elecciones para bramar contra quienes les han arrebatado algo tan suyo. Para hacerse una idea de en qué consiste la vida política andaluza cuando pasan las elecciones, no hay más que ver las leyes, las órdenes y los decretos que se ponen en vigor y que son un plagio descarado de los de otras comunidades sin que ninguno de los defensores de los derechos de autor clame contra semejante atropello de la propiedad intelectual.
   Tan mortecino es todo que los partidos ni siquiera se han molestado en buscar unos eslóganes que traten de convencer a la gente. IU, por ejemplo, dice que va a “transformar Andalucía”... después de haber estado cuatro años en un gobierno de coalición sin haber transformado más que los nombres de los asesores políticos. Al final va a resultar que se ven a sí mismos como los que se llevaron cuarenta años en el poder y todavía afirmaban que les quedaba una revolución pendiente.
   “El cambio” prometen éstos. “El cambio” está bien. De hecho está tan bien que con ese lema ya se presentaron los socialistas de Felipe González y el PP de Mariano Rajoy. No me queda claro si pertenecen a un partido o a otro. Afortunadamente la lectura de su folleto no deja lugar a dudas sobre lo que quieren cambiar, quieren cambiar de coche, de amante y de yate.
   Quizás no todas las cartas que había en mi buzón eran de propaganda electoral. Esta, por ejemplo, es de una compañía de telecomunicaciones, se llama “Vox”. El subtítulo es “la derecha”, querrá decir que no es torticera como las demás compañías de teléfono. Trae las típicas fotografías de propaganda de telefonía, con gente con las manos en los bolsillos y los brazos cruzados. Lo que no entiendo es por qué una compañía telefónica quiere derogar el impuesto sobre sucesiones. A lo mejor sí es un partido político, pero me parece que eso no está entre las competencias de la comunidad autónoma. En caso de ser un partido político quedaría claro por qué quiere eliminar dicho impuesto, hay varios nombres con apellidos compuestos en su lista. Por cierto, uno de ellos coincide con cierto profesor de universidad que tuve. Me pregunto si la Obra le habrá dado permiso para irse a una compañía de teléfonos o quizás es la compañía de teléfonos de la Obra, porque también está a favor del “derecho a la vida”. Lo que no entiendo es para qué señala las propuestas en común que tiene con otros partidos políticos emergentes, ¿quieren quitarnos las ganas de votarles?
   Este otro tampoco es de un partido político, es propaganda de una agencia de viajes. “Contigo por Andalucía”, dice y habla de un tren que pasa por Almería, Cádiz, Córdoba... Se va a llevar la vida viajando porque cada uno de esos trayectos es de más de diez horas. El presidente de la agencia me da las gracias por leer su folleto y porque me preocupe su futuro. Hombre, la verdad es que no.
   Este, desde luego, es de un partido político, pero estos son de ultraderecha, no explican nada, no dicen nada de su programa electoral, sólo exigen la adhesión incondicional a su líder: #YoConSusana. Todavía más, afirman que si llegan al poder, Andalucía sólo dirá YoConSusana. Menos mal que según esta señora soy su amigo y no su amigo sin más, su “estimado amigo”. Si algún día tengo un problema me bastará con llamar a su despacho y pedirle una cita. Cuando me pregunten de parte de quién, diré que de su amigo Manolo, seguro que se echan a temblar.
   Me falta el de Podemos. Podrán mucho, pero no han podido enviarme un miserable folleto. Es una pena, me caen bien estos chicos, resulta prometedor ponerle nombre a un partido con el verbo más multívoco que existe. No sé por qué, siempre que hablo de ellos me acuerdo de un sketch de Les Luthiers. En él, un miembro del flamante partido en el poder declaraba: “el anterior gobierno se cansó de robar. Nosotros no, nosotros somos incansables”. 
   Ya sé a quién voy a votar. Debe ser un partido nuevo porque no sabía que se presentaba a las elecciones. Se llama ONO, que vaya Ud. a saber a qué corresponden estas siglas, pero conecta con las necesidades de los ciudadanos: promete fibra óptica de 50MB reales más llamadas por 24,08€ al mes, eso sí, durante 12 meses. Después, probablemente, convocará elecciones anticipadas.

domingo, 15 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (y 2)

   La conexión de la belleza con el mal nos permite entender por qué existe mal en el mundo: porque los seres humanos necesitamos que haya belleza en él. De hecho, la belleza o, de un modo más amplio, los ideales estéticos, son el principal motor de nuestra conducta. No creo que los seres humanos obremos buscando el bien, obramos buscando la belleza. Piensen en un fumador. Se envenena, procura la aparición de la enfermedad y el debilitamiento de su cuerpo, simplemente por el placer estético que supone arrojar humo por las ventanillas de la nariz. El bien, la acción buena, no produce la satisfacción personal que conlleva saber que se ha realizado una acción bella. Vivimos la belleza como no sabemos vivir el cumplimiento del deber. Si ayudamos a cruzar la calle a una ancianita o si nos ponemos chulos con la persona a la que impedimos sacar su coche de su cochera porque hemos aparcado mal el nuestro, es por la grandeza, o la belleza, que creemos ver en semejante pose. Una civilización entregada a la imagen, a la estética, a la apariencia bella, sólo puede ser entonces una civilización engolfada en el mal. Ahora podemos comprender a Goya. Lo que Goya vio fue que si la realidad era espantosa, buscar la belleza, refugiarse en ella, era otorgarle un respiro al mal para que siguiera avanzando, cuando no una cínica burla hacia sus víctimas. 
Francisco de Goya, Saturno devorando a sus hijos
El arte, por tanto, debía ser una indagación acerca de lo feo, de lo horrendo, para no dejar ningún resquicio a nada que no fuese la pura denuncia. En buena medida, éste es el eje rector de la Estética de Th. W. Adorno, la pregunta de si debe haber belleza después del horror o, como él la formula, si debe haber poesía después de Auschwitz. Pero, con independencia de si debe haber poesía después de Auschwitz o no, lo cierto es que sí la hubo en Auschwitz. 
   Auschwitz, Treblinka, Dachau y un número indeterminado de otros campos de concentración y exterminio nazis, tuvieron sus orquestas de prisioneros, entre cuyas funciones estaban recibir los trenes de deportados para tranquilizarlos mientras se seleccionaba a los que serían asesinados de modo inmediato, sofocar los gritos de las cámaras de gas y acompañar las ejecuciones públicas. La música de los campos ayudó a confundir no pocas inspecciones internacionales y a tranquilizar muchas conciencias de los vecinos de los mismos. El lirismo de Beethoven y, por supuesto, de Wagner, se fundieron en ellos con la cotidianidad del horror. Aún más, las SS no dejaron escapar la oportunidad de utilizar la música para humillar a los prisioneros, intentando la aniquilación completa de su personalidad mediante la traición impuesta de sus ideales. Se les obligaba, pues, a escuchar música o a cantar en condiciones infrahumanas. Pero aquí no acaba la historia de la música en los campos de concentración. En numerosas ocasiones los propios prisioneros se sirvieron de ella para mostrar un atisbo de resistencia, para insuflarse ánimos y otorgarse la esperanza de sobrevivir, renovando una ambivalencia que ya se había producido con los negros en las plantaciones de América(1). Incluso hubo quienes, en medio de las atrocidades, en medio del espanto cotidiano, fueron capaces de componer como forma de autoafirmación de su identidad. Tal fue el caso de Wladyslaw Szpilman en el gueto de Varsovia o el mucho más conocido de Oliver Messiaen, quien estrenó el Cuarteto para el final de los tiempos en el campo de prisioneros de Görlitz. El propio Pärt, tan ensimismado, tan espiritual, tan elevado, no ha dejado de producir por y contra el horror. Da Pacem Domine fue compuesta en una noche, en plena conmoción por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y en su encuentro con la prensa no dudó en calificar a Putin de “un verdadero peligro para cualquier país”. 
   De lo dicho hasta aquí no debe deducirse que debamos huir de la belleza. Sería como prescribirle a un pájaro que dejara de volar. Ya lo hemos señalado, los seres humanos necesitamos de la belleza y necesitamos de la melodía por mucho que se empeñen los papanatas que siguen haciendo música como en el siglo pasado. La aparición de nuestra especie, el homo sapiens sapiens, es inseparable de la aparición del arte. Decoramos, grabamos y pintamos desde el mismo día en que comenzamos a ser lo que somos. Nuestra necesidad de belleza, es por tanto, de otro orden que la necesidad que podamos tener de un móvil, de un coche lujoso o de un buen televisor. No necesitamos el arte para poseerlo, para coleccionarlo o para ponerlo en una vitrina. Necesitamos la belleza como necesitamos todas las cosas que son esenciales para nosotros, que forman parte de nuestra naturaleza: hablar, proyectar o recordar. Por eso el arte no nació como algo que hubiera de ser contemplado, como algo que pudiera existir por sí mismo y a lo que se le pudiera dedicar una visita ocasional. Tenía que estar siempre ahí, en los objetos de uso cotidiano o en las paredes de cuevas habitadas, tenía que formar parte de nuestra vida diaria porque tiene una utilidad: atestiguar la existencia del orden.
   Nuestro cerebro, este cerebro de homo sapiens sapiens, es una máquina de hacer, buscar e inventar orden. Lo bello es, precisamente, la manifestación de un orden que, con frecuencia,  permanece oculto para nosotros. La trampa del mal consiste en que nos negamos a aceptar que algo, aparentemente, arbitrario, contrario a todo orden, sin razón, lo sea verdaderamente. De ahí que nos afanemos por entenderlo, que nos quedemos absortos en su contemplación rastreando esa justificación de la cual carece. Por eso ni basta con buscar la belleza, ni es un hecho que la belleza sea una forma de protesta, ni, mucho menos, debemos conformarnos con la actitud derrotista de quien intenta refugiarse en ella. Bien al contrario, hacer de la belleza una forma de denuncia que nos saque de nuestra somnolencia mortecina es un reto, el reto de cualquier arte futuro que quiera hacer algo más que colaborar con lo dado.


   (1) Sobre el tema de la música en los campos de concentración, puede consultarse con provecho esta página.