domingo, 29 de junio de 2014

Programación neurolingüística (1. Los orígenes)

   Cuenta la leyenda que, hacia principios de los setenta, Richard Bandler, que había estudiado matemáticas, informática y psicología, conoció a John Grinder, anglicista y lingüista. De este encuentro en la Universidad de California nació lo que se conoce como Programación Neurolingüística (PNL). De modo rápido se la puede definir como un conjunto de técnicas para manipular la mente a la búsqueda del mejoramiento personal. Bandler y Grinder comenzaron por modelizar los métodos terapéuticos de Friz Perls, Virginia Satir, y Milton Erikson entre otros. 
   Perls, que había escapado de la Alemania nazi por sus vínculos con grupos antifascistas, convirtió las enseñanzas de la Gestalt en una forma de terapia, haciendo de su piso de New York la cabeza de puente gestaltista en el nuevo mundo. El caso es que su mujer, Laura Perls acabó quedándose con el piso y con una visión de lo que estaba haciendo mucho más cercana a sus orígenes europeos. Friz, se dedicó a mezclar estos principios con lo mejor de la filosofía continental anterior a la guerra, es decir, con las teorías de Wilhelm Reich, Otto Rank, Edmund Husserl, Martin Buber, Jan Smuts (padre del concepto de “holismo”) y Kurt Lewin, además de William James y John Dewey. Con este bagaje se mudó a la costa oeste, en donde, en plena mutación del movimiento beat en contraculturalismo hippie, se había instalado la moda del crecimiento personal. Fue en los seminarios de Perls, donde Bandler vio la luz. 
   En cuanto a Virginia Satir y Milton Erikson, fueron dos de los terapeutas más famosos de su época, la primera conocida por su labor en la terapia familiar y el segundo por su uso generalizado de la hipnosis como método terapéutico. Aquí hay que aclarar que lo que Erikson llamaba “hipnosis” estaba bastante lejos de lo que después Hollywood hizo con este concepto. En esencia, para Erikson, por "hipnosis" puede entenderse todo género de trance en el que se desconecta el análisis de la práctica totalidad de los canales de información que llegan hasta nosotros, salvo uno concreto. Si ha vivido esa experiencia que consiste en conducir absorto en sus pensamientos hasta llegar a su destino, momento en el que repara que, verdaderamente, no sabe lo que ha ocurrido durante el trayecto, ha estado en estado de trance tal y como lo entiende Erikson. De modo semejante, las palabras más usadas para inducir un fenómeno de hipnosis son “érase una vez…” Un cuento, una narración interesante, hacen que no reparemos en lo que ocurre a nuestro alrededor y esto, precisamente, define la hipnosis en el sentido que nos hallamos explicando. El mismo Erikson solía utilizar narraciones plagadas de metáforas, cuentos ejemplares o historias cotidianas, en las que el paciente solía encontrar la solución que iba buscando a sus problemas. Por supuesto, existen otras formas de hipnosis que implican una pérdida de conciencia más profunda. No obstante, pese a su fama de hipnotizador, no siempre hacía uso de ella. De hecho, la terapia eriksoniana se caracterizaba por su extrema flexibilidad, hasta el punto de que analizando sus seminarios y escritos uno puede llegar a dudar que ahí exista una teoría uniforme o una metodología real. Pertenece a Bandler y Grinder el mérito de haber modelizado sus trabajos descubriendo lo que había en común al abordaje de los diferentes casos.
   A estos mimbres faltaba por añadirle un par de cosillas más. La primera, cómo no, la lingüística que, dada la época de la historia norteamericana de la que estamos hablando, resulta lo mismo que decir la gramática generativa de Noam Chomsky, con su promesa de convertir a esa disciplina en una ciencia (formal más que empírica) y que aspiraba a llegar al núcleo mismo de las estructuras del lenguaje. Esa formalización parecía por entonces vinculable a otra disciplina en plena ebullición, la informática, con lo que la cuestión se convirtió en si había algún modo de hacer de la gramática generativa una forma de programar la mente. Y ya, sólo nos queda la guinda, la semántica general de Alfred Korzybski, expuesta en ese libro para todos y para nadie llamado Science and Sanity: An Introduction to Non-Aristotelian Systems and General Semantics, del que ya hemos hablado en este blog.

domingo, 22 de junio de 2014

Ocho provincias andaluzas (2 de 2)

   Sevilla tiene un color especial. Hacia finales de febrero, la luz cambia, se comienza a adivinar la primavera y las tonalidades hacen que suba un grado la temperatura de la sangre. Poco después desflora el azahar y el centro se inunda de una fragancia que hace que la ciudad entre por los cincos sentidos. Además, el sevillano es simpático y amable. Tiene una bonita ciudad que enseñar y le encanta hacerlo. Otra cosa es que sea integrador. El único género de integración que se conoce en Sevilla es la asimilación completa. O uno le hace las correspondientes genuflexiones a los ídolos de la tribu (especialmente a los que son de madera y se dan un garbeo anual por la ciudad) o puede prepararse para dar explicaciones, muchas. Un ejemplo típico es la fiesta por antomasia, la feria de Sevilla. Hay tres modos de divertirse en ella: teniendo dinero bastante para ser socio de una caseta privada; haciendo sacrificios para pertenecer a la categoría anterior; o siendo del tipo de personas a las que le encantan los empujones de gente borracha. Si Ud. no pertenece a ninguna de estas categorías, la feria de Sevilla es un deambular sin sentido esquivando caballos con jinetes a punto de caerse al suelo y torbellinos de albero.
   Tanta feria, tanto azahar, tantas tonalidades de luz, y tanta guasa, hacen del sevillano un chauvinista que no tiene la menor duda de vivir en el mejor sitio del mundo, de hecho, en el ombligo del mundo. Para el sevillano el mundo se divide en Sevilla y el extranjero. Y ésta es una clave que pocos conocen para entender lo que ocurre por estas latitudes: Andalucía no existe. “Andalucía” es el nombre que los sevillanos le dan a la provincia homónima de Sevilla y a los territorios que los sevillanos invaden periódicamente, esto es, la aldea de El Rocío, Matalascañas, Valdelagrana, Rota, Punta Umbría y demás playas “sevillanas”. A estos territorios les corresponde el calificativo de terra nullius, es decir, tierras improductivas y sin habitantes hasta que llegan nuestras hordas civilizatorias. No obstante, pese a su ombliguismo, el sevillano sabe reconocer lo bueno cuando lo ve. Es el caso del carnaval de Cádiz. A pesar de que conoce lo que se siente en Cádiz hacia la capital de Andalucía, el sevillano ve las chirigotas y comparsas y confiesa: “la verdá e que tiene grasia lo hoio” (la verdad es que tienen gracia los jodidos). Del mismo modo, en nuestra época de pizza con champán, muchos sevillanos viajaron al extranjero y podía Ud. comprobar cómo, con la expresión de quien se ha convencido de que la tierra se mueve, declaraban: “Praga es bonita, muy bonita”... Lo cual no evitaba que Sevilla siguiera siendo "lo mehó der mundo" (lo mejor del mundo).
   El sevillano visita Málaga, Cádiz, Granada, Almería y son ciudades que le gustan, que le agradan, sin que por eso pueda abandonar una expresión de profunda pena... la que le produce el que haya gente que no pueda vivir en Sevilla. Propiamente, el sevillano no odia a nadie, ya sea malagueño, gaditano u onubense. Es lógico, sólo en rara ocasión repara en su existencia. Si Ud. tiene ganas de pelearse con alguien diga en Huelva, en Málaga o en Cádiz que es de Sevilla o, mejor aún, intercale en su conversación un par de “miarma”(1), no tendrá que hacer nada más. En la época en que las matrículas de los coches llevaban distintivos provinciales, era tradición rayar los coches sevillanos allí donde aparcaran.
   Aprendí todo esto la primera noche que salí a tomar copas por Cádiz. Casi fui de pelea en pelea por poco más que abrir la boca y no decir “pisha”(2). Cádiz es genial, además de preciosa. Todo lo que acabo de narrar respecto de ese ente inexistente llamado "Andalucía", se repite en la provincia de Cádiz. Pasé unos maravillosos meses en El Puerto de Santamaría. No he conocido otro lugar en el mundo en el que resulte más fácil dejarse llevar por el dulce transcurrir de la vida. De hecho, en todo el tiempo que estuve allí no conseguí leer ni una sola página. El comienzo no fue, sin embargo, fácil. No sé cuántas veces se repitió el mismo diálogo:
- ¿De dónde eres? - Me preguntaban.
- De Sevilla.
- ¿Pero de Sevilla capital? - Gesto malhumorado.
- No, de un pueblo cercano.
- ¡Ah! Porque los de Sevilla capital son todos unos saborio (desabridos).
   Después descubrí que había algo peor que ser de Sevilla capital, ser de la cercana capital, Cádiz. En Jerez, en El Puerto de Santamaría, en San Fernando y, me parece que en toda la provincia de Cádiz, no pueden ver a los gaditanos de la capital. A poco que se identifiquen se les raya el coche y se les pega si se ponen medianamente gallitos. La excusa es que Andalucía es muy grande, con gente que ha llegado aquí de diferente procedencia y en diferentes épocas, algo que ha dejado una profunda marca en la lengua. Pero todo esto es, únicamente, una excusa. Me contaron que en Oviedo las señales de tráfico no indican “A Gijón”, sino “A la playa” y que la gente de Gijón, cuando las matrículas tenían distintivos provinciales, se iba a Girona a matricular el coche para que tuviera una “GI” y no una “O” de Oviedo en la placa. Si uno visita Castilla-León, podrá ver el nombre de Castilla tachado en los carteles cuando entra en León y el de León tachado cuando entra en Castilla. En Sabadell no hablan de Barcelona, sino de “el paseo marítimo”, y mejor no mencionemos lo que se dice en Murcia de Cartagena, en Tenerife de las Palmas o viceversa... Parafraseando un diálogo de la película Europa uno podría decir que “esto es España, aquí todo el mundo odia a todo el mundo”. Por eso no está de más que alguien haya sacado unas risas de tanto odio sin sentido.




(1) “Miarma” (en castellano, “mi alma”), es una típica expresión de Sevilla capital, que no significa nada y que acompaña todo. El camarero le dirá, “ya voy, miarma”; si Ud. tiene un accidente, la persona que lo auxilie, le preguntará: “¿te has hecho daño, miarma?”; y el juez le sentenciará: “te han caído veinte años cárcel, miarma”.
(2) Aplíquese todo lo dicho respecto de “miarma”, sólo que en el ámbito geográfico de Cádiz capital.

domingo, 15 de junio de 2014

Ocho provincias andaluzas (1 de 2)

Confieso que yo también me he reído con Ocho apellidos vascos, la película dirigida por Martínez-Lázaro que ha pulverizado todos los récords de taquilla en este país. Con todo, no es una obra maestra y ni siquiera está a la altura del talento de quienes se hallan tras ella. Porque tras ella están Borja Corbeaga y Diego San Juan, artífices de la genial criatura llamada Vaya semanita. Este programa de humor de la ETB, ponía semanalmente en solfa todos los temas de la actualidad política y social del País Vasco, encadenando sketches a cada cual más desternillante. Todavía me acuerdo de la anciana, ya muy arrugadita, a la que le sale un atracador que le pide “el dinero y las joyas”. La buena anciana le da el bolso, los pendientes, el anillo, el piercing del ombligo, el de la lengua y le pregunta al navajero: “¿quiere también el del pezón?” Naturalmente el chorizo pone cara se asco y sale corriendo. Con todo, lo más sorprendente del programa solían ser las continuas puyas al nacionalismo vasco en todas sus vertientes. Y no se puede decir que el programa cojeara de alguna ideología política. Al lehendakari socialista Patxi López, le dieron hasta en el carné de identidad. Con cuentagotas, el programa llegó al resto de cadenas nacionales. Esté haciendo lo que esté haciendo, me siento a ver cualquier capítulo que pillo, por muy antiguo que sea.
Pero si del norte la cosa venía bien, lo que han recogido del sur tampoco está mal. Alfonso Sánchez y Alberto López, más conocidos como “Los compadres” o “er culebra” y “er cabesa”, son un dúo humorístico sevillano que ha demostrado moverse a sus anchas en ese proceloso mundo artístico ajeno a la industria audiovisual. Industria que, en Andalucía, como cualquier otra industria, casi no existe. Saltaron a la fama colgando cortos en Youtube de monólogos a dos, de ahí pasaron a visitar los estudios de televisión para asaltar, finalmente, los cines. El mundo es nuestro es una descacharrante parodia del mundo sevillano que por atreverse se atreve hasta con la Semana Santa. Producida mediante el micromecenazgo, alcanzó éxito de crítica y público dentro de los límites que la industria permite fuera de ella. Comparado con lo que hacen en Ocho apellidos vascos, estamos, más bien, ante un paso atrás. 
En cuanto a este fenómeno cinematográfico, tiene un arranque espectacular, que da paso, abruptamente, a la típica comedieta romántica, eso sí, aderezada por un par de golpes geniales. Para mí, el más destacable es el que da título a la película y que lo dice todo: “ella ya salió con uno del sur, pero tenía sus ocho apellidos vascos, a pesar de ser de Vitoria”. Afirmaba ese señor que engrandece cada fotograma en el que aparece, Karra Elejalde, que la película iba a hacer mucho bien a la ciudadanía. Y es verdad. Porque la guasa a propósito de “los del sur (del País Vasco)”, tiene su correlato en otro chiste que sólo podemos entender los del sur (de España): “Que no, que soy vasco... Y en todo caso, de ser andaluz, sería sevillano, no de Córdoba”. El siempre dicharachero entorno del Movimiento de Liberación Nacional Vasco, por boca del crítico cinematográfico de Gara, descalificó la película por “costumbrismo tardofranquista”, porque el protagonista utilizara un acento vasco “de chiste” (para hacer chistes) y porque “hicieran de vascos gente que no era vasca”. Sin duda, a Gara le sorprendió (como a mí, todo hay que decirlo), que el papel de la protagonista recayera en la madrileña Clara Lago, habiendo actrices vascas con un palmito que no desmerece en nada al de la señorita Lago y que, de hecho, pasaron por Vaya semanita. Pero tal agravio, por mucho que pueda dolerle a la izquierda abertzale, no es nada comparado con el caso de Dani Rovira. Yo no sé si la familia y los amigos del malagueño han vuelto a dirigirle la palabra después de oírle decir (reiteradamente además) “miarma” en la pantalla grande.
Si Ud. pregunta a la gente por la calle en el corazón de la irredenta Guipúzcoa si prefiere que su hija se case con un andaluz o con un alavés, haciendo de tripas corazón, la mayoría le contestará que, puestos a que se case con un “no vasco”, por lo menos con alguien que cierta sangre vasca tendrá. Pero si Ud. pregunta en Huelva, en Córdoba, en Granada y, sobre todo, en Málaga, si la gente prefiere que su hija se case con un ex-miembro de ETA o con un sevillano, casi todo el mundo preferirá al vasco porque, como le explicarán, gudari se puede dejar de ser, el que nace sevillano, ya es sevillano “pa toa su vida” (para toda su vida). La única excepción es Cádiz. No porque a los gaditanos les agraden los matrimonios mixtos (es decir, con sevillanos), no. La razón es que cualquier padre gaditano confiará ciegamente en la educación que le ha dado a su hija y que consiste, entre otras cosas, en sacarle los ojos al primer sevillano que la mire.

domingo, 8 de junio de 2014

Un desastre llamado amor (y 4)

   No tengo muchas ganas de seguir hablando de algo tan triste como el amor, la verdad. Hay, sin embargo, un par de cosas que no me gustaría que se quedaran en el tintero. La primera arroja un atisbo de esperanza sobre esta tragedia. Sinceramente, me llena de alegría saber que, con toda probabilidad, me moriré antes de que el primer ser humano clonado pise la faz de este planeta. Junto a semejante desmán, dicen que en este siglo se desvelarán los secretos del cerebro. Si a ello unimos el afán de la industria farmacéutica por meterse en los más insignificantes acontecimientos de nuestras vidas, parece alumbrarse un futuro en el que se vacunará a la población contra el amor como hoy se hace contra la difteria. Por supuesto, eso no extinguirá la enfermedad. Unas píldoras maravillosas, revertirán el efecto de la vacuna durante ocho horas, con objeto de que quienes quieran estar enamorados, las tomen tres veces al día. ¿Se lo imaginan?  Podrá elegir a la persona que desee. Ya no habrá más enamoramientos desafortunados, no más amores imposibles, se acabó aquello de “siempre me gustaron los hombres altos y fíjate con qué tapón he acabado”. ¿Prefire las rubias? Busque a una que le plazca, con buena posición social, que le guste el fútbol, como la quiera, podrá negociar con ella los términos de la relación y luego, mirándose ambos a los ojos y acompañada con fresas y champán, ingerir la primera dosis de la píldora mágica. El más profundo amor se apoderará de ustedes hasta que un día decidan no tomar su dosis diaria aconsejada. Ya no habrá dudas acerca de si me quiere realmente o no. Se acabaron los engaños, ni un solo matrimonio se romperá “porque me enamoré de otro/a”. Para ello tendría que dejar de tomar su dosis y tomarla con otra persona, algo absurdo de hacer sin consentimiento mutuo, salvo casos de sadismo. Ni un solo corazón roto más. Al dejar de tomar la cápsulita en cuestión desaparecerán todas las penas y dolores asociados al amor. El amor no correspondido pasará a la historia como el sarampión. La gente leerá los melodramones decimonónicos y no entenderá nada. Por fin se dejarán de representar esas óperas trágicas y romanticonas del XIX. Al cabo de veinte años de relación, el amor será “como el primer día” si la dosis tomada ha permanecido constante. Incluso podrá haber una píldora del amor pediátrica, para que los niños quieran a sus padres y abuelos como es debido. Por supuesto, habrá gente que abuse del fármaco y, en un acto final de desesperación, se tomen todo un bote mezclado con alcohol. Podrá decirse de ellos con toda propiedad que “murieron de amor”. El amor llegará en el momento oportuno, en la dosis apropiada, del modo deseado y con la persona adecuada. Nos hallaremos ante una época en que, realmente, el amor contribuirá a la felicidad de los seres humanos y buena parte de sus penalidades habrán dejado de ser una amenaza, como ocurrió con la sífilis. ¿No le parece un futuro prometedor? ¿No es hermoso? ¿No le produce rabia, como a mí, no llegar a conocer esa época?
   Seguro que ha respondido que no. Creo haber mostrado que el amor es una desgracia, un obstáculo, un impedimento, algo nocivo o, cuando menos, improductivo, inútil. ¿Por qué no deshacernos de él? Aquí está encerrada la única enseñanza hermosa de todo esto. Nos han enseñado desde pequeñitos que útil es lo mismo que eficiente, que necesitamos cosas que nos permitan alcanzar otras, que el valor de algo se mide por su precio, que todo lo importante debe servir para algo. Hasta las palabras tienen que tener un uso y si no lo tienen son insignificantes. El caso es que todo lo insignificante tiene valor, que lo verdaderamente necesario es lo que no tiene utilidad, precio, ni significado alguno. Estamos rodeados de cosas inútiles, por las que no pagaríamos nada, carentes de cualquier uso reconocible y sin las que no podemos pasar. Si no me cree, mire en los cajones de su casa. Con toda probabilidad, encontrará fotografías viejas, llaves de casas que ya no habita, la entrada de aquella película, pequeños objetos a los que nadie podría adjudicarle funcionalidad alguna. ¿Por qué coleccionamos ese montón de inutilidades? ¿Por qué no tiramos todas esas cosas sin uso, inútiles? Hay un motivo muy simple, para nosotros tiene su importancia que estén en ese cajón una importancia que no puede cuantificarse en un precio, que no puede fijarse en su capacidad para producir nada. Y aquí hallamos la clave de todo: nos matamos cada día por cosas extremadamente útiles que, en cuanto nos permiten pararnos a pensar un momento, descubrios que no nos importan lo más mínimo. A cambio, dejamos constantemente de lado cosas a las que sólo raramente acabamos por otorgarle su verdadera importancia para nosotros. La esencia de los seres humanos radica precisamente en esto, en que no podemos vivir sin cosas que carecen de cualquier utilidad productiva, como el arte, el amor... o la filosofía.

domingo, 1 de junio de 2014

Un desastre llamado amor (3)

   De la novia de mi amigo Pepe no podía decirse que fuese poco agraciada, era fea. De hecho, era fea, antipática y contrahecha. Sin embargo, como ella se encargaba de recordarle en cuanto había la menor ocasión, Pepe no fue su primer novio, tampoco el último. Platón debe figurar como el primero en dejar constancia de la existencia de fenómenos como la ex-novia de mi amigo Pepe. Decía Platón que no nos enamoramos de una persona, nos enamoramos de una idea, de un ideal que creemos descubrir en esa persona. Esa idea, ese ideal, trasciende su apariencia física o caracteriológica y nos impulsa a sacar lo mejor de todos nosotros. Platón lo expresa de un modo mucho más poético de lo que pueda hacerlo yo y queda muy hermoso. Me parece, no obstante, que la consecuencia resulta clara: nadie puede enamorarse de un ser humano de carne y hueso. La mujer de nuestras vidas no nos araña cuando se encuentra en esa maravillosa semana de cada mes y le dices “buenos días”. El príncipe azul no se hurga en la nariz mientras el semáforo permanece en rojo. El próximo lunes por la mañana, tal y como suene el despertador, hágase una fotografía y, a media tarde, cuando ya merezca el calificativo de persona, juzgue si realmente alguien puede enamorarse de eso. En realidad todos los sabemos. Durante la fase de seducción tratamos de ocultar los aspectos que juzgamos más criticables de nuestro cuerpo o nuestra personalidad. Incluso cuando afirmamos “yo quiero que me quieran tal y como soy”, pensamos que mejor mostramos algunas de las cosas que somos hoy y otras más adelante.
   De los seres humanos reales, de estos pequeños seres egoístas y vanidosos, no hay manera de enamorarse. Tenemos que engañar y, sobre todo, engañarnos a nosotros mismos, forjarnos un ideal inexistente acerca de otra persona que nos lleve a quererla, que nos mueva, que nos arrebate. Y aquí viene una de las partes más divertidas del amor. Ese ideal, esa idea, no se encuentra en la otra persona. En ella, a lo sumo, hay trazas, algún rasgo que, vagamente, lo recuerda, un cierto aire de familia. Platón decía que ese ideal se hallaba en otro mundo, en el mundo de las ideas, de las cosas eternas y perfectas. Si renunciamos a creer en él, entonces el proceso del enamoramiento resulta mucho más claro. Porque, si abandonamos el platonismo, la única respuesta que nos queda, pasa por reconocer que ese ideal que creemos hallar en el otro, en realidad, nos pertenece en exclusiva. Nos enamoramos de la idea que tenemos de nosotros mismos y la proyectamos en otra persona. Esto explica lo de “la media naranja”, el “tenemos muchas cosas en común” o el tierno “tengo la sensación de conocerte desde siempre”. ¡Y tanto! Lo/a hemos visto cada mañana reflejado/a en el espejo. En común tenemos todas las cosas que pensamos que se hallan en nosotros. Y desde luego, si a la imagen de media naranja le hacemos una fotocopia, resultará difícil que no se parezca al original. Lo diré de un modo más fácil, nos enamoramos de una persona inventada, inventada por mi y que, por tanto, tiene los caracteres más hermosos de la humanidad, quiero decir, mis características.
   Esta mentira, este engaño primordial, constituye un requisito imprescindible para que haya enamoramiento. Sin la forja de un ideal, sin la búsqueda de puntos comunes donde no los hay, sin el descubrimiento de un semejante en alguien que, realmente, se diferencia notablemente de nosotros, no hay enamoramiento posible. Y, sin embargo, en este punto de partida se halla ya contenido el punto final. Después de descubrir en el otro que “en el fondo” es igual que yo, después de crear un ideal que ni por asomo se parece a la persona real, después de proyectar la imagen que tenemos de nosotros mismos sobre el otro, después de eso, llegamos a la lógica conclusión de que hay que "sacar lo mejor" de nuestra pareja aunque ella no se halle interesada en tal esfuerzo, quiero decir, hay que destruir cualquier arista, cualquier asomo de divergencia, cualquier intento de alejarse de ese ideal que hemos descubierto en ella. No se trata ya de que el otro “en el fondo” se parezca a mí, es que hay que cambiarlo para que consiga serlo plenamente. Resulta divertidísimo ver (desde fuera) a ese hombre que babeaba con la ropa atrevida que vestía su actual esposa, regañándola para que no se ponga ropa atrevida. Y esa chica a la que todo el mundo advertía que su novio era un juerguista incorregible, ¿recuerdan? Pues ahora no para de abroncarle para que no se vaya de juega con sus amigotes. ¿Ven a esa chica llorando? Llora porque un seductor incorregible la sedujo y la dejó abandonada a las primeras de cambio, exactamente como ella le vio hacer con muchas otras. ¿Y el cuarentón que se volvió loco por una veinteañeras? Seguro que lo conocen. La dejó la semana pasada, no aguantaba más sus gustos musicales, su forma de hablar y a sus amigos/as... veinteañeros. ¿Enloquecemos todos? No, simplemente nos negamos a aceptar que el amor de verdad, el amor por un ser humano de carne y hueso, tal y como es, con sus legañas y sus mocos, su mal humor y sus malos olores, sus vicios, bajezas, miserias y grandezas, ese amor, muy pocos llegan a conocerlo alguna vez en sus vidas.

domingo, 25 de mayo de 2014

Un desastre llamado amor (2)

   Cualquiera que se haya enamorado sabe que este arrebato de las narices suele hacer que nos enamoremos de la persona menos indicada en el momento más inoportuno. Tal hecho constituye, a mi entender, todo el meollo del asunto. Dicen los psicólogos que el enamoramiento consiste en un comportamiento adaptativo. En efecto, al amor de nuestras vidas lo descubrimos al llegar a un sitio nuevo o al encontrarnos en una situación nueva con alguien que ya conocíamos. Esto me lleva a pensar que, en contra de lo que suele decirse, sí podemos enamorarnos a voluntad, a lo mejor no de una persona concreta, pero sí que nos cabe elegir el momento. Si no me cree, haga lo siguiente. Dedíquese a dormir menos de la cuenta. No le pido que se pase una semana sin dormir, más bien se trata de ese proceso por el que el cansancio se va acumulando progresivamente, quiero decir, dormir una o dos horas menos de lo habitual durante días. Añada a eso una mayor intensidad en su trabajo. Tampoco se trata de someterse a una presión brutal, pero sí de incorporar una cantidad limitada de estrés inexistente hasta ese momento en su vida. Múdese de piso, de ciudad o de país o bien cambie de profesión. Procure hacer esto en esas semanas en las que es evidente que se avecina una nueva estación del año, últimos días de verano, el otoño o, mejor aún, la primavera. Si ha llegado hasta aquí, tiene elevadísimas probabilidades de enamorarse o, cuando menos, de obsesionarse con alguien a quien hasta ahora no le había prestado atención o que acaba de entrar en su vida. Eso sí, le  garantizó que esa persona no le convendrá para nada.
   Si por su profesión, por su familia o por su vecindario, se relaciona Ud. con trescientas mujeres diferentes al cabo del mes, acabará enamorado de la que más le puede hacer sufrir. Una persona cariñosa, leal, dispuesta a cambiar por nosotros, atenta, reúne todos los rasgos de una persona que nos deja fríos. A los seres humanos nos interesa toda aquella persona de la que tenemos la certeza absoluta que nos puede chulear con cierta frecuencia. Volvemos así a un tema sobre el que ya hemos hablado en este blog: los seres humanos hacemos todo lo posible para huir de la felicidad. Ningún modo mejor para conseguirlo que enamorarnos de alguien de quien tenemos la seguridad que no nos va a echar la menor cuenta o, mejor aún, que nos prestará atención únicamente para fustigarnos con su látigo. Todo lo demás, ni da morbo, ni resulta sexy, ni nos atrae. Por eso nos gusta tanto el amor, por eso nos quedamos atrapados en la miel de su recuerdo cual golosos moscardones, por eso nos parece insípida una vida sin amor, porque se trata de la descripción perfecta de una vida feliz y a nada le tememos tanto como a la felicidad. No, hay que enamorarse, enamorarse mucho y de alguien que nos pueda hacer pasar penalidades sin cuento. Y si al final resulta que esa persona parecía algo que acabó no siendo, si resulta que sus miradas insultantes escondían el deseo ardoroso de estar con nosotros, ya nos encargaremos nosotros mismos de hacerle pagar por sus pecados y convertir la relación en un infierno porque “he cambiado”.
   Bien, supongamos que les digo que aprendemos a amar del mismo modo que aprendemos otros comportamientos y, por tanto, que también podemos aprender a desenamorarnos. Sí, sí, puede desembarazarse de esos sentimientos cuando quiera, como ya hemos visto que puede adquirirlos. Todo se halla bajo su control. Aún más, resulta extremadamente fácil si podemos evitar ver con frecuencia a la persona de la que nos hemos enamorado.  Sacar a una persona de sus pensamientos, incluso de sus sueños, puede hacerse si uno realmente lo desea, se trata de una simple cuestión de voluntad. Una vez se ha dado este paso, lo demás se sigue de suyo. Si consigue dejar de ver a una persona, de pensar en ella, de soñar con ella, aún más, si tiene la voluntad de borrar su número de móvil, su correo electrónico y sus fotos, los sentimientos que un día despertó se irán al cabo de poco de tiempo, como lágrimas en la lluvia. Volverá a verlo/a y se preguntará: ¿de verdad yo me enamoré de éste/a? Pero, claro, he  pasado de puntillas por el obstáculo mayor que existe para todo esto: querer. Sólo hay algo más común y poderoso que el deseo de enamorarse, el deseo de no perder el amor por esa persona que no puede o no quiere ser nuestra. Diría aún más, el amor nos atrae tanto, por el riesgo que implica de lo que, en realidad, más le gusta a los seres humanos en este mundo: sentirse desgraciados por amar. Quien considera que la persona a la que ama resulta inalcanzable se aferra a ese sentimiento como un náufrago a un salvavidas, piensa que al fin ha encontrado lo que tanto andaba buscando, algo que le permita mantenerse eternamente alejado de la felicidad. Y si no me creen, no tienen más que recordar esa situación que todos hemos vivido. Todos hemos tenido ese/a amigo/a destrozado/a por un amor imposible, ese amigo antes alegre, chistoso, que ahora tiene siempre las lágrimas aflorando en sus ojos, ese amigo que anda sin poder levantar la cabeza del suelo... Y cuando llevamos dos meses consolándolo, intentando que no se emborrache cada día, vigilando que no se tire a las vías del tren, llega ese momento en el que uno ya no puede más y le suelta: “Mira, Pepe, tu novia era fea, muy fea, de hecho, era más fea que cualquiera de las tías que están bebiendo los vientos por ti, así que haz el favor de sonarte el moquillo y enrollarte con cualquiera de los bombones que hay en esta discoteca que ya no te aguanto más, hombre”.

domingo, 18 de mayo de 2014

Un desastre llamado amor (1)

   Hace mucho, mucho, mucho tiempo, cuando me hallaba en mi juventud y visitaba sitios como aquél, me presentaron a cierto chico de apellido impronunciable y aspecto adormilado en los pasillos del Instituto de Filosofía del CSIC. Según me explicaron, había venido desde Alemania a desarrollar parte de su tesis doctoral en Madrid. Me pareció disparatado abandonar la riqueza de las bibliotecas alemanas para acabar en el norte de África intentado hacer una tesis doctoral y se lo atribuí a que el sueño que parecía acarrear aquel tipo le impedía saber dónde había ido a parar. Años después, volví a encontrarme el mismo rostro adormilado y el apellido impronunciable en las hojas de un catálogo de libros de cierta editorial germana. Había publicado un libro titulado Die Zukunft der Liebe (El futuro del amor). En caso de que se tratase de su tesis doctoral, hacía mucho más comprensible su paso por Madrid. Hablarle de amor a una alemana se parece mucho a escribirle poesías a una pared. Si uno se lo curra de verdad y si a la chica en cuestión le has caído en gracia, puede que sólo tardes cuatro o seis semanas en que levante una ceja cuando habla contigo. Acostumbrados a las españolas, que a los cinco minutos ya les brillan los ojos o te miran con cara de asco, un español puede llevarse con las alemanas más chascos que granos tiene un celemín. De todos modos, yo no hubiese elegido Madrid para una tesis así, mejor me habría ido a Zaragoza, Valencia, algún lugar de Andalucía o Canarias. Pero no se trata de eso de lo que quería hablar.
   Quería hablar acerca del amor y no dónde resulta endémica dicha enfermedad. He dicho bien, enfermedad. Entre las múltiples desgracias que asuelan la humanidad, enamorarse puede considerarse de las más dañinas. Al fin y al cabo, el SIDA, el ébola, te matan y ya está. El amor se parece mucho más al herpes genital, ni te mata ni te deja vivir. Resulta difícil saber qué resulta más catastrófico del amor: su inutilidad; el que en unas ocasiones nos vuelve locos y en otras tontos; su capacidad para destrozar vidas; la intensidad de los sufrimientos que provoca; el que destruya relaciones sociales, familiares y personales; que dinamite cualquier plan o proyecto... No hay nada que contribuya más a hacernos desgraciados que enamorarnos, porque, en esencia, cuando uno se enamora se ha dictado sentencia. Básicamente pueden ocurrir dos cosas. La primera, muy desgraciada, que a la persona de la que nos hemos enamorado le importemos un pepino. La segunda, todavía peor, que la persona a la que amamos, también nos ame. Si Ud. pregunta por términos que designen lo contrario al amor, todo el mundo le hablará del odio, el desamor o algo parecido. Craso error. No hay nada más contrario al amor que la convivencia. Resuciten a Romeo y Julieta, pónganlos a limpiar el piso, sacar la basura y, todavía mejor, cambiar pañales, encuéntrenles un trabajo común, de modo que no dejen de verse a lo largo del día y en menos de un año pedirán cita con un abogado experto en divorcios. No hay amor suficientemente fuerte que resista los pelos en la bañera, la interrupción de un partido de fútbol “para hablar de lo nuestro” o la discusión acerca de qué gastos hay que recortar para llegar a final de mes. Cuando una de estas situaciones se presenta queda claro que la época en que modificábamos nuestro comportamiento para aumentar el bienestar del otro pasó a la historia y que ha comenzado la etapa del domino estratégico, comúnmente conocida como guerra. Hasta ahí dura el amor eterno. Según los expertos, unos seis meses, según mi experiencia personal, unas seis semanas. Después se da paso a otras cosas a las que podemos edulcorar con bonitos nombres, pero, en cualquier caso, ya no se trata de amor.
   El amor, para que verdaderamente merezca el calificativo de “eterno” o, al menos, de “duradero”, tiene que producirse entre personas que se vean los fines de semana, cada quince días o una vez al mes. Más allá de eso mata o se muere, lo cual resulta una demostración palpable de que nos hallamos ante un género de veneno. Resulta difícil saber para qué demonios puso la madre naturaleza este veneno en nuestra venas. Si se trataba de garantizar que el macho contribuyera al cuidado de la prole, bastaba con habernos dotado de un instinto paternal, que hubiese logrado resultados más duraderos y fiables. Dado que la madre naturaleza y, todavía más, la selección natural, no han demostrado hasta ahora semejante grado de estupidez como para poner en nosotros esta fuente inagotable de desgracias, hay que suponer que el amor no puede considerarse algo “natural”. No hablamos, pues, de un instinto, ni de algo con lo cual hayamos nacido, cosa que todo el mundo admitirá. El amor, como la gripe, se adquiere y se adquiere por el contacto con los demás. Como el salivado de los perros de Pavlov, se trata de un postizo añadido a los seres humanos por nuestro carácter cultural. De hecho, nos hallamos ante un rasgo universal, presente en todas las culturas como el tabú del incesto. El punto cero de la cultura, el núcleo mismo de su nacimiento, vendría entonces marcado, negativamente, por la prohibición de determinadas relaciones y, positivamente, por la necesidad de encauzar de modo romántico, quiero decir, tóxico, otras. Digámoslo de otra manera: se aprende a amar y, retomando el camino a la inversa, también podemos aprender a dejar de amar.