domingo, 17 de agosto de 2014

Yo, por mi hijo, mato

   Hace un par de semanas, conducía de vuelta a casa en medio de una hermosa tarde veraniega. Paré al llegar a una rotonda porque en su interior había dos o tres vehículos, encabezados por uno de esos todoterrenos enormes que compra la gente que jamás pisa el campo. De pronto, el todoterreno frenó en seco. Su conductora, una señora ya entrada en años, había visto a una jovencita que esperaba en una acera a mi izquierda. La joven, tampoco sin correr demasiado, se acercó al todoterreno e inició el proceso de abrir la puerta para subirse. La maniobra me favoreció, porque pude continuar mi marcha sin esperar al resto de coches que pretendían hacer la rotonda, pero aquella situación me dejó pensando. La diferencia de edad entre las dos mujeres y ciertos rasgos físicos no dejaban mucha duda acerca de su parentesco. Al fin y al cabo, entre parar la circulación en una rotonda y que una joven tenga que dar cuatro pasos más para subirse al coche en medio de una tarde veraniega, no hay color. Rápidamente se me vino a la mente una afirmación repetida con frecuencia por estos lares: “yo, por mi hijo, mato”.
   En cierta columna de El País pude leer que esta afirmación, “yo, por mi hijo, mato”, es el principio del fascismo. Tenía razón, pero la idea no estaba bien desarrollada. Mucho más claro aparece en Platón. Platón, no lo olvidemos, era griego, conocía bien el significado de la familia en todas las riveras del Mediterráneo. Por eso no dudó en afirmar que la familia era el cáncer de cualquier Estado. Lleva a la acumulación de riquezas y de poder, a la corrupción y, sobre todo, a anteponer los intereses particulares sobre los intereses comunitarios. Tan convencido estaba, que no dudó en cortar por lo sano y en su república ideal, simplemente, no existía la familia. Los matrimonios eran temporales. Los hijos nacidos de ellos se entregaban inmediatamente al Estado que los educaba a todos por igual. Los padres no volvían a ver a sus hijos y, a lo sumo, podían identificarlos con una generación. Se creaba así la ficción útil de que todos ellos debían ser defendidos como si de sus hijos se tratase. A lo mejor fueron estos principios los que Platón trató de poner en práctica, por dos veces, en Siracusa y, claro, lo apiolaron.
   La sociedad española vive algo así como un platonismo invertido, en el que si no se mata por los hijos, es que uno, realmente, no los quiere. De este modo, si yo veo a mi hijo al pie de una rotonda o en medio de una calle, me paro y lo recojo. Obstaculizo el tráfico durante no importa cuánto tiempo, pero lo recojo. Y si mi hijo le ha pegado una pedrada a un adulto, que éste no intente decirle una palabra, porque yo me encaro con él y hago que le suplique disculpas a mi hijo, a mamporros si hace falta. A mi hijo, en todo caso, le reñirá su maestra... si tiene una grabación nítida en la que se ve claramente lo que ha hecho. Porque si lo único que tiene son pruebas circunstanciales, tales como que mi hijo estaba en la clase en la hora del recreo y ese día en esa clase, desapareció dinero de las maletas de sus compañeros, ya me encargaré yo de amenazar el centro con una denuncia si se atreven a acusarlo de algo. Yo, por mi hijo, mato. Mato a quienes él lesione, robe o agreda de algún modo. Mato a quienes quieran educarlo de otra manera que no sea divirtiéndolo, mato a quienes quieran inculcarle el menor género de regla moral de valor universal, mato a quien se atreva a ostentar ante él una verdad que le incomode lo más mínimo.
   Lo más sorprende de este modo de pensar es que se hace pasar por cariño paternal cuando se trata de simple egoísmo. Nadie tiene toda la razón del mundo por el hecho de ser rico, blanco, judío o mi hijo. Ponerse ciegamente de parte de alguien es adoptar la vía de la mínima resistencia, negarse a buscar la verdad, acatar una autoridad infalible para no tener que preocuparse demasiado. Durante la mayor parte del tiempo, es la manera perfecta de evitar problemas, confrontaciones y desagradables enfados. Aún mejor, cuando éstos son inevitables, resulta extremadamente fácil echarle la culpa al otro, al impaciente que nos pita desde el coche de atrás, a la ineficacia del centro en el que se educó nuestro hijo, al maestro que no cumplió el deber que yo tuve a bien inventarme para escabullir mis propios deberes o al mamarracho que se queja por la pedrada de un pobre niño que ya ve Ud. qué daño puede haberle hecho. En medio de la cálida condescendencia paternal, de esta dulce nube de irresponsabilidad, se va encubando el terrible huevo de una serpiente. Porque lo que no quiere apreciar ninguno de los que mata por sus hijos, de los que defienden lo indefendible, de quienes se paran en mitad de una calle o una rotonda para evitar que el tierno adolescente de una zancada más, es el mensaje que está trasmitiendo. Un mensaje, por lo demás, muy claro, a saber, que ninguna regla, ninguna norma, ninguna ley, vale nada cuando yo me encapricho en lo contrario. Y esto, amigos míos, es lo último que un padre debe enseñar a un hijo al que quiera, porque es, en estado puro, el ácido que disuelve cualquier forma de convivencia humana, incluyendo la familiar.

sábado, 9 de agosto de 2014

La tentación de la esclavitud

   En las dos entradas anteriores vimos cómo el determinismo genético, al igual que el resto de determinismos, lejos de basarse en “hechos científicos”, sigue a la espera de que aparezca algún hecho en la ciencia que le preste cierto apoyo.  La espera de los deterministas dura ya 25 siglos. No es exactamente una crítica. A mí me parece que un hombre debe luchar hasta lo imposible por aquello en lo que cree. Pero también me parece que un hombre debe saber cuándo, aquello por lo que lucha, es imposible. Veinticinco siglos de sospechas no confirmadas debieran haber bastado para abrirnos los ojos. Sin embargo, seguimos obstinándonos en que debe haber algo que determine nuestro comportamiento, como no determina el comportamiento de una partícula elemental. ¿Por qué?
   Decía Sartre que el ser humano tiene miedo a la libertad y que se inventa todo tipo de cadenas para evitar reconocerlo. No hay más que ver a un niño pequeño para comprender en qué consiste ese miedo. Puede alejarse algo de los seguros brazos de su madre para explorar el ancho mundo, pero en cuanto juzga difícil el regreso, corre angustiado al punto en que la dejó. No nacemos amando ni deseando la libertad. Nacemos con el deseo de seguridad, como desvalidos primates que somos. El amor a la libertad hay que enseñarlo, hay que inculcarlo en las cabezas, de lo contrario las sociedades se plagan de treintañeros que viven con sus padres.
   Sí, es cierto, quien más quien menos, habla de su libertad, de su derecho a tomar decisiones por sí mismo y todas esas cosas. Tómese la molestia en señalarle el correlato inevitable de la libertad, la responsabilidad, y podrá ver cómo demuda el color de sus mejillas. El miedo a la responsabilidad, el terror a ser responsables, no es sino otro aspecto de ese atávico miedo a la libertad de que hablaba Sartre. Nadie está libre de ese miedo. Hay quienes ambicionan cargos con capacidad de decidir, quienes dicen anhelar esa responsabilidad. Ninguno de ellos cuenta sus noches de desvelos ante la exigencia de tomar una decisión clave y, sobre todo, ninguno de ellos tardará más de dos minutos en echarle la culpa a otro de todo lo que ha ocurrido tratando de eludir esa responsabilidad que tanto ambicionaba. Y, aquí llegamos al punto clave. Haga un repaso somero de todos sus fracasos, de todas sus decisiones desastrosas, de todos los errores que ha cometido en la vida. Analícelos detenidamente. ¿De cuántos fue Ud. el único y verdadero responsable? La respuesta que acaba de dar es exactamente la misma que han dado todos los lectores que han llegado hasta este párrafo. De hecho, es la que yo daría. En el fondo, yo no fui responsable de engañar a mi mujer, ni de traicionar a mi mejor amigo, ni de arañar aquel coche. Fueron las circunstancias, las compañías, mis mejores intenciones, la emoción del momento, la sociedad, los funcionarios, el sistema, el mundo o el big bang. ¿No sería maravilloso que ésta fuese la realidad? ¿No sería maravilloso que, realmente, no fuésemos responsables de nada porque no fuésemos libres?
   La democracia directa es técnicamente posible. Bastaría abrir una página en facebook en la que colocar todas las propuestas de leyes que cada cual tuviera a bien inventarse. Se podría hacer lo mismo con el monto del dinero recaudado o con los tratados a firmar con otros países. Un gabinete jurídico se encargaría de ver el ajuste de lo propuesto con unos principios constitucionales mínimos, emitiendo un dictamen al respecto. Por supuesto, tal dictamen sería susceptible de revisión por quien quisiera hacerlo, presentando alegaciones al mismo. Una votación previa daría forma definitiva a la propuesta de ley o de gasto o de tratado para que ésta fuese votada antes de pasar automáticamente a entrar en vigor. La votación se realizaría a través de Internet. Se pondría una fecha tope para que todo el mundo emitiera su voto. Con certificados digitales, DNI electrónicos o cualquier otro procedimiento se podría garantizar la limpieza de la votación. Cada cuatro o cinco años se votaría la formación de un gobierno cuya única tarea sería garantizar la ejecución de lo aprobado. Ya tenemos nuestra democracia directa diseñada. ¿Qué ocurriría si entrara en vigor? Dígamelo Ud. ¿Cuántas veces visitaría esa página web para leer las nuevas propuestas legislativas o hacer las suyas propias? ¿Cuántas veces participaría en las votaciones correspondientes? Es más fácil ser dirigido, es más fácil ser gobernado, es más fácil estar sometido a un sistema corrupto y después quejarse por su corrupción sin hacer nada para cambiarlo.
   Juan Crisóstomo Arriaga escribió una ópera titulada Los esclavos felices y yo creo que es verdad, los seres humanos hemos sido educados para ser esclavos felices. Piénselo, un esclavo no tiene que preocuparse del futuro, no tiene que pensar en qué ocurrirá mañana, no tiene que apechugar con la responsabilidad de sus acciones, nada de lo que haga tendrá una consecuencia definitiva sobre su vida porque, simplemente, ésta no le pertenece. Entre tomar las riendas de nuestra vida y construirla a nuestro gusto sin tener en cuenta más que nuestra propia voluntad de decidir y agachar la cabeza ante lo dado y pensar que, hagamos lo que hagamos, las cosas sólo cambiarán si está escrito que cambien, ésta última es la mejor opción, la más simple, la más fácil, la más gustosa, la más... liberadora. 

domingo, 3 de agosto de 2014

Refutación del determinismo genético (y 2)

   La teoría de la evolución actualmente aceptada como estándar dentro del campo de la biología proviene de la década de los sesenta del siglo pasado. A Darwin se le añadió todo lo que él no llegó a conocer, básicamente, las leyes de Mendel y la deriva genética. Se suele citar también a los efectos del aislamiento, aunque, la verdad sea dicha, eso ya estaba en los escritos de Darwin. La deriva genética es el modo en que un gen se expande o desaparece de una población dada en la que había individuos portadores del mismo. Cuando se suma al aislamiento, produce lo que se llama especiación alopátrica o alopátrida. En efecto, tomemos una población a la que llamaremos E0. De ella vamos a sacar todos los individuos portadores del gen C que podamos identificar y los vamos a colocar al otro lado de una barrera geográfica. Crearemos así una población a la que llamaremos EC. La población original se habrá modificado y, por tanto, la llamaremos E0-C. Es obvio que en E0-C el gen C será inexistente. Incluso en el caso de que algunos individuos sigan portando ese gen C de modo recesivo (es decir, que no se muestre) o que, simplemente, hayan escapado a nuestra redada, ese gen acabará por hacerse tan minoritario que, con toda probabilidad, se volverá insignificante, a efectos estadísticos, en E0-C. Ahora bien, ¿qué ocurrirá en la población EC? Exactamente lo contrario. Todos los individuos lo portan. Si, por azar, un individuo o una pequeña subpoblación careciese de él, en pocas generaciones desaparecerían diluidos en un mar de individuos con ese gen C. Este fenómeno es el que puede provocar que, a partir de una población dada, surjan dos especies diferentes. ¿Qué probabilidad hay de que en EC acabe habiendo un porcentaje del gen C menor que en E0-C? Esencialmente ninguna. En realidad, sería absolutamente contrario a todas las teorías y observaciones de la dinámica de poblaciones.
   El determinismo genético o biológico sostiene que nuestro comportamiento es resultado de los genes y que el ambiente influye poco o nada en él. Ahora bien, si los seres humanos tenemos comportamientos que calificamos de criminales, tiene que haber un gen o genes que lo determinen. Supongamos que fuésemos por los barrios marginales más peligrosos, apresando a los peores delincuentes que en ellos viviesen. Serán, sin duda, personas con genes que les han conducido a comportarse de un modo abyecto. Hoy estoy un poco sádico, no nos conformaremos, pues, con esto. Vamos a hacerlos todavía más viles con objeto de que se supriman todos los individuos que tengan ese gen de la criminalidad en uno solo de sus alelos. Recluyamos a quienes así hemos capturado en la más sucia, maloliente y oscura bodega de un barco que podamos encontrar. Tendremos, de este modo, una jauría de ladrones, asesinos, terroristas, prostitutas y chulos, embrutecida hasta límites indescriptibles y férreamente controlados por la sociedad criminal que los moldeará y hará de sus mentes las más perversas que jamás hayan existido. Tomemos ese barco y hagámosle emprender una travesía larga como ninguna otra, en la que, a todas las penalidades antedichas, habrá que añadirle la falta de agua y de alimentos, aunque, eso sí, la abundancia de alcohol. Si este cargamento llegase a alguna costa ignota, ¿cuál sería la calidad humana de los que allí arribaran? No es bastante. Poblemos esos territorios de aborígenes que no tarden mucho en darse cuenta de la escoria con la que han de enfrentarse y que, por tanto, los capturen o maten en cuanto traten de escapar. Quitemos de esas tierras la vegetación, el agua, las lluvias, el suelo fértil, hasta hacer de sus vidas una lucha diaria por la supervivencia. ¿Qué más podemos hacerles? ¡Ah, sí! Hagámosles esclavos. No necesariamente para toda la vida, pero sí, digamos, por cinco, diez o quince años. Serán sometidos a la privación completa de libertad, tratados como cosas, vendidos, comprados o regalados como ganado. ¿Quedará algún rasgo de humanidad, de civilización, de moral, en estas gentes? 
   Ahora vamos a permitirle a nuestros determinista genético, que haga una predicción acerca de cómo sería una sociedad o un Estado nacido a partir de semejante colonia penal. Recuérdese, aquí está lo peor de lo peor, lo más vil y despreciable de una sociedad, sazonado por un inhumano proceso de embrutecimiento que los ha llevado desde oscuras bodegas a desiertos plagados de peligros. Todos y cada uno de ellos son portadores del gen (o los genes) de la criminalidad. El puñado de guardianes o de comerciantes que acaben asentándose allí, no tendrán el menor significado estadístico a efectos de genes. ¿Cómo será esa sociedad en un futuro? ¿cómo serán sus gentes? ¿habrá alguna ley que la gobierne? ¿Acaso no será la más criminal de todas las sociedades criminales?
   La respuesta a estas preguntas, la respuesta real, histórica y obvia, es que un par de siglos después de su fundación, esa sociedad  tiene índices de criminalidad por debajo de los que existen en el país del que salieron aquellos criminales. De hecho, es una democracia parlamentaria, la voluntad popular siempre ha sido respetada y, jamás, ha iniciado una guerra ofensiva contra nadie. En realidad, no hemos hablado de un caso hipotético, hemos descrito la fundación de Australia. La gran deportación de criminales se efectuó desde el Reino Unido que, a cifras del año 2013, tenía una población reclusa de 149 presos por cada 100.000 habitantes, a Australia que se mantenía en los 130 presos por cada 100.000 ese año. La inmensa mayoría de los 21 millones de australianos proceden de la población carcelaria británica. Bajo ningún concepto puede considerase que hayan dado lugar a una sociedad criminal ni en la que impere la ley del más fuerte. Tiene, como cualquier otro Estado, puntos bastante oscuros en su historia, en especial, relacionados con el trato que recibió la población aborigen. Por desgracia, el maltrato de las minorías no es patrimonio de quienes nunca han pretendido que por sus venas corra sangre “limpia”. 
   ¿Cómo puede explicar semejante anomalía en la dinámica de poblaciones un determinista genético? ¿Cómo puede ser, si los genes nos determinan, que los descendientes de criminales hayan mostrado un comportamiento más honesto que sus antepasados? ¿Cómo explicar que el gen o los genes de la criminalidad se diluyeran en la población en la que todos los individuos lo tenían y se reprodujera allí donde pocos debieron quedar con él? ¿Qué explicación darle a este fenómeno contrario a todo lo que se puede observar en el modo en que los genes se distribuyen dentro de una población en la naturaleza?
   No hay que ser demasiado inteligente para comprender que la criminalidad, como el resto de comportamientos humanos, hay que explicarlos por algo más complejo que la simple apelación a los genes.

domingo, 27 de julio de 2014

Refutación del determinismo genético (1)

   El determinismo genético o, al menos, biológico, es, actualmente, la forma de determinismo más en vigor. Es ampliamente espoleada por los medios de comunicación de masas, vitoreada por las ciencias sociales y poco menos que dogma en filosofía. Podemos definir de un modo estándar el determinismo genético y, en última instancia, el biológico, como la afirmación de que todo lo que somos, tanto desde el punto de vista de nuestro aspecto como desde el punto de vista conductual, es resultado de nuestros genes. Por tanto, nada hay en nosotros que no sea consecuencia directa de la información que está contenida en ellos. Dicho todavía de otro modo, somos el único resultado posible de nuestros genes. Demostrar que estas afirmaciones son paparruchadas resulta absolutamente trivial. No me gusta hablar de cosas triviales, pero, dado el coro de papagayos que se ha montado en torno a ellas, voy a exponer 21.000.250 casos que demuestran lo insostenible de tal planteamiento. Esta cifra, por supuesto, aproximada, es el resultado de sumar dos grupos de casos. El primero, el que expondré hoy, son alrededor de 250. Para el próximo día dejaré el segundo grupo, conformado, como digo por 21 millones de casos.
   Una consecuencia del determinismo genético o biológico (para lo que voy a decir aquí da igual un calificativo u otro) es que todos los individuos con los mismos genes deben tener apariencias y comportamientos absolutamente idénticos, dado que los genes y sólo los genes, determinan lo que somos. Por tanto, bastará con hallar un caso de apariencias y comportamientos heterogéneos partiendo de los mismos genes para haber refutado cualquier pretensión de determinismo genético. Para hallar un ejemplo tal sólo hay que querer buscarlo. La diversidad de comportamientos con la misma base genética es la norma en la naturaleza, ni siquiera una excepción. Hasta tal punto es la norma que, como digo, no voy a presentar un ejemplo contra la igualdad de apariencias y comportamientos partiendo de los mismos genes, voy a presentar unos doscientos cincuenta y dos. 
   Los macrófagos son grandes células del sistema inmunitario innato que miden desde los 10 hasta los 30 μm. Su estructura varía significativamente con el estado de su actividad. Penetran en el tejido conectivo, median en la reacción inflamatoria y pueden proliferar. Su función es la de fagocitar (engullir) sustancias extrañas al organismo y agentes infecciosos. Algunas partes de los mismos son presentados por el macrófago en la membrana celular para que otras células del sistema inmunitario las reconozcan y preparen una reacción contra ellas. A veces, cuando el objetivo a engullir es demasiado grande, varios macrófagos se unen para formar una célula polinucleada antes de comenzar la fagocitosis. Un macrófago suele presentar un núcleo de bordes irregulares y numerosas vesículas de gran tamaño encargadas de la digestión y procesamiento de las sustancias fagocitadas. La vida media de un macrófago es de cuatro a seis meses.
   Las neuronas han perdido la capacidad de dividirse o reproducirse de cualquier manera, de modo que cuando mueren, no son reemplazadas. A cambio, la mayoría de las neuronas viven tanto como los individuos cuya materia gris constituyen. Tienen tres partes claramente diferenciadas. Por un lado están las dendritas, prolongaciones del cuerpo celular, cortas, muy numerosas y con aspecto ramificado. Por otro, el cuerpo celular propiamente dicho, con un núcleo perfectamente redondeado y grandes cantidades de mitocondrias (orgánulos encargados, digamos, de producir energía). Finalmente, el axón es una prolongación del cuerpo celular extremadamente largo. Cada neurona tiene uno y es el encargado de establecer conexión con otras neuronas a través de la sinapsis, es decir, el espacio que queda entre la terminación del axón de una neurona y el comienzo de las dendritas de otra. La neurona presenta una enorme excitabilidad eléctrica hasta el punto de que la señal química enviada a través de la sinapsis provoca que se genere una corriente eléctrica que atraviesa el axón hacia la neurona inmediatamente vecina. Su tamaño es muy variable, pero pueden llegar a alcanzar los 150 μm sin contar el axon. Contándolo, algunas neuronas humanas miden más de un metro.
   Podríamos seguir con los linfocitos, leucocitos, glóbulos rojos, las células sinoviales, gliales, musculares, epidérmicas, etc. etc. Me permitirán resumir diciendo que cada tipo tiene su función, apariencia, comportamiento y longevidad característicos. Si quitamos algunas proteínas que aparecen en la membrana celular, mis macrófagos son idénticos a los suyos. Sin embargo, insisto, mis macrófagos son extremadamente diferentes de mis neuronas. Lo mismo cabe decir del resto de tipos de celulares. ¿Qué tienen en común mis macrófagos y mis neuronas? ¿qué tienen en común todas las células que me constituyen? Muy simple: su material genético. Es una obviedad que todas las células de un organismo adulto provienen de la división de un óvulo fecundado, por lo que todas las células de nuestro cuerpo tienen exactamente el mismo contenido genético. Sin embargo, un organismo adulto está conformado por una serie de conjuntos de células extremadamente diferentes entre sí. Supongamos que el código genético fuese un manual inequívoco de instrucciones de acuerdo con un determinismo férreo. ¿Cómo se podría producir esta diferenciación celular? Recordemos, todas las células provienen de una sola y, según el determinismo genético, todas las decisiones se toman en base, exclusivamente, al genoma. ¿Cómo podría ocurrir, por tanto, que unas células "decidan leer" una secuencia del mismo y otras no? Resulta obvio concluir que las células no se limitan a "leer" lo contenido en su ADN. Ocurre exactamente lo contrario. Lo que la célula “lee”, en primer lugar, son las señales que le envían las células que le rodean, establece la posición que ocupa como resultado de las primeras divisiones celulares y, en base a toda esa información, elige las partes del genoma que va a tomar en cuenta e inhibe el funcionamiento del resto. Y en este proceso de regulación de genes juegan un papel fundamental los transposones y toda su enorme carga de azar. Si se quiere hablar de determinación, ésta viene del modo en que la célula interpreta las señales de su entorno y del azar, no de los genes. En definitiva, la pregunta de si dos individuos con el mismo genoma pueden tener apariencias y comportamientos diferentes halla, a nivel celular, una respuesta trivial: por supuesto que sí.
   Nuestro determinista genético o biológico puede emprender ahora la tarea de demostrar que, si bien a nivel celular, el código genético puede dar lugar a comportamientos y apariencias diversos, a nivel de organismo pluricelular ocurre exactamente lo inverso. Si algún determinista se embarca en la tarea de demostrar eso, sólo me cabe desearle mucha suerte... La va a necesitar.

domingo, 20 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (y 4. ¿Qué queda?)

  Si repasa la primera entrada de este tema, podrá observar que me negué a definir la PNL como una “teoría”. Más bien se trata de una amalgama de observaciones, generalizaciones empíricas y técnicas diversas. Nunca se ha hecho gran cosa para sistematizarlas, más allá de esa “N” y esa “L” que figuran en sus siglas. La “N” pretende hacer referencia a la neurología, pero de ella apenas si se toma una confusa alusión a la formación de redes neuronales y el disparate, por lo demás, tan fácil de escuchar, de que los hemisferios cerebrales están especializados en determinadas funciones o aptitudes. En cuanto a la “L” se refiere a la lingüística o, para ser más precisos, a la corriente que en la época de su nacimiento dominaba por completo semejante campo del saber, la gramática generativa. Lo único que hay de gramática generativa en la PNL son múltiples metáforas construidas sobre la famosa distinción entre la estructura profunda y la estructura superficial del lenguaje, nada más. La verdad es que no siento pudor alguno en confesar que no soy capaz de resumir de un modo conciso qué teoría acerca del lenguaje sostiene hoy Noam Chomsky (algo que sí podría hacer y, muy fácilmente, si de sus teorías políticas se tratase). Bandler se dio cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos lingüísticos mucho antes y no tardó en alejarse de la gramática generativa con la excusa de que, bueno, en el fondo, tampoco había tanto de ella en la PNL. De modo que, después de todos los fuegos artificiales, sólo nos hemos quedado con la “P”, la cual, no deja de ser, una vez más, una metáfora, una vaga analogía, una alusión a un objetivo. ¿Merece, pues, cuatro entradas tanto humo? 
   Durante mucho tiempo, la cuestión de qué es la realidad y cómo la construimos, en quién y por qué confiamos, qué poder tienen las creencias, fueron cuestiones filosóficas. Alguien, durante el siglo XX, decidió que su existencia sería más fácil si desertara de tales cuestiones y se dedicase a hablar del ser de los entes o de cómo se usan las palabras. Las grandes cuestiones de la filosofía quedaron en manos de psudocientíficos de la mente, truhanes y especialistas en marketing (espero que me agradezcan haber intentado hacer distinciones entre unos y otros) que, dicho sea de paso, han avanzado más en esas cuestiones en un siglo de lo que la filosofía hizo en veinticinco. Ha llegado la hora de reclamarles la devolución de lo que es nuestro. Pero, para conseguir tal restitución, no estaría mal que primero nos informásemos de qué han venido haciendo hasta ahora. 
  La vida, por lo demás, bastante infeliz, de Richard Bandler, puede seguirse sin muchas complicaciones por Internet. Grinder ha llevado una existencia mucho más gris. Dicen las malas lenguas que la razón está en que fue reclutado por la CIA mucho antes de conocer a Bandler. La “pseudociencia new age” que ambos crearon se imparte con todo lujo de detalles en las academias para interrogadores del ejército de EEUU. Personal de seguridad de sus aeropuertos fue instruido en sus técnicas más básicas tras los atentados de 11 de septiembre de 2011. Se habla de cursos que adiestran en PNL a altos cargos de gobiernos de diferentes países, a espías, estrategas... Si uno lee algo sobre el tema, pronto empezará a recordar lo que ha leído apenas hable con personal de ventas u observe detenidamente algunos anuncios. Casi se puede oír la voz de Erikson a través del soniquete de las operadoras que ofrecen seguros por teléfono. Como siempre en la PNL resulta difícil distinguir qué es realidad y qué es ficción, qué es lo que estamos percibiendo y qué es lo que creemos percibir, qué está ocurriendo y qué es lo que queremos o tememos que ocurra.
  En 1961, William S. Burroughs, inició su Nova Trilogy, una serie de novelas en torno a la capacidad para controlar la mente por medios psíquicos, sexuales, farmacéuticos y subliminares, entre otros. En el segundo volumen, The Ticket That Exploded, aparece explícita la idea que movió toda su obra, a saber, que el lenguaje es un virus. Un virus que penetra en nuestros cerebros y atrapa nuestra existencia, provocando alucinaciones tales como la constancia de las cosas. Un virus sin el que no podemos ya entendernos, porque no deja de hablar y de hablarnos en un infinito relato interior, espasmódico, caótico y definitorio. Y es que, ese relato interior, nos constituye, porque el ser humano tiene miedo al silencio. Pese a ello, y durante mucho tiempo, ni para la filosofía, ni para la psicología, ni para la ciencia, ha existido. 
  En marzo de 2012, Gerd Kempermann del centro de Terapias Regenerativas de Dresde publicó un artículo titulado "Youth Culture in the Adult Brain", en la revista Science. Mostraba Kempermann cómo ratones genéticamente idénticos  se van diferenciando en su comportamiento por la experiencia adquirida. Aunque el entorno en el que vivían era el mismo, el jugar con unos juguetes y no con otros, meterse en unos laberintos y no en otros, iba creando configuraciones en sus cerebros que los predisponían para nuevos aprendizajes. Iniciaban así una deriva que los iba haciendo cada vez más diferentes. En realidad, se trataba, simplemente, de la confirmación de algo que Ramón y Cajal había dicho hace ya tiempo, que somos los arquitectos de nuestro propio cerebro. Y nuestro cerebro, no lo olvidemos, está continuamente creando una red, una malla, en la que desarrollamos nuestro comportamiento cotidiano. A esa malla solemos llamarla “realidad”.

domingo, 13 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (3. Las críticas)

   Woody Allen asegura haber asistido a terapia durante más de 30 años. Le hubiese salido más barato darle a su psicólogo un porcentaje de las ganancias de sus películas que pagarle sesión a sesión. ¿Se imaginan Uds. la cara del terapeuta de Woody Allen cuando se enteró de que tenía un competidor que prometía curar a los pacientes en veinte minutos? Más de uno se sintió, en efecto, incómodo con la nueva verdad emergente. Por una lado, su popularidad prometía atraer a consulta mareas humanas. Por otro, la velocidad de sus curaciones mandaría más de la mitad de los colegiados al paro. Mientras la curva de la PNL se mostraba ascendente, pocos se atrevieron a hablar contra ella. A finales del siglo pasado la tendencia cambió y, con la resaca, aparecieron las primeras críticas hacia técnicas concretas, tales como el acceso ocular. Esas primeras críticas se trocaron, con el paso al nuevo siglo, en estudios que ponían en duda la “cientificidad” de la PNL, pero aún pasaría una década hasta que alguien se atreviese a calificarla de “pseudociencia new age”.
   Que los psicólogos rechacen una teoría por no ser científica es algo así como poner multas por exceso de velocidad en las 500 millas de Indianápolis. Recordemos, la historia de la psicología del siglo XX estuvo dominada, básicamente, por dos corrientes: el psicoanálisis y el conductismo. Los “centenares de casos de curación por la palabra” de que hacía gala Freud, se reducen, en realidad, a ocho casos clínicos. Ocho casos que, si son leídos sin maldad, llevan a la conclusión de que Freud empleó más tiempo en convencer a sus pacientes de que tenían una enfermedad que en “curarlos”. Todo lo cual no es óbice para que la inmensa mayoría de los psicólogos que viven de tratar a pacientes hagan uso de técnicas enraizadas, de modo más o menos lejano, en las creadas por el padre del psicoanálisis.
   La otra gran corriente fue, como digo, el conductismo. El conductismo condujo a la psicología a las ansiadas riveras de la cientificidad al módico precio de renunciar al estudio de lo que se suponía que era su objeto de atención, la psique. El detenido análisis de gráficas, el estudio pormenorizado de tasas de refuerzo y complejas fórmulas matemáticas creadas ad hoc permitieron, por ejemplo, que tras largas sesiones, un niño que tenía fobia a las ratas, paladeara su postre favorito mientras acariciaba una. Logro este, que fue exhibido con orgullo por los secuaces de Skinner, pero que, al común de los mortales, no podía dejar de causarle inquietud.
   ¿Que la PNL no cura? Pues miren, si yo tuviese que elegir entre un señor que no me va a curar después de cinco años de tratamiento y un señor que no me va a curar en una sola sesión, personalmente lo tendría muy claro. ¿Que las técnicas de PNL que funcionan no son invento de Bandler y Grinder? Eso ya lo pueden leer negro sobre blanco en sus escritos.
   En realidad, las miserias de la PNL están allí donde se hallan sus grandezas. Bandler y Grinder no sólo modelizaron a los terapeutas más famosos de su época, también hicieron lo propio con magos, hipnotizadores, estafadores y charlatanes de todo tipo. Por otra parte, la propia PNL es claramente invasiva, hay que enseñar al sujeto a manipular su propia mente y, para ello, nada como manipularla delante de sus ojos. La línea entre sacar lo mejor de una persona y convencerla de que ha sufrido una epifanía en presencia de su terapeuta es muy delgada. Bandler no tuvo mucho inconveniente en cruzarla y sus epígonos se lanzaron a tumba abierta tras él. Aún peor (si cabe), su promesa de curar en una sesión amenazó las prácticas de la psicología tradicional, pero también a los propios “maestros” de la PNL. Buena parte de la terapia consiste en dotar al sujeto de una serie de herramientas para que intervenga sobre sí mismo cada vez que se le presente un problema. Dicho de otro modo, paciente tratado, paciente que no vuelve. Rápidamente Bandler se dio cuenta de que el negocio no iba a estar en curar a nadie, de modo que trató de convertir la PNL en una especie de marca comercial de la que había que expulsar al propio Grinder. No, si la PNL había de convertirse en un negocio, el dinero habría de venir de otro sitio, de los seminarios, las conferencias y los libros que se hicieran basados en ella. El ascenso de la PNL es indisociable de la proliferación de libros de autoayuda que, de un modo más o menos descarado, tomaban sus enseñanzas de ella.  Hoy día es fácil encontrar cursos de PNL que por el "asequible" precio de 2000€ prometen tocar el cielo con la mano a todos los que se inscriban en él. Como comentaba una persona habitual de estos cursos, si pagas 2000€ por un curso de unas cuantas horas, o te autoconvences de que has visto el rostro de Dios o le confiesas a todo el mundo que eres tonto de capirote. Los partidarios de la nueva fe argumentarán que autoconvencerse es, en realidad, la clave de toda mejora personal. Ahora bien, ¿creer que se poseen todos los recursos para alcanzar un objetivo conduce a alcanzar el objetivo? Sin duda, sí... O puede que no... O, quizás, depende...

domingo, 6 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (2. Las técnicas)

   Piense en una experiencia de su pasado. Puede ser agradable o desagradable, trascendental o trivial, no importa. Digamos, el momento en que comprendió que iba a morir su madre o el sabor del trozo de chocolate que tomó ayer. Le recomiendo que sea algo agradable, de ese modo será más fácil que culmine el proceso que vamos a seguir. Cierre los ojos y recuerde ese momento. Hágalo con todos los detalles que pueda poner en él. Párese en la luz, en los colores de las cosas, en los sabores, en los gestos de las otras personas (si las había), en las sensaciones que le provocó, en lo que pensó, etc. Ahora quiero que haga esa imagen más luminosa. Mucho más luminosa. Aún más. Hágala brillar como si fuese ella misma una fuente de luz. Aumente la intensidad de los colores. Tome el mando a distancia y ponga el contraste en su nivel más alto. Contemple esa imagen. Y ahora, agrándela. ¿Lo ha hecho? Pues agrándela aún más. Mejor aún, proyéctela en el techo de la habitación donde se encuentra y consiga que la imagen ocupe todo el techo. Siéntase como un pequeño mosquito que puede volar dentro de esa imagen. Ahora vamos a ir quitándole brillo, vamos a quitarle contraste, incluso el color. Poco a poco la imagen se irá volviendo una imagen en blanco y negro, sin brillo, borrosa. ¿Lo ha conseguido? Bien, pues hágala más pequeña. Todavía más. Aún más. Tiene que llegar a ser como si estuviera en la luna y Ud. la contemplara desde la tierra. Tiene que ser tan diminuta que casi no se vea qué ocurre en ella.
   El aumento de la intensidad, del brillo, del colorido y del tamaño de una imagen, conlleva, para la mayoría de las personas, un aumento de la intensidad con que se viven las emociones que despierta esa imagen. Por el contrario, la disminución de esas cualidades, implica un alejamiento emocional de la misma. Si todo ha ido como es habitual, conforme ha ido haciendo la imagen más pequeña, las emociones que despertaba en Ud. se le tienen que haber ido entre los dedos como granos de arena. Nos hallamos, de hecho, ante el ejemplo prototípico de lo que pretende hacer la PNL. Por si le interesa, a las diferentes cualidades de la imagen la PNL las llama “submodalidades”. El manejo de las mismas permite manejar las propias emociones. De hecho, no se trata de un ejemplo cualquiera, acaba de adquirir Ud. una herramienta básica para habérselas con todos esos recuerdos desagradables que preferiría no tener y que le hacen sentir mal cada vez que afloran en su mente. La próxima vez que uno de ellos lo haga, quítele brillo, quítele colorido, disminuya su tamaño, déjelo sin voz o todavía mejor, varíe la velocidad de reproducción, póngalo a toda pastilla para que suene esa típica voz de cristobita… Aquí aparece una de esas maravillosas frases de Bandler que le hicieron ganar todo el dinero que se gastó después en cocaína: si puede reírse de ello, puede cambiarlo. Por último, si Ud. ha seguido las indicaciones que figuran más arriba y lo ha hecho con seriedad, ha entrado en trance en el sentido que la PNL le otorga a esa palabra.
   Como puede ver, se trata de tomar el control de las cualidades, por tanto, de la forma en que nuestro cerebro construye la realidad, adquiriendo conciencia de la estructura de las imágenes que formamos y el modo en que lo hacemos y del discurso que acompaña este proceso y que se imbrica con él. Como terapia, la PNL pretendía aplicar este modo de operar a todo tipo de trastornos, particularmente las fobias. El larguísimo tratamiento psicoanalítico a la búsqueda de los orígenes de cada fobia para curarla con la magia de la palabra o el sin fin de sesiones para asociar el estímulo que desencadenaba el comportamiento fóbico con otro comportamiento menos lesivo para una vida “normal”, se transformó, con la PNL en una breve charla con el paciente, de apenas veinte minutos, durante el cual se indagaba cómo éste desarrollaba su comportamiento fóbico y cómo podía tomar control de él manipulando las submodalidades. Bandler entró por la puerta grande de la psicología terapéutica, cual elefante en una tienda de cerámicas, con la pregunta: “¿si no puedes curar la fobia en una sesión, a qué dedicas las demás?”