domingo, 16 de marzo de 2014

Impuestos

   Una de las incongruencias más divertidas que pueblan nuestras incongruentes cabezas es que todos queremos mejores servicios públicos pagando menos impuestos. Nos quejamos de la policía, del ejército, de los profesores, de los médicos, de los hospitales, de los jueces, del cuidado de parques y jardines y hasta de los inspectores de Hacienda. Todos ellos trabajan poco, cumplen de mala manera sus funciones, no se comprometen con su trabajo, no rinden lo suficiente, llegan tarde y se van pronto. Los propios edificios oficiales están desvencijados, saturados, ofreciendo unas prestaciones penosas a sus usuarios. Las listas de espera son exageradas, los retrasos en la justicia desmedidos, la dilatación de los procedimientos burocráticos desproporcionada. Eso sí, todos queremos también pagar salarios ridículos a los profesionales, eludir los gastos de mantenimiento y reposición de materiales y, por encima de todo, que el dinero necesario para ello salga del bolsillo del vecino, no del nuestro. Protestamos por cada euro que se lleva Hacienda, pero no solemos recordar cuando llevamos horas esperando a que nos atiendan en la sala de urgencias de un hospital, que si Hacienda se hubiese llevado algún euro más, tal vez no estaríamos en esas circunstancias.
   No me gustan los Estados, no me gustan sus estructuras, ni creo que las funciones que ejercen tengan otro objetivo que el  control de la población, quizás porque conozco todo ello desde dentro. Sin embargo, es cierto que, a cambio de ese control exhaustivo, ofrece un cierto género de protección a algunos segmentos de la población que lo necesitan. Lo diré de otro modo, no creo que la desaparición de los Estados signifique por sí misma la desaparición de todos los males de la humanidad y ni siquiera de la mayoría. En cambio sí creo que si el mercado dejara de ser libre todos lo seríamos un poco más (por eso tengo ciertas simpatías por los anarquistas, por su candorosa inocencia). Así que, siendo un mal, necesitamos, de momento, de los Estados para que no haya males mayores. El problema es que, a su vez, los Estados, para funcionar, necesitan dinero. En lugar de controlar los mercados, los Estados quedan pues supeditados a ellos, como lo ha demostrado la reciente crisis. Por tanto, a cambio del control que sigue ejerciendo sobre los ciudadanos, la protección que les puede brindar es cada vez menor. La única conclusión posible de semejante proceso está puesta negro sobre blanco en el reciente informe del comité de expertos sobre la reforma fiscal en España.
   Es un viejo truco político que, cuando se pretende acometer  algún tipo de salvajada se le encarga a un comité de “expertos” un informe sobre el tema en cuestión. Como los “expertos” son elegidos por el gobierno, se los selecciona de entre aquellos que predican las formas más radicales de la salvajada en ciernes. De este modo, el gobierno en cuestión “desoye” a los expertos y propone una versión mucho más “moderada” de la reforma que no es otra que la salvajada que desde un principio se había tramado. Todo el mundo sabe que el PP ambicionaba desde hacía tiempo una reforma que disminuyera el número de tramos en el IRPF, con una bajada de impuestos para los más ricos, una subida para los menos ricos y un IVA sanguinario para todos por igual. Que los “expertos” hayan propuesto una versión exagerada de estas medidas nos acerca un paso más a los objetivos del partido en el gobierno. Para entender su alcance citaré a nuestro queridíssimo y amadíssimo Sr. ex-presidente del gobierno el zapatitos, quien, en una ocasión, preguntó: “¿por qué no va a ser progresista reclamar un tipo impositivo único?” Dicho de otra manera, un tipo impositivo único puede ser progresista, nunca algo de izquierdas. Supongamos que sólo existiera un tramo impositivo, es decir, que todos los ciudadanos que hacen la declaración de la renta pagaran, digamos, el 10% de sus ingresos a Hacienda. ¿Sería una distribución equitativa? La respuesta es muy simple, si echamos un 10% menos de arroz en un plato, el comensal, probablemente, se quedará con hambre. Sin embargo, si a una langosta le quitamos el 10%, como mucho, la serviremos con una pata menos (vamos, digo yo, porque las únicas langostas que he visto en mi vida son de las que se comen las cosechas). 
   Bajar los tramos y el tipo de los impuestos que se recaudan vía IRPF y subir el IVA tiene un resultado muy simple. El IVA lo pagamos todos, los tramos altos del IRPF quienes tienen más. Todos acabaríamos abonándole a Hacienda lo que ahora sólo abonan los que tienen más. Como, además, el gobierno modifica el IVA de los productos a su antojo, comprar un libro podría llegar a tener un tipo del 22 ó 23%, mientras que el IVA de un yate seguirá siendo del 18%. Esto, indudablemente, gravaría el consumo, precisamente, el que habría de ser el motor de la recuperación económica. De modo que, al final, después de conseguir que los ricos paguen menos y el resto de la población bastante más, Hacienda seguiría sin recaudar lo que necesita debido a la depresión del consumo que se va a originar. En resumen, con las propuestas de la Comisión Lagares y, en especial, con la lectura que de las mismas va a hacer el gobierno, olvídense de esperar menos en las urgencias de un hospital cuando necesiten atención médica.

domingo, 9 de marzo de 2014

Crimea (otra vez)

  No me convenció mucho Empire Earth. Se trataba del típico juego de civilizaciones que comenzaba con la Edad de Piedra y terminaba en nuestros días. Lo más interesante de él es que uno apostaba un cavernícola con su garrote para impedir que los enemigos se infiltrasen por una colina y acababa teniendo una unidad de tanques que hacía exactamente lo mismo en el mismo sitio. Hay zonas del planeta que han sido regadas una y otra vez por la sangre de diferentes generaciones. De aquí nace la geoestrategia, a la que podemos definir fácilmente como el arte de tropezar mil veces en la misma piedra. Obviamente, este arte no existiría sin gobernantes tan ignorantes, tan cortos de luces o tan idiotas como para no darse cuenta de que van camino de tropezar donde tantos otros lo hicieron. Crimea es una piedra de esta naturaleza.
Hemos de recordar que Rusia nació como un país que, esencialmente, carecía de salidas hacia mares navegables. Uno de los ejes de su política expansiva fue encontrar puertos viables en el Pacífico y en el Mar del Norte. Faltaba, cómo no, ese mar con imán que parece ser el Mediterráneo. Quedaba lejos, así que tan pronto como finales del siglo XVIII, los rusos fijaron sus ojos en la península de Crimea. Quien controlase Crimea controlaba el Mar Negro y a quien controlase el Mar Negro sólo un estrecho lo separaba del Mediterráneo, estrecho, eso sí, en manos de los turcos. 
  A mediados del siglo XIX el imperio otomano era un gigante con pies de barro, sostenido, más que por sí mismo, por Inglaterra y Francia. Rusia apenas si podía contener las ansias de expandirse a su costa. Aludiendo a la defensa de la fe ortodoxa las tropas zaristas invadieron Moldavia y Valaquia. Las potencias europeas, que veían tales afanes expansionistas con preocupación, respondieron lanzando un ejército contra Crimea. En realidad, ni unos ni otros querían una guerra y ésta tuvo lugar más por la falta de imaginación a la hora de encontrar un acuerdo capaz de satisfacer a todas las partes, que por los deseos bélicos de unos y otros. La propia guerra fue un despropósito. La coalición británico-franco-turca-piamontesa se las vio y se las deseó para establecer una cabeza de puente en Crimea. Las tropas que sitiaban Sebastopol no pudieron acudir a la batalla de Balaclava porque el general al mando se negó a interrumpir su muy inglés y flemático desayuno. Durante esta batalla se ordenó a la caballería británica cargar contra la artillería rusa, la cual estaba en una posición, ligeramente ventajosa. De hecho, estaba guarecida tras un valle rodeado por colinas tomadas por las tropas del zar y a su retaguardia aguardaba tranquilamente el grueso de la caballería cosaca. La famosa Carga de la Brigada Ligera (o “cabalgada al infierno”) fue una de las muchas carnicerías de esta guerra.
  Han pasado 160 años de aquellos hechos y las cosas han cambiado mucho. Ahora tenemos a unos funcionarios europeos que cuando les dan el plantón, en lugar de poner la cara de póker que hemos puesto todos en esa situación, utilizan el documento que se iba a firmar como bandera con la que unificar a los opositores al presidente ucraniano. Tenemos a un presidente ucraniano que negocia con la UE y acaba firmando con Putin. A un Putin que no duda en invadir un país vecino y proclamarse, como el zar en 1850, protector de todos los rusos, cuando, en realidad, lo único que le importa, son sus basesitas en Crimea y demostrar quién la tiene más grande. A una Crimea que decide unirse a Rusia, porque, al fin y al cabo, sus habitantes son rusos, cuando los habitantes originarios de la península son los tártaros que, bajo ningún concepto, quieren estar de nuevo bajo el mandato de un país que los invadió, los utilizó y los deportó. Tenemos a la administración Obama que ha ninguneado a Europa como ninguna administración norteamericana lo había hecho nunca y que, precisamente por ello, tiene ahora que aguantar que los rusos les mojen la oreja con amenazas y bravatas de todo género. Tenemos a una Canciller alemana, cual Chamberlain, negociando la futura estructura de Ucrania con los rusos como si Ucrania fuera ya tan suya como España. Tenemos a la city londinense, a “expertos” de toda laya y a la muy democrática prensa occidental advirtiendo que lo más democrático que se puede hacer cuando un matón invade un país democrático es dejar que lo despedace a gusto, exactamente lo mismo que proclamó cuando Hitler despedazó Checoslovaquia. Tenemos a los flamantes dirigentes de esa democracia que de verdad creyeron que no iba a pasar nada por olvidarse de los intereses rusos en su país. Tenemos a un ejército invasor al que, según dicen, los millones que le han llovido encima en los últimos años, han hecho de él algo mejor que la panda de presidiarios que arrasaron con todo en Chechenia bajo el mando del general Eristoff™. Y, por encima de todo, tenemos a dos ejércitos apuntándose los unos a los otros a la espera de que un soldado más nervioso que la media inicie una contienda que nadie ha querido provocar.
  Si ahora me preguntan Uds. qué debe hacerse, mi respuesta es muy simple: declararle la guerra... pero no a Rusia, sino al rebaño de inútiles que nos han conducido a esta situación.

domingo, 2 de marzo de 2014

El estado de los patos en la nación

   El debate sobre el estado de nación fue institucionalizado en España por Felipe González tras su primer triunfo electoral. La Constitución no hace referencia a él, por lo que no hay formato ni reglamentación establecida. En la época en que vio la luz, era uno de los momentos culminantes de la legislatura. Se construían elocuentes discursos, se envolvían las trifulcas en bonitos principios y se preparaban pactos de mayor o menor relevancia. Los políticos más destacados de cada partido podían disfrutar de sus minutos de gloria y, lo que aún es más importante, se podían entregar a su tarea favorita: pavonearse sin hacer nada de interés por el ciudadano. Desde que se instauró, nuestra democracia, como la Coca-Cola, ha devenido una democracia zero, es decir, baja en participación ciudadana y baja en libertades. La política, la política de verdad, ha pasado del estrado a los pasillos, salones y despachos donde realmente se decide lo fundamental. Oradores ya no quedan. Quien más, quien menos, es capaz de unir una par de fracesitas haciendo ver que tiene algo que decir. La gente capaz de subirse a la tribuna e improvisar con sentido, abandonó la política hace tiempo. El debate sobre el estado de la nación se ha convertido en un trámite parlamentario más, extremadamente cansino, que nuestros diputados sufren más que disfrutan. Porque, no hemos de engañarnos, lo que se podía pactar, está ya pactado y lo pactado no es otra cosa que dejar fuera del Parlamento, de las cámaras y de los debates cualquier cosa que pueda importarle medianamente al ciudadano interesado en votar. El resultado, el único resultado posible, es que se dedican horas y horas a cualquier cosa menos a debatir, a debatir sobre el Estado o a debatir sobre el estado de la nación.
   Si de verdad quiere saber cuál es el estado de esta nación le basta con ser un poco observador y pasear por un parque cualquier día festivo. Comprobará que no es fácil. La totalidad de aparcamientos cercanos a él estarán repletos. El parque en sí rebosará de gente. Verá varios cumpleaños. Entre la gente, podrá seguir el deambular de vendedores que no venden, malabaristas cuyo truco más difícil es conseguir un euro y titiriteros que ni se molestan en pasar la gorra. Los bares, los quioscos, los puestos, estarán vacíos. Más ardua le resultará la tarea de encontrar algún pato si es que el parque en cuestión dispuso de ellos. Las lagunas en que vivían estarán repletas de pan duro flotando sobre el agua. Los niños se abalanzarán sobre cualquier cosa parecida a uno como si fuera una estrella de rock, empeñándose en que el animal picotee el trozo de pan que le ofrecen como los adultos se pelean por un autógrafo de aquélla.
   Hubo una época en que la sobrepoblación de palomas supuso un problema para nuestras ciudades. Hubo una época en que, al llegar a adultos, la gente soltaba los patos que había comprado como mascotas para sus hijos en los parques. Hoy la población de patos, como la de palomas, está cayendo a mínimos que no se recordaban desde la época de la gripe aviar. Más de uno, más de dos, muchos más de los que se quiere reconocer, han acabado en la olla de alguna familia que hace poco veía a su alcance engrosar las filas de la clase media. Quien encuentra una excusa, evita los locales al uso, los sitios de diversión infantil y celebra el cumpleaños de los más pequeños entre pinchos de tortilla, aceitunas y patatas fritas en mitad de cualquier zona pública. Y, sobre todo, si hay una festividad, un puente, lo que se atiborran no son las agencias de viaje sino los parques. Éste es el estado de esta nación, cercano a la ruina. Es sobre esta ruina financiera y, sobre todo, moral, sobre la que nuestros gobernantes, nuestros políticos y nuestros libérrimos medios de comunicación, hacen todo lo posible por no hablar.

domingo, 23 de febrero de 2014

Y ahora... ¡Drácula!

   Es muy curioso cómo se interpreta el personaje de Drácula en función del género. Para las mujeres, es un símbolo del erotismo, un personaje morboso y atractivo. Para los hombres, es el símbolo del chupasangre, del explotador que vive del esfuerzo nutritivo de los demás. Ambas visiones de Drácula tienen su fundamento. La sexualidad desbordada, el atractivo de técnicas amatorias refinadas, el erotismo que conduce a la liberación, están muy presentes en la novela de Bran Stoker quien, como buen victoriano, no desaprovecha ocasión para hablar de sexo aunque no lo pareciera. La monstruosidad de utilizar a los seres humanos como carnaza para conseguir los propios fines, el destruirlos física y moralmente para sobrevivir, en definitiva, el arrebatarles el aliento de vida, está en el personaje real, ese Vlad III, héroe nacional rumano, que no dudó en aliarse con quien le convino y empalar a todo bicho viviente que se cruzó en sus intereses. Si este Vlad III es un antecedente de El Príncipe de Maquiavelo, el Drácula de Stoker es la viva encarnación del Übermensch nietzschiano. Se trata, en efecto, de alguien noble, de refinada sabiduría, que dispone de un tiempo infinito y lo dedica a transmutar todos los valores, a invertir la moral cristiana. Su único interés es ir ampliando poco a poco la comunidad de semejantes con los que establecerá una sana competición por las víctimas potenciales. Frente a él está la masa de ignorantes, capitaneada por el más ignorante de todos, el científico. El rebaño se aferra a su fe cristiana o, lo que según Nietzsche es lo mismo, a la fe en unas verdades últimas e inmutables. Que el bueno de Stoker acabe matando a Drácula justo cuando Nietzsche anunciaba la muerte de Dios, sólo puede ser visto como un artificio para tranquilizar conciencias. Porque lo cierto es que Drácula siguió viviendo.
   Si recordamos que la primera película pornográfica es un año anterior a la publicación del Drácula de Stoker (por cierto, su director, Albert Kirchner, tiene también el honor de haber sido el primero en dirigir un film sobre la vida de Cristo), debe extrañarnos que el hombre-vampiro tardara tanto en aparecer en la gran pantalla. Y es que los herederos de Stoker no veían claro ceder sus derechos. De aquí, que el primer Drácula ni siquiera se llamase así. Es el mucho menos erótico, pero bastante más inquietante, Nosferatu de Murnau. A partir de ahí, Dráculas, draculines y draculones, los ha habido por docenas, de todos los tipos, tamaños y colores. En nuestra época, en la que el sexo, descrito más que insinuado, está presente en las pantallas pequeñas, medianas y grandes, en la que se lo vende en cajas, en pastillitas y a pilas, Drácula ha acabado teniendo tan poco atractivo como un viejo verderón. Las nuevas versiones del personajes son, como la margarina, como el tabaco, como la masculinidad y la democracia, light. En la muy reciente saga Crepúsculo hemos podido ver a un joven vampiro cuya lascivia se reducía a tener una novia y casarse cristianamente con ella como está mandado. Peor aún es la serie True Blood, cercana, por fin, a su última temporada. En la era post-sida, los vampiros prefieren beber un sucedáneo de sangre embotellada, que seguro que ya ni sabe a sangre ni  y a la que dentro de poco comercializarán con aroma a vainilla. Tampoco vayan Uds. a creerse que conservan ese aura de nobleza que da la capa y el castillo, para nada. Vampiro puede ser cualquiera, un sheriff, una prostituta y hasta una camarera. El Übermensch ha devenido un miembro del rebaño más, pues hoy día, ni siquiera a los vampiros se les permite atentar contra el orden establecido. Eso sí, participan en sanguinolentas orgías, no vaya a pensar alguien que el sexo puede ser liberador.
   La domesticación de Drácula, el encorsetamiento de su sexualidad desbordada, la acomodación de sus valores a los del común de los mortales, ha corrido paralela al hecho de que las monstruosidades se han convertido en rutina, ya no hace falta esperar la declaración de un periodo histórico excepcional para cometerlas. El resultado es que algunas facetas de monstruos tan queridos, han dejado de formar parte del imaginario colectivo. Es el caso de Drácula como símbolo de la explotación. El mismo término “explotador” ha dejado de formar parte del léxico de los sindicatos marxistas. Se habla de “infringir los derechos de los trabajadores”, de “incumplir la reglamentación”, de “abusar de la confianza”, pero ya nadie explota, salvo los terroristas suicidas. De hecho, ya ni siquiera quedan “empresarios”. En España el término “empresario” se ha convertido en sinónimo de marido/novio/amante de la famosilla de turno. Es una pena porque “empresario”, antes de adquirir connotaciones peyorativas, designaba a quien ponía en marcha una empresa, esto es, un proyecto que resultaba común a todos los embarcados en él, bien poniendo el dinero, bien aportado su esfuerzo físico. El término que se usa hoy día es “emprendedor”. Emprendedor es alguien que emprende, es decir, que contra los vientos del papeleo administrativo y las mareas de trabajadores que quieren, al menos, dar su opinión sobre lo que hacen, pone en marcha un proyecto, que ya no es de todos los que colaboran en él, sino suyo personal. La cantinela de que vampiros puede haberlos en los institutos y en los bares, porque cualquiera puede ser un vampiro, no es por tanto, otra cosa que la pesada broma de que el capitalismo es compatible con el pleno empleo porque cualquiera puede convertirse en "emprendedor".

domingo, 16 de febrero de 2014

¡Que vienen los zombis! ¡que vienen los zombis!

   Entre las propiedades de la membrana celular, una muy destacada es la semipermeabilidad.Cuando la concentración de moléculas de poco tamaño a un lado y a otro de la membrana son diferentes, se genera un flujo para igualarlas, fenómeno éste conocido como ósmosis. Semejante mecanismo permite que nutrientes y otras sustancias necesarias para la célula, pasen a su interior sin generar gasto energético. El problema está en que, naturalmente, no todas las sustancias que entran deben estar en la célula o, al menos, no en la misma concentración en que se hallan en su medio o no todo el tiempo. Existen por tanto, unas enzimas (proteínas) encargadas de bombearlas hacia fuera de la célula, aunque en ello sí se consuma energía. Entre las más conocidas están las bombas de sodio y de potasio, que mantienen un equilibrio esencial para la vida. El problema está en que esas bombas sólo pueden funcionar hasta una velocidad máxima. Por aquí aparece el peligro de que la diferencia de concentración a un lado y otro de la membrana celular o bien acabe atiborrándola de esas sustancias, pese al esfuerzo de las bombas, o bien, el caso contrario, acabe atiborrándola de agua, hasta el punto de que la célula explota. Al microscopio esto se puede observar con glóbulos rojos puestos en agua del grifo. Pero el efecto se produce también macroscópicamente. Tomemos una hoja de lechuga que lleve algunos días cortada. Se la pone en un recipiente con agua y en poco tiempo, lucirá fresca. Al tener las células de la lechuga mayor contenido en sal que el agua potable, ésta ha penetrado en ellas, haciendo que se hinchen y recobren vigor. Si por el contrario añadimos sal al agua, observaremos cómo la lechuga se pone rápidamente pocha. El agua, ahora, fluye hacia el exterior celular.
   Por alguna estúpida razón, los seres humanos siempre han creído poder construir fronteras más eficientes que las creadas por la naturaleza tras millones de años de selección. En cuanto sale un majadero proponiendo impermeabilizarlas, encuentra quien lo encumbre a instancias más altas desde las que sus soflamas pueden oírse mejor, retroalimentando el proceso. Ya hemos explicado que en nuestras muy democráticas sociedades de mercado libre, el miedo se utiliza con la misma falta de pudor que en las dictaduras fascistas. Y cuando el miedo interviene, la razón se bloquea. Hemos tenido dos recientes ejemplos de ello. El primero es un referéndum en Suiza, para restringir la libre circulación  de ciudadanos europeos. ¿La razón? La marea de inmigrantes que iban a asaltar el país helvético como consecuencia de la crisis. Se trata de un ejemplo palmario de lo que venimos diciendo. Primero porque es una demostración de que “votación” y “referéndum” no son sinónimos de democracia cuando la opinión pública ha sido convenientemente intoxicada. Segundo porque las cifras muestran clarísimamente que ni hay, ni ha habido, ni va a haber nada semejante a una marea de inmigrantes. Y, last but not least, porque ninguna votación, referéndum o ley ha impedido jamás el surgimiento de una marea, salvo la ley de gravitación universal.
   Otro ejemplo de lo mismo, por supuesto, más burdo, lo tenemos en nuestro país. Después de poner cámaras de vigilancia en las alambradas que rodean Ceuta y Melilla, después de colocar una doble alambrada con patrullas circulando en su interior, después de poner cuchillas en las alambradas, ahora sale a la luz pública la devolución ilegal de inmigrantes por el heroico procedimiento de ponerlos en la puerta y darles una patada en el trasero. Mientras nuestro gobierno encuentra una excusa más para mantener esa cara de poker con la que va a pasar a la historia, mientras esperamos la próxima revelación de lo que ocurre allí donde nadie quiere saber lo que ocurre, en las fuentes de transmisión de ideología, quiero decir, en el cine y en la televisión, hacen furor las series y películas sobre zombis. De modo poco disimulado se acostumbra a la población a la necesidad de luchar contra “los otros”, contra los invasores, contra esos que asaltan en avalancha nuestras fronteras y que no vienen a integrase, sino a integrarnos. De paso, los heroicos protagonistas de Guerra Mundial Z o de The Walking Dead, van dejando allanado el camino a la idea de que todos los que visten con harapos, tienen hambre insaciable y costras en la cara, merecen que se les reviente el cráneo con un bate de béisbol.
   En medio de este pánico alimentado por tanto sinvergüenza con ganas de medrar, nadie parece recordar la más elemental de las lecciones que nos proporciona el fenómeno de las ósmosis, a saber, que la única manera de disminuir la presión contra una frontera es equilibrando los contenidos de riqueza, libertad y bienestar social que hay a un lado y otro de ella.

domingo, 9 de febrero de 2014

El futuro de la televisión

   De la televisión ya he hablado varias veces. Es el nuevo ídolo, el que ha venido a ocupar en nuestras casas el destacado lugar que en la época de los romanos ocupaba el altar dedicado a los antepasados. Ante ella hacemos nuestras abluciones y esperamos sus mensajes con la misma inquietud y reverencia con que los antiguos esperaban oír la voz de los muertos. En nuestra época está permitido reírse del Papa, de los curas, de las monjas y hasta de los santos. Reírse de la televisión, del sagrado ejercicio de sentarse ante ella y asentir a sus mensajes, es una blasfemia. A quienes lo hacen, se les da una palmadita condescendiente en la espalda mientras se prepara todo para excluirlos socialmente. Entender el monstruo que estamos alimentando es fácil con sólo observar la transformación que sufre un hogar en cuanto se ilumina la pantalla:. las conversaciones se silencian, todo debe quedar subyugado a la voluntad del profeta, los iniciados entran en trance, se olvidan de sus males, de sus preocupaciones, de su ser personas y sus cerebros quedan abducidos. De este modo, el común de los mortales alcanza el paraíso de los teólogos medievales, aquel lugar en el que se entraba en contacto con la divinidad.
Las infinitas posibilidades de la televisión para el poder fueron descubiertas muy pronto. No en balde, su inmediato antecedente era la radio y ya sabemos el uso que Hitler hizo de ella. La televisión permitía mucho más. La radio podía conseguir tergiversar la realidad, camuflarla, ocultarla. Con la televisión se estaba en posesión de la realidad. Dominar la televisión era hacer con la realidad lo que uno quisiese. No existe mejor medio para engañar, para manipular, para confundir, que la televisión, en especial, porque la fe de los iniciados carece de límites. Quienes se divierten manipulando imágenes de un vídeo casero, aceptan la verdad de una noticia en cuanto llegan imágenes de la misma. Ver algo en el televisor es como introducir el dedo en las llagas de Cristo, ya no cabe duda ulterior. El poder era tan enorme que, rápidamente, muchos quisieron aspirar a él. A España, las cadenas de televisión privadas, llegaron a principios de los 90 del siglo pasado. El objetivo inmediato era atrapar esa inmensa mayoría que apagaba el receptor varias horas cada jornada. En el colmo de la desvergüenza, bajo la apariencia de una “democratización”, de darle la voz “a todo el mundo”, de una pluralidad de ideologías, se escabullía el hecho de que la televisión es la ideología. Los mismos mensajes que no se hubiesen aceptado procediendo de una emisora estatal, se engullían ahora sin más, por venir de alguien que "sólo" podía tener intereses económicos. Al final la lucha por la libertad quedaba convertida en si se podían elegir más o menos cadenas de televisión, todas las cuales vomitaban las mismas mentiras.
   Pero la pluralidad de cadenas tuvo un efecto secundario no calculado: el mando a distancia. Entre “tanto donde elegir”, el consumidor de basura televisada, necesitaba algún género de dispositivo que le permitiese perseguirla de una emisora en otra.  Sin embargo, el mando a distancia creó un intersticio por el que los individuos podían caerse de la malla que los atenazaba. Con la facilidad de apretar un botón, eran capaces de anular el control que la publicidad ejercía sobre sus mentes. Desde entonces ningún intento ha impedido que esta paradoja se haga cada vez más palmaria. Cuanto “más hay que ver”, más necesario es que el sujeto ejerza el peligroso vicio de elegir. Hasta tal punto es así, que estamos al borde de una nueva frontera televisiva.
La televisión del futuro la tenemos todos ya parcheada en nuestros hogares. Quien más, quien menos, ha convertido su aparato de televisión en una especie de ordenador Frankenstein. Claramente vamos hacia una televisión sin antena. A través la conexión a Internet nos llegará la señal televisiva. Un disco duro, incorporado o unido a la pantalla, almacenará los programas que no tengamos ocasión de ver. El streaming hará las veces del directo. Tecnológicamente todo esto es ya posible. Las grandes empresas del entretenimiento deportivo norteamericanas, la NBA, la NFL o la MLB, comercializan desde hace tiempo el game pass. Mediante pago, se tiene acceso a la totalidad de partidos que organizan vía Internet y con una excelente calidad.
¿Por qué la televisión del futuro no es ya presente? Aunque tecnológicamente los problemas pueden resolverse fácilmente, queda la peliaguda cuestión del control. Quienes han ejercido por delegación ese papel, las emisoras de televisión, se encuentran con que o se transforman radicalmente o la historia les pasará por encima. El caso de la NBA es patente.  Ha desarrollado su propia marca televisiva, con la que graba, transmite y comercializa sus contenidos. Esencialmente, si seguimos viendo la NBA a través de nuestras antenas es porque tienen muy claro que así llegan a un público todavía mayoritario en el que despertar interés por su merchandising. Realmente, la NBA no necesita a ninguna cadena de televisión para nada. Es un ejemplo de lo que va a ocurrir. Las productoras podrán comercializar directamente sus series, sus películas, sus concursos y sus espectáculos deportivos sin que las cadenas de televisión intermedien. Su papel, si es que han de tener alguno, será el de convertirse en buscadores de contenidos audiovisuales. El problema, el problema por el que estoy hablando del futuro y no del presente, es que en ese papel hace décadas que tomaron la delantera cierto tipo de páginas a las que se suelen calificar de “piratas”. Es el interés en desalojar a los actuales inquilinos de ese nicho económico el que mueve toda la batalla de las televisiones contra los "piratas" y no los cacareados derechos a la propiedad intelectual.

domingo, 2 de febrero de 2014

Radio Clásica

  España es un país muy musical. Aquí, casi en cada casa, hay quien es capaz de interpretar El Mesias de Händel con una botella de anís y una cuchara. La música tiene que formar parte de cada celebración popular, desde los toros a la Semana Santa. Son incontables las bandas, agrupaciones musicales, coros y músicos más o menos callejeros que existen por metro cuadrado y si se acerca a ellos podrá observar que muchos son chicos jóvenes, que han sacrificado horas de su tiempo libre para hacerse cargo, con mayor o menor soltura, de un instrumento musical. Pese a todo, nuestra musicalidad se queda en la charanga, el pachangueo y el chundachunda que vomitan la mayoría de las emisoras de radio. La educación española, tan sensible con las necesidades educativas especiales, con los alumnos con dificultades y el fracaso escolar, no tolera a quienes tienen talento musical. Todo está programado para hacerles elegir entre su talento y sus estudios antes de que cumplan los 16 años. Somos un país de pandereta y se procura que nadie se desvíe hacia cosas raras como el clarinete. El resultado es nuestra profundísima incultura musical.
En este contexto una emisora llamada Radio Clásica lucha por colocar en las ondas algo diferente a lo habitual. Es evidente que su propósito resulta imposible. Le corresponde una misión pedagógica, cuando no propagandística, para enganchar a nuevos oyentes en este tipo de música. Tiene que ser, además, el lugar de reunión de la minoría de marcianos que llevan a gala su gusto por los violines. En ella deben reconocerse los expertos, intérpretes y compositores que no tienen otra emisora a la que ir. Rara vez ha cumplido estas misiones a gusto de todos, pero, seamos realistas, tampoco era posible. 
  En 2008 vino la famosa reforma bajo el lema “¿para qué hablar en una emisora de música?” y se formó una polémica de extraña acritud. Efectivamente, en Radio Clásica se hablaba (y se habla) más que en emisoras semejantes del resto de Europa. En realidad, si se quiere que siga teniendo una función pedagógica no puede ser de otra manera. Tampoco es que la programación de Radio Clásica haya sido nunca rompedora. En esencia no suena nadie que no lleve 50 años muerto. Es más fácil escuchar a cualquier compositor de segunda línea del XIX que a cualquier compositor de primer orden contemporáneo. Y no se trata de una cuestión de facilidad. Conocí a Piazzola por un programa de otra emisora y el Short Ride in a Fast Machine de John Adams sonó por primera vez coincidiendo con el 20 aniversario de su composición (por cierto, ninguna palabra se dignó acompañar esta fanfarria explicando quién es John Adams). Cosas más polémicas como John Zorn, Glenn Branca, John Cage o Stockhausen, no se molesten en buscarlas en Radio Clásica. Uno lee esto y piensa, “claro, son puristas”. Pues no, tampoco es eso. En las muy clásicas ondas de esta emisora, siempre ha habido un programa dedicado al jazz y otro al flamenco. Se trata de un reflejo de lo que es el mundo de la música en este país. Aquí o eres romántico o eres atonal o bailas sevillanas. Cualquier otra opción genera maledicencias.
Lo que realmente ha dañado, me temo que de modo irreversible, a esta emisora no fue propiamente la reforma de 2008. Más o menos por esas fechas, los políticos llegaron a la conclusión de que en RTVE había demasiada gente que, de tantos años ahí, se había hecho con una parcelita de poder que les permitía un cierto género de independencia, de inmunidad ante los vaivenes de los sucesivos gobiernos. De este modo se inició una campaña para “renovar” el ente público, acabar con los “periodistas funcionarios” y “modernizarlo”. Dicho de otro modo, se abrió la veda para sustituir a cualquier empleado con personalidad por un estómago agradecido y servil, aunque eso supusiese pagar prejubilaciones multimillonarias. De rebote, Radio Nacional vio cómo la privaban de todo su capital humano y, en el caso de Radio Clásica, de las figuras señeras de su programación. El problema no es ya que las telarañas decimonónicas salgan ahora en todo momento por los altavoces, ni que parezca que el criterio base de selección sea la música más aburrida y que menos pueda interesar a los jóvenes. El problema es que se le pregunte a un wageneriano de pro si la tetralogía del alemán se titula “El anillo” o “Los anillos del nibelungo”, como si el nibelungo en cuestión fuese un motero ensortijado. El problema llega al punto de comparar “Vesti la giubba” de I pagliacci con el “Show must go on” de Freddy Mercury...


  Vamos a ver, vamos a ver. Freddy Mercury tenía un talento musical como muy pocos en el rock de los 80-90. Por otra parte, tenía una capacidad pulmonar que, con una educación adecuada desde pequeño, podía haber hecho de él un cantante de ópera más que decente. Tengo mi disco de grandes éxitos de Queen guardado como oro en paño y disfruto una barbaridad cada vez que lo pongo. Por otra parte, la música de Leoncavallo, como la mayoría de los decimonónicos, no me dice nada, si bien he establecido últimamente una relación un poco especial con este “Vesti la giubba”. Dicho lo cual, hay que aclarar, primero, que el “Show must go on” no lo escribió Freddy Mercury que el hombre, por 1991, estaba ya bastante enfermo. Segundo, que es un tema obviamente inspirado en el “Show must go on” del espectacular álbum The Wall publicado por Pink Floyd unos doce años antes. 


Tercero, ni siquiera la canción de Pink Floyd era original, estaba inspirada en un disco no menos inquietante publicado por Alan Parsons Project en 1976, I Robot, cuyo tema “Day after day” llevaba por subtítulo, precisamente, “The Show must go on”. 


Cuarto, el contexto de lo que ha ocurrido hasta ese momento en I Pagliacci y de lo que va a ocurrir a continuación, hace a “Vesti la giubba”, simplemente, escalofriante. Bien interpretado hiela la sangre. Canio es un hombre destrozado, roto, al borde de la locura, que se sabe abocado a la tragedia mientras se pinta una sonrisa en la cara. La letra de ese medio recitativo, medio aria, pone los pelos de punta por sí sola. 


Por mucho que yo aprecie la música de Mercury, admire a Pink Floyd y disfrute con Alan Parsons, ninguno de los tres consiguió un efecto comparable.
  Dado que me pagan por escuchar un buen celemín de tonterías cada día, en el futuro me pensaré muy mucho si merece la pena poner Radio Clásica, arriesgándome a seguir escuchándolas.